Hay un ocurrente libro de Henrik Lange llamado 90 clásicos de la literatura para gente con prisas compuesto de tiras cómicas. En relación con El extranjero sus gráficas lo relacionan de la siguiente forma: “1. Meursault es un tipo existencialista que no cree en nada. En el funeral de su madre suda, pero no llora; 2. Un día, en una playa, Meursault dispara un arma inspirado en una canción de The Cure; 3. Lo sentencian a muerte y se consuela al darse cuenta de que al universo le importamos un pimiento. Eso anima.”[1]. La literatura con ello demuestra que lo importante no es la historia en sí sino cómo se cuenta.
Lo primero de lo que quisiera dudar, aprovechando la calificación de existencialista que se le ha dado a la literatura de Albert Camus (1913-1960), es precisamente de esta filosofía muy elástica que va desde Søren Kierkegaard hasta Jean-Paul Sartre y que tiene suficientes compartimientos vacíos para quienes deseen subirse a ese tren. La duda me asalta cuando me pregunto si a través de la literatura se puede confeccionar una filosofía. Ello hasta entraría en contradicción con los propios términos definitorios de la corriente si arbitrariamente decimos que la obra puede ser existencialista en sí anteponiéndose a cualquier esencia.
Camus era un francés argelino y privilegió mucho la infancia que tuvo y su relación con Argelia. Su talento no pasó desapercibido, y un profesor del colegio donde también jugaba al fútbol, a pesar de una tuberculosis crónica que lo acompañó siempre, fue el factor que lo encaminó hacia la vida literaria que le aguardaba. El autor se cría en medio de la pobreza, no conoce al padre porque sucumbió luego de la Primera Guerra Mundial. Su madre, prácticamente analfabeta, era una mujer de servicio, y del hijo de un padre desaparecido y una fregona iletrada no cabría esperar mucho en términos de lo que se puede llegar a ser. Afortunadamente, el destino tiene sus torceduras.
Nuestro autor fue conquistado por el encandilamiento del comunismo, pero como nunca fue dogmático, se dio de baja de esa iglesia muy poco compasiva y castradora. Al igual que Arthur Koestler, supo reconocer a los demonios en quienes todos veían como ángeles. Su ruptura con el estalinismo lo llevó a distanciarse de su vicario Sartre y su capilla, quienes supieron despotricar de él y endilgarle las acusaciones comisariales de la hoz y del martillo que siempre rayan en el paroxismo. Cuando publicó La peste (1947), donde plantea el problema de la santidad laica y la solidaridad ante una epidemia africana, la mala voluntad de Sartre le dedicó sus peores dardos, señalando que Camus quería buscar la salvación en una nueva forma de fundar la Cruz Roja. Todo esto a consecuencia de la posición que Camus había tomado respecto a que en la Unión Soviética había campos de exterminio tan feroces y tan crueles como los que existieron en la Alemania nazi, y eso los bolcheviques del partido comunista francés no lo podían admitir. Camus agrega en su diatriba con el filósofo existencialista: “A mí lo que me interesa es la verdad, no la verdad manipulada desde la derecha o lo que haga la izquierda con esa verdad, y si algún día encuentro la verdad en la derecha permaneceré ahí”.
También compuso filosofía, y producto de esto son los incomparables El mito de Sísifo (1942) y El hombre rebelde (1951), que le aseguran asientos de primera clase en el vagón de la filosofía. Su relación con el problema argelino fue un punto de crispación, porque hasta llegó a ser acusado de pertenecer al Frente de Liberación Nacional, cuando en realidad Camus tenía un compromiso natural con el país que lo vio nacer y se sentía completamente convencido de la necesidad de que Argelia se integrara a una federación con los franceses que garantizara una relación de igualdad entre argelinos y franceses. La guerra de Argelia forma parte del expediente negro de la historia gala, y pocos recuerdan que en 1961 hubo un golpe de Estado fallido en la culta y civilizada Francia para obligar a De Gaulle a abortar las negociaciones secretas con el FLN argelino y a rechazar la autodeterminación. Lo cierto es que en 1962 más de un millón de pieds noirs tuvieron que salir de Argelia con el reconocimiento de la independencia luego de la dolorosa guerra iniciada en 1954. Camus no sería testigo de esto, ya que un accidente de tránsito tuvo la indiscreción de sacarlo de circulación en enero de 1960 [2].
Fue reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1957, galardón que le quebró la vida y lo empujó a la desdicha. Camus dedica el discurso de aceptación del Nobel al profesor que lo había protegido, ayudado y orientado y es cuando recuerda sus años iniciales: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”. Expresó que un escritor debía combinar la belleza con la responsabilidad hacia los demás, también que la literatura había que hacerla no para aquellos que hacen historia sino para quienes la sufren; de hecho Günter Grass invoca a Camus también en su discurso cuando implora: ¡Santo Sísifo, «nobelado» por la gracia de Camus, te lo ruego, haz que la piedra no se quede arriba y podamos seguir haciéndola rodar, para que, como tú, podamos ser felices con nuestro peñasco y la historia narrada de nuestra penosa existencia no tenga fin. Todo un respetable guiño.
El extranjero (1942) es la novela más taquillera de Camus, no cabe duda. Tiene legiones de seguidores. Suscita una emoción natural, y todo el mundo quiere dar su opinión. Hay novelas escritas incluso a partir de un homenaje a ella, como el de la escritora española Esther Ginés, El sol de Argel, con la historia de dos gemelos, uno de los cuales se suicida mientras el otro encuentra consuelo leyendo El extranjero. El punto de partida nos presenta a Meursault, un individuo que no cree en nada, que es indiferente, que la madre se le muere, que asiste al funeral de su madre, que no llora y solo suda, como dice nuestro primer libro condensatorio dedicado a los holgazanes, que tiene unas relaciones tremendamente disociadas con el personal del asilo donde residía su madre porque se le acercan y él casi se siente ruborizado que le estén dando el pésame. No sabe cuál es la edad de su madre, cuando se la preguntan dice “sesenta o algo así”, y eso, sin que lo sepa, va a constituir parte del sumario que le van a armar una vez que cometa el crimen contra el árabe, y ese señor personaje se libera de ese fastidio que es el funeral de su propia madre cuando llega al sitio donde vive, que él explica que metió a su madre en el asilo porque sencillamente no podía costearle los gastos y tampoco se llevaba bien con ella. Como que no tenían absolutamente nada que decirse; convirtiéndose esto en el eje transversal de una obra en que la gente no tiene nada que decirse. Meursault no quiere decir nada y no quiere que le digan nada. Tiene una novia que, como todas las novias, quiere un reconocimiento, e increpa a Meursault: “¿Tú estás enamorado de mí?” A lo que él responde: “Bueno, puede ser”. Su novia va más allá e insiste: “Nos podemos casar”. Y Meursault contesta: “A lo mejor sí, quizás”. Meursault tampoco tiene compromisos con la amistad. Tiene un conocido, un árabe canalla defensor de la violencia doméstica, que le pone una trampa a una mujer para llevársela a la cama y vengarse de ella rematándola a palos. Meursault conviene con el árabe de servirle de testigo en un acto contra esa propia mujer, con lo que asoma una ética subterránea. Y este señor le comenta: “Podemos ser camaradas”, a lo que él reacciona: “A lo mejor sí, si es así”.
Pero más allá de los preparados interpretativos, hay un personaje al que conviene prestarle atención: el Sol, que es una entidad de vida: es el verdadero factor existencialista en la obra de Camus. Y es una compañía fascinante para entender esta obra tan socorrida por los lectores contemporáneos. El sol garantiza el calor humano, la luz como ilustración, y de allí regresamos al siglo de las luces, que bien pudiera haberse llamado «el siglo del sol». El astro es el que establece la claridad, la diafanidad. En El extranjero, Meursault quiere boicotear la presencia del sol porque quiere habitar a la sombra con la medida de su propia oscuridad. Meursault tiene un problema: el resplandor del sol lo persigue, lo agobia, y prefiere estar en la penumbra de una vida anodina, sin opiniones, sin explicaciones. No quiere afirmarse, le molesta exponerse o asumir cualquier tipo de posición comprometedora.
El sol no deja de aparecer. Hay un solo momento en que Mersault lo disfruta: el mismo día de playa en que comete su famoso asesinato. Pero en general no se acopla al ambiente, y su enfrentamiento con ese mismo sol no conoce la tregua. Como contracara a Meursault, el narrador llena la novela de elementos con que lo enfrenta: la vida como una afirmación, el sol como una afirmación, la luz como una afirmación. El momento del homicidio representa su clímax con la pugna solar:
La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia.
El párrafo anterior encarna la ambivalencia perfecta entre la sombra y la luz, que impone una continuidad cuando Meursault sea detenido y comience el juicio en su contra. Al final le preguntan el motivo del asesinato, el juez tiene su momento de condescendencia con él porque no ha querido decir nada, le ha parecido que todo el mundo es muy cordial con él, que lo tratan magníficamente bien, que se siente a gusto en la cárcel. Luego comprenderá cuál es el motivo de estar en la cárcel, la razón de su privación de la libertad; tiene una frase que cierra ese capítulo en términos de la culpabilidad del sol cuando declara lo que lo ha llevado a matar:
He matado a causa del sol, he matado porque no soy capaz de asumir la vida como es menester asumirla, sino que me he refugiado en la sombra, y gracias a la exigencia de vivir una vida he decidido no hacerla y he recurrido al asesinato.
Él se niega a la apelación de la sentencia y llega a la conclusión de que da lo mismo morir hoy que morir mañana, porque igualmente vamos a morir. Entonces, el problema no es la muerte sino la oportunidad de la muerte, con lo que la afirmación de la vida en Meursault se trastoca en el sacrificio que solicita de sí mismo como única posibilidad gozosa para llegar a su tan deseado “silencio excepcional”.
Meursault está esperando la muerte. Lo aguarda la cuchilla afilada de la guillotina, viene un sacerdote y el personaje rechaza su presencia ni siquiera porque sea ateo o anticlerical sino porque no le da la gana, ni siquiera en vísperas de su muerte (que es una ceremonia de felicidad), de darle explicaciones a nadie. Celebra que vaya a ser ejecutado y se dice que si alguna vez saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones capitales. El único acto verdaderamente humano que realiza Meursault en la novela es el de la violencia final contra el sacerdote por su carácter pasional: Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo… Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio. Algún logos postrero toca a su conciencia en la víspera de la liberación final.
Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo es una frase contradictoria del mutismo y la indiferencia del personaje. Sólo que la dispara desde la sombra y a resguardo del sol. De la locuacidad contenida, del homenaje a la indiferencia que se produce en El extranjero pasamos en La caída al otro lado de la acera, con un interés por la fijación inequívoca de los nombres, aspirando la metabolización logorreica hacia el monólogo inobjetable, indetenible, porque no se para de hablar. Vamos por otra vía camusiana: la de conversación incontenible que va calificando todo en un juicio a lo que nos rodea. Representa la némesis de El extranjero, su contranovela dialéctica. Si Meursault tiene necesidad de indiferenciarlo todo, Jean-Baptiste Clamence, el personaje de La caída, tiene la diligente y lumínica necesidad de diferenciarlo todo. Desde la sombra no hay capacidad de distinguir, al contrario de la posibilidad que la luz concede para precisar.
Camus estaba casado con Francine Faure, y ella intentó suicidarse; de alguna u otra forma, el suicidio que pretexta el comienzo de esa narración vertiginosa y fascinante que es La caída es quizás su tratamiento metafórico y la reacción de un hombre ante ello y ante todo lo que pueda enfrentar una opinión. El comienzo se produce en un bar, el Mexico-City de Ámsterdam, en medio de la noche. Este monólogo interminable, en el que no advertimos sino un abigarramiento de respuestas tras respuestas, de posición tras posición, de afirmación tras afirmación, imprime una velocidad increíble a la vida. Se trata de una conferencia acelerada sobre todo lo que cabe hablar en cuanto se habita la irrenunciable necesidad de decirlo e imaginarlo todo. Henry Miller admiraba del Dios hipotético que se había atrevido a imaginarlo todo. Sucede algo muy similar con Clamence en su obligación de calificar la naturaleza humana. Hay un vértigo inconquistable por alcanzar la plenitud de la existencia. Al contrario de Meursault, Clamence afirma la urgencia por las definiciones. Si Meursault es un conformista o un anodino, Clamence es épico en su carrera contra el tiempo, es un hedonista en todo lo que se propone. No desperdicia un solo minuto y tiene la certeza del falso profeta de que tiene que legarnos un evangelio laico y libertino para resarcirnos en nuestra aparatosa caída hacia lo humano después de que nunca fuimos dioses. Es un tanto nietzscheano en su aspiración de que sea el hombre un conquistador permanente de la Tierra. La caída es publicada catorce años después de El extranjero. Se entiende su apuro reconstructor: vamos ya por la autopista de una Europa regenerada sobre sus cenizas. Mientras Meursault desciende a cohabitar con su silencio durante los años de la guerra mundial, Clamence tiene la prisa y la seguridad del futuro.
Cuando recibió el Nobel, Camus sentenció como admonición de la desventura que se cerniría sobre él: ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? Nuevamente somos conducidos ante el resplandor. ¿Temía Camus exponerse en demasía a la claridad? ¿Imaginaba que ante el peligro del fulgor podía refugiarse en la opacidad? Tres años después, en 1960 y a los 46 años, se le detuvo el porvenir y terminó estrellándose contra un árbol en la Borgoña francesa. Sus lectores jamás dejaremos que alguna sombra lo oculte. Sigue alumbrándonos con la plena luz que nos dejó.
[1] Lange, Henrik. 90 clásicos de la literatura para gente con prisas, Ediciones B, Barcelona 2009.
[2] Camus murió trágicamente a los 46 años en un aparatoso choque automovilístico. Ni siquiera iba al volante del Facel Vega FV3B que se partió en tres, sino Michel Gallimard, sobrino del editor Gaston Gallimard. Su deceso se prestó a todo género de especulaciones, e incluso se llegó a decir que el KGB había fraguado un atentado.
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