Sin duda has oído hablar de Copérnico. ¿Quién no lo ha hecho? Aquel monje polaco del siglo XVI formuló, recuperando al astrónomo griego Aristarco de Samo, la teoría heliocéntrica, la que proclama que la Tierra y el ser humano no son el centro del universo y que todo en nuestro sistema solar gira alrededor del Sol. Rompía de esta forma con la creencia geocentrista, heredada de Aristóteles y Ptolomeo, según la cual el universo se mueve describiendo círculos perfectos alrededor de la Tierra.
No muchos años después, la teoría heliocéntrica estuvo a punto de costar un serio disgusto a otro de los grandes padres de la astronomía moderna: Galileo Galilei. El conflicto entre sus ideas heliocentristas y las geocentristas defendidas por la Iglesia Católica le colocaron frente al Tribunal de la Inquisición y tuvo que retractarse públicamente de sus convicciones para no seguir el camino de su compatriota Giordano Bruno.
¿Por qué Copérnico no se enfrentó a la Inquisición? Probablemente porque sus teorías no eran más que eso, teorías, en tanto que lo que Galileo pretendía era demostrarlas empíricamente (el eterno conflicto entre ciencia y religión). La impunidad de Copérnico quizás también tuvo algo que ver con que su modelo de sistema solar se hiciera público tras su fallecimiento.
De forma indirecta, a esta eminente figura renacentista debemos también lo que se ha dado en llamar el Principio de Copérnico. Traducido a un lenguaje simplista, viene a decir este principio que la gran mayoría de los humanos no somos nada especial en el mundo. Es la extrapolación a nuestra especie de la idea copernicana de que la Tierra no es el ombligo del universo.
Dicho en otras palabras, tanto tú como yo somos unos pobres diablos que pasan desapercibidos y a los que nunca suceden cosas especiales.
Como casi todos los españoles, yo compro año tras año un par de décimos de la lotería de Navidad y soy consciente de que siempre sale un premio gordo. Lo sé, no porque la fortuna me lo haya regalado alguna vez, sino porque así me lo revelan las imágenes que año tras años veo en la tele y que ya me resultan tremendamente familiares (a veces incluso pienso que las recuperan de algún archivo): grupos alegres de personas concentrados junto a las administraciones de lotería, gente que celebra su suerte brindando con cava barato y sidra El Gaitero o señores que muestran a la cámara un décimo premiado, presumiendo de ser en aquellos momentos alguien singular.
También soy yo de los que, cuando en un programa de televisión anuncian que van telefonear a alguien elegido al azar para regalarle un coche, miro de reojo al teléfono por si acaso, pero nunca suena.
Todo esto me pasa sin duda porque soy una persona normal, no soy nadie singular. Hay muy pocas personas singulares en el mundo: jugadores de lotería agraciados con el gordo son uno de cada cien mil y los que tienen la suerte de recibir la llamadita del coche, uno entre más de 70 millones. No, no me he inventado estos números; resultan bastante inmediatos si caemos en la cuenta de que se juegan cien mil números en la lotería de Navidad y de que hay más de 70 millones de líneas telefónicas en España.
Hablemos ahora de civilización. El diccionario de la RAE dice que una civilización es «el conjunto de costumbres, saberes y artes propio de una sociedad humana»; en definitiva, una forma de vivir en sociedad; con derechos, obligaciones, cultura, ciencia, leyes, religión y algunas cosas más.
Con permiso de alguna que otra antigua cultura china, situaremos el origen de nuestra actual civilización inteligente hace unos 7.000 años, en el llamado Creciente Fértil, región que rodea las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates y que ha sido cuna de las tres religiones monoteístas más importantes del mundo, además de escenario de acontecimientos muy influyentes en la historia del mundo antiguo y moderno.
Si asumimos que con una alta probabilidad (pongamos del 95%) no soy nadie singular, con esa misma probabilidad de acierto calcularemos el intervalo de tiempo que le quedaría a esta civilización antes de dejar de existir, desapareciendo radicalmente o evolucionando hacia otra forma de convivencia ahora desconocida (quizás como la que nos presentan películas postapocalípticas como Mad Max, I am Legend, The Time Machine o El planeta de los simios).
Si no soy nadie singular, lo normal es que esté viviendo, al igual que la inmensa mayoría, en algún punto intermedio de la era de nuestra civilización. Solo algunos individuos singulares tendrán la suerte o la desdicha de vivir en su comienzo o en su final. Esto que acabo de decir resulta bastante intuitivo, pero podemos incluso expresarlo en cifras: actualmente somos en el mundo cerca de 8.000 millones de seres humanos, en tanto que, en el desarrollo de la civilización mesopotámica, hace 7.000 años, la población de la Tierra alcanzaba apenas los 8 millones. Cuando se acerque el final de nuestra civilización, el conjunto de todos los individuos que habrán vivido y muerto hasta entonces en su seno estará varios órdenes por encima de la cifra de habitantes del mundo en aquellos momentos finales.
Observa ahora la figura que tienes delante de ti:
La línea que estás viendo quiere representar el intervalo temporal de vida de nuestra actual civilización. Comienza en la izquierda y, año a año, va evolucionando hacia la derecha.
El tramo verde del principio es la etapa primigenia y, en consecuencia, su inicio se correspondería con la cultura mesopotámica, allá en el Creciente Fértil. El segmento rojo de la derecha representaría sus últimos años de existencia.
Por mi condición de sujeto corriente, en estos momentos estaría viviendo en algún punto del segmento azul. Puesto que hemos establecido que la probabilidad de ser un hombre corriente, y por tanto de caer en el azul, es del 95%, esa misma será la proporción en longitud de este segmento sobre el total. Los otros segmentos representarán cada uno un 2,5%, la mitad del 5% restante.
Imaginemos que vivo hoy en día justo en el momento que marca frontera entre el verde y el azul. Es decir, no soy individuo singular por muy poquito.
Si, como digo, estoy justo en el límite entre el verde y el azul, acabamos de consumir el 2,5% del tiempo de vida de nuestra civilización, que, como ya sabemos, han sido 7.000 años.
Una simple regla de tres nos diría que, si el 2,5% han sido 7.000 años, el 97,5% restante será 273.000 años.
Vayámonos ahora al otro extremo e imaginemos que el momento actual corresponde en realidad al punto frontera entre el periodo azul y el rojo. Esto significaría que hemos consumido ya el 97,5% de nuestro tiempo, que han sido 7.000 años, lo que nos llevaría a calcular que el 2,5% restante son apenas 180 años.
En resumidas cuentas, si aceptamos que con una probabilidad del 95% no soy un individuo singular, estaríamos diciendo que a nuestra actual civilización le quedarían entre 180 y 273.000 años de vida.
He colocado el momento de mi existencia en dos puntos muy particulares, lo que puede antojarse un poco sospechoso. Parece que quiero llevar las cosas a mi terreno, fabricando un escenario favorable al resultado que busco, pero veréis que no es así. Lo que he hecho en realidad es acotar por arriba y por abajo el tiempo de pervivencia de nuestra civilización. Aplicando el mismo razonamiento, comprobad ahora que sea cual sea el punto del segmento azul donde coloquemos el momento actual, los resultados que obtenemos están siempre incluidos entre las cotas que hemos calculado.
Hay una consecuencia muy interesante derivada de este modelo de inferencia: los sucesos que más han perdurado hasta ahora son los que mayor probabilidad tienen de perdurar en el futuro. Resulta muy inmediato comprobar que si nuestra civilización pasara de 7.000 a 100.000 años de antigüedad, las cotas de perdurabilidad se situarían entonces entre 2.564 y 3.900.000 años.
Si lo que más va a durar es lo que más ha durado, significa que dentro de unos 50.000 años probablemente seguiremos teniendo pan, escritura, matrimonio, religión, etc.; pero habrán desaparecido cosas como el motor a explosión, el fútbol, los cosméticos y el cepillo de dientes.
El método que hoy hemos aplicado aquí se basa en el Principio de Copérnico y fue desarrollado en los años 90 por Richard Gott, profesor de la universidad de Princeton y eminente cosmólogo, especialista en predicciones de eventos y reconocido por sus trabajos en el denominado Argumento del juicio final (predicciones sobre cuándo se extinguirá la especie humana). Según los cálculos de Gott, si el homo sapiens ha vivido durante 200.000 años, sus expectativas de supervivencia en el futuro se situarían entre 5.128 y 7.800.000 años, que resulta bastante congruente con lo que han perdurado otras especies humanas que le han precedido (alrededor de 1,5 millones de años) o, incluso, con la supervivencia en promedio de las especies de mamíferos (2 millones de años).
Estos cálculos se realizan a partir de modelos de inferencia bayesianas, que son estructuras de razonamiento deductivo basados en hipótesis a las que se asocia una probabilidad como medida de su credibilidad. Las probabilidades se van actualizando y realimentando en función de la realidad percibida y los resultados se valoran siempre en términos probabilísticos.
Si algún lector se muestra interesado en este tipo de disciplina, le recomiendo que comience por entender bien el Teorema de Bayes y profundice a continuación en los modelos de inferencia bayesiana.
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