Introducción a la nueva y ampliada edición de Como al león por sus garras: Antología personal de momentos estelares de la ciencia, de José Manuel Sánchez Ron, que Editorial Crítica ha publicado en junio. Incluimos también un capítulo de la obra.
Eran las cuatro de la tarde del 29 de enero de 1697. Isaac Newton —ya sir Isaac— acababa de regresar a su casa desde la Torre de Londres, la sede del Mint, la Casa de la Moneda inglesa, de la que era desde hacía pocos meses warden, el segundo de la institución, tras el master. Se encontraba muy cansado, no era todavía un hombre mayor (tenía 53 años), pero sus mejores momentos, físicos e intelectuales, ya habían pasado; además, el Mint se encontraba en medio de una reacuñación. Una carta le aguardaba. Su remitente era Johann Bernoulli, miembro de una célebre familia de matemáticos suizos, con el que Newton tenía algunas cuentas pendientes, especialmente en lo que se refería a su controversia con Gottfried Leibniz sobre la prioridad en la invención del cálculo infinitesimal (Johann defendía la prioridad de Leibniz). En el número de junio de 1696 de la revista Acta Eruditorium, Bernoulli había desafiado a «los mejores matemáticos que ahora viven en el mundo», a resolver el «problema de cuál sería el camino por el que un cuerpo pesado descendería más rápidamente desde un punto a otro que no estuviera directamente debajo». Fijó un plazo de seis meses para la resolución del problema. Cuando pasaron éstos, sólo había recibido una respuesta: la de Leibniz. Pero éste no incluía la solución, sólo la afirmación de que había resuelto el problema, junto con el ruego de que ampliase el plazo hasta Pascua y que volviese a anunciar el problema por toda Europa. ¿Quería, tal vez, disfrutar más humillando a sus colegas, incapaces de resolver la cuestión? Bernoulli aceptó, añadió un segundo problema y envió copias de ambos a dos revistas científicas, las primeras revistas científicas que se fundaron: el Nouvel Journal des Sçavans y las Philosophical Transactions de la Royal Society inglesa. Y también al gran Isaac Newton y a otro muy eminente matemático inglés, John Wallis, catedrático de Geometría en la Universidad de Oxford. ¿Buscaban ambos, Leibniz y Bernoulli, y ahora de manera totalmente directa, la suprema humillación del autor de los Principia?
Ésta fue la carta que Newton encontró el 29 de enero de 1697. Catherine Barton, sobrina del gran físico y matemático, que vivía con éste, dejó escrito que su tío «no durmió hasta que hubo resuelto el problema, lo que sucedió hacia las cuatro de la madrugada». Por la mañana, Newton fechó una carta a Charles Montague, presidente de la Royal Society, en la que consignaba las respuestas a ambos problemas. Indiferente a los planes y deseos de Bernoulli, dispuso que su respuesta apareciese de manera anónima en el número de febrero de las Philosophical Transactions. No obstante, el suizo (que también recibió una respuesta del matemático francés marqués de L’Hôpital) no tuvo dificultad en reconocer a su autor: «Como se reconoce al león por sus garras» («tanquam ex ungue leonem»), dicen que fueron sus palabras.
Como al león por sus garras. He elegido como título de este libro —una antología comentada de textos científicos— la esencia de esa frase de Bernoulli, ya que deseo contribuir a que se reconozca a la ciencia, a sus profesionales más eminentes, a través de sus «garras», esto es, de sus propias palabras. Con acaso mayor frecuencia de la debida, hemos tomado el contenido de la ciencia, sus palabras, y las hemos manipulado, utilizando las nuestras —divulgar, explicar, popularizar se llama a esto— para transmitirla al «gran público», a los «legos». No seré yo quien niegue la utilidad de semejante recurso, pero ¿por qué no dar la palabra también a los auténticos protagonistas de esa empresa colectiva llamada ciencia? Más que dársela, ¿por qué no recuperarla? ¿Por qué no esforzarnos en que sean ellos mismos quienes nos guíen a través de algunos de los momentos cumbre de la historia de la ciencia? De hecho, tampoco es necesario que nos conduzcan únicamente por los «momentos cumbre»; existen ocasiones, que seguramente no podemos considerar memorables, pero cuya relevancia bien merece que nos detengamos en ellas.
Normalmente somos capaces de reconocer a muchos —a los grandes, ciertamente— poetas, novelistas o dramaturgos leyendo pasajes de sus obras. Y otro tanto sucede con grandes pintores, músicos o arquitectos. Tienen estilos propios. También ocurre esto a veces con los científicos, especialmente con, de nuevo, los verdaderamente grandes. Sin duda, no sucede tan a menudo como en esas «artes», que tanto dependen de la expresión, pero sucede («como se reconoce», recordemos una vez más, «al león por sus garras»). A propósito de Maxwell, Boltzmann se refirió a este hecho en un hermoso texto que reproduzco más adelante: «Un matemático», escribió, «reconocerá a Cauchy, Gauss, Jacobi, Helmholtz después de leer unas pocas páginas, al igual que los músicos reconocen, a partir de las primeras líneas del pentagrama, a Mozart, Beethoven o Schubert».
Tales son mis pretensiones. Estamos familiarizados, y nadie negará su sentido y utilidad, con antologías literarias, pero son mucho menos frecuentes las de textos científicos. Y sin embargo, la ciencia está instalada en nuestras vidas, en nuestra cotidianeidad. Es, por consiguiente, una tarea imperiosa familiarizarse con su lenguaje, método, contenidos y personajes. Esto es lo que pretendo con esta antología. Para ello he procurado seleccionar pasajes que posean algún tipo de relevancia y que sean lo más transparentes posible para el mayor número de lectores. Quiero advertir, no obstante, que en ocasiones es preciso esforzarse para comprender no sólo el contenido sino también la relevancia, la importancia de los textos incluidos. Es necesario, en definitiva, ejercitar esa facultad que adorna a nuestra especie: la capacidad de discernimiento y abstracción. No es mi antología una de anécdotas de la ciencia. Las anécdotas, tal y como yo entiendo este término, aparte de ser con frecuencia falsas, no suelen revelar qué es realmente la ciencia. Pueden entretenemos, cierto es, y en ese sentido cumplen alguna función, pero en realidad prostituyen la esencia de lo que es la investigación y representación analítica de la naturaleza. Más aún, inducen a muchos a creer, erróneamente, que se desarrollan sus conocimientos científicos, o que comprenden qué es esa empresa varias veces milenaria a la que tanto debemos, la Ciencia. Verdad es, por supuesto, que no es posible comprender bien qué es la ciencia sin pararse también en aspectos que se refieren a la propia vida y sentimientos de los científicos. Y ya he dicho que también he pretendido recoger esa dimensión en la presente antología, aunque, repito, intentando evitar lo meramente anecdótico.
Pero este libro es algo más que una simple antología, que una recopilación de textos de científicos, es una antología personal. Y por ello, acompañan a los textos seleccionados comentarios míos, en los que razono su inclusión. Si no he querido quitar la palabra a los científicos, tampoco deseo prescindir de la mía. Ni que decir tiene que no reclamo para tales comentarios y explicaciones más justificación que la de mi propia opinión y conocimientos; que, en suma, mi particular visión de momentos importantes, algunos ciertamente cumbres, de la historia de la ciencia. Asimismo, sé muy bien que esta selección mía no es en modo alguno completa (en ningún caso se debe considerar como una historia de la ciencia): si acaso, cabe decir de ella que son todos los que están (o casi todos, puesto que en unas pocas ocasiones la presencia de ciertos autores se justifica por su escrito y no por la distinción que ellos mismos alcanzaron), pero que no están todos los que son. Aquel que busque algún personaje y momento que él considere particularmente notables y no los encuentre aquí (no tendrá que esforzarse mucho para tales hallazgos) que lo interprete como desee: como hecho inevitable, como muestra de mi capricho, limitaciones o ignorancia. Pero que sepa que yo, desde luego, no me llamo a engaño, ni tengo la intención de engañar a nadie. A lo sumo, o como mínimo —vaya usted a saber—, esta antología plasma en textos una buena parte de mi propia visión de lo que es y ha sido la ciencia.
FÍSICA Y BELLEZA: PAUL DIRAC
Paul Dirac fue uno de los creadores de la mecánica cuántica, y uno de los físicos más distinguidos del siglo XX. Por tal motivo no habría que buscar más justificaciones a su inclusión en esta antología, pero al margen de sus contribuciones a la física merece la pena detenerse en su persona por la manera en que llegó a algunas de ellas, y por la intensidad con que defendió su particular método, que ilustra de forma paradigmática un modo de entender la investigación en física teórica que tiene que ver con uno de los problemas más profundos que en mi opinión existen: el de la relación entre la naturaleza y las matemáticas.
Para cumplir con su objetivo de describir los fenómenos que tienen lugar en la naturaleza, y predecir las condiciones en que tales fenómenos se volverán a producir, la ciencia —y a la cabeza la física— recurre a leyes que se expresan matemáticamente. Ahora bien, las estructuras matemáticas posibles son infinitas, no así las leyes que esperamos formular para describir la naturaleza. Si la física se distingue de la matemática es precisamente porque en aquélla es preciso seleccionar, eliminar, relaciones matemáticas para las que no encontramos correlatos en la naturaleza. Dicho de otra manera: las leyes de las ciencias naturales son —al menos por el momento— un subconjunto de todas las leyes y las estructuras matemáticas imaginables; lo que es matemáticamente posible, no tiene por qué serlo físicamente. Podría haber sido de otra forma: que ambas coincidiesen, pero parece que no es así. Aunque también podríamos pensar —como acaso opinase el propio Dirac— que coinciden realmente, pero que todavía no se han descubierto los fenómenos naturales a los que aguarda su estructura matemática.
En cuanto a la cuestión de cómo encontrar las leyes matemáticas que obedece la naturaleza, existen diferentes mecanismos, siendo el más extendido aquél en el que las observaciones desempeñan un papel que, de alguna manera, es previo y directriz. Pero existe otro tipo de aproximación, en el que la matemática es más importante, como guía «heurística» que nos propone posibles ecuaciones matemáticas para esas leyes. Ahora bien, ¿en qué ecuaciones, de entre las infinitas existentes, nos debemos fijar? Dirac pensaba que un criterio de selección era el de la «belleza» de las ecuaciones. Claro está que ¿qué quiere decir la «belleza» de una ecuación? Steven Weinberg, por ejemplo, manifestó en cierta ocasión: «A veces… he oído opiniones que me ponen nervioso, porque hablan acerca de que la belleza de la matemática inspira a la física. Bien, esto puede ser cierto para algunos físicos, pero me parece que en este punto se produce una ligera confusión. Lo que a veces inspira al teórico es la belleza de un principio teórico. Los principios teóricos que subyacen en la termodinámica son bellos. No creo que la formulación matemática particular en términos de dS=dQ/T inspire algún afecto».
Tenía razón Weinberg, pero, de todas maneras, el caso es que Dirac aplicó en algunas ocasiones su criterio de belleza con notable éxito; cuando, por ejemplo, formuló su versión de la mecánica cuántica, en la que la no conmutatividad y los corchetes de Poisson desempeñaban un papel central, y cuando encontró la denominada ecuación relativista del electrón (1928). Merece la pena, en consecuencia, leer lo que decía sobre estas cuestiones, repito, tan importantes.
Paul Dirac, «The relation between mathematics and physics» (1938-1939)
(«La relación entre matemáticas y física»)
«En su estudio de los fenómenos naturales, el físico tiene dos métodos para progresar: (1) el método de experimento y observación, y (2) el método de razonamiento matemático. El primero es simplemente la reunión de datos selectos; el segundo nos permite inferir resultados de experimentos que no se han realizado. No existe razón lógica por la que el segundo método tenga que ser posible, pero se ha demostrado en la práctica que funciona con notable éxito. Esto debe adscribirse a alguna cualidad matemática en la Naturaleza, una cualidad que el observador ocasional de la Naturaleza no sospecharía, pero que sin embargo desempeña un importante papel en el esquema de la misma.
Se puede describir la cualidad matemática en la Naturaleza diciendo que el Universo está constituido de tal manera que la matemática es un instrumento útil para describirlo. Sin embargo, avances recientes en la ciencia física demuestran que esta manifestación es demasiado trivial. La conexión entre la matemática y la descripción del Universo es más profunda que esto, y se puede obtener una apreciación de ella solamente mediante un examen cuidadoso de los diversos factores que la constituyen…
Tomemos como punto de partida ese esquema de ciencia física que era aceptado de manera general en el último siglo: el esquema mecánico. Éste considera todo el Universo como un sistema dinámico (por supuesto, extremadamente complicado), sujeto a leyes del movimiento que son esencialmente de tipo newtoniano. El papel de la matemática en este esquema es representar las leyes del movimiento mediante ecuaciones, y obtener soluciones de éstas referidas a las condiciones observadas.
La idea dominante en esta aplicación de la matemática a la física es que las ecuaciones que representan las leyes del movimiento deberían tener una forma sencilla. Todo el éxito del esquema se debe al hecho de que las ecuaciones de forma sencilla parecen funcionar. El físico se ve provisto de esta manera de un principio de simplicidad, que puede utilizar como instrumento de investigación. Si obtiene, mediante algún tosco experimento, datos que ajusta burdamente con algunas ecuaciones sencillas, infiere que si realizase el experimento con mayor precisión obtendría datos que se amoldarían de manera más precisa a las ecuaciones. El método es, no obstante, muy restringido, ya que el principio de simplicidad se aplica solamente a las leyes fundamentales del movimiento, no a los fenómenos naturales en general. Por ejemplo, experimentos toscos sobre la relación entre la presión y el volumen de un gas a temperatura fija dan resultados compatibles con una ley de proporcionalidad inversa, pero sería erróneo inferir que experimentos más precisos confirmarían esta ley con mayor precisión, ya que aquí se está tratando con un fenómeno que no se encuentra relacionado de forma muy directa con las leyes fundamentales del movimiento.
El descubrimiento de la teoría de la relatividad hizo necesario modificar el principio de simplicidad. Presumiblemente, una de las leyes fundamentales del movimiento es la ley de gravitación que, según Newton, se representa por una ecuación muy sencilla, pero que, según Einstein, necesita del desarrollo de una elaborada técnica antes de que su ecuación pueda ser incluso escrita. Es cierto que, desde el punto de vista de la matemática superior, se pueden dar razones en favor de la opinión de que la ley de gravitación de Einstein es de hecho más sencilla que la de Newton, pero esto implica asignar un significado algo sutil a la simplicidad, que estropea bastante el valor práctico del principio de simplicidad como un instrumento de investigación en los fundamentos de la física.
Lo que hace que la teoría de la relatividad sea aceptable para los físicos a pesar de que vaya en contra del principio de simplicidad es su gran belleza matemática. Es ésta una cualidad que no se puede definir, no más de lo que se puede definir en arte la belleza, pero que las personas que estudian matemáticas no tienen normalmente ninguna dificultad en identificar. La teoría de la relatividad introduce belleza matemática en un grado sin precedentes en la descripción de la Naturaleza. La teoría restringida cambió nuestras ideas de espacio y tiempo de una forma que se puede resumir diciendo que el grupo de transformaciones al que está sujeto el continuo espacio-tiempo debe cambiar del grupo de Galileo al grupo de Lorentz. Este último grupo es una cosa mucho más bella que el otro (de hecho, matemáticamente aquél debería ser denominado como un caso especial degenerado del de Lorentz). La teoría de la relatividad general implica otro paso de un carácter bastante similar, aunque en esta ocasión no se considera normalmente que el aumento de belleza sea tan grande como con la teoría restringida, debido a que no se cree tan firmemente en la teoría general como en la especial.
Vemos así que hemos cambiado el principio de simplicidad por el principio de belleza matemática. El investigador, en sus esfuerzos por expresar las leyes fundamentales de la Naturaleza de forma matemática, debería buscar siempre la belleza matemática. Debería tomar en cuenta todavía la simplicidad, pero de forma subordinada a la belleza. (Por ejemplo, al escoger una ley de gravitación, Einstein tomó la más sencilla compatible con el continuo espacio-tiempo, y tuvo éxito.) A menudo sucede que los requisitos de simplicidad y belleza son los mismos, pero cuando chocan entre sí, es el segundo el que debe ser prioritario.
Pasemos ahora a la segunda revolución en el pensamiento físico del presente siglo: la teoría cuántica. Ésta es una teoría de fenómenos atómicos basada en una mecánica de un tipo esencialmente diferente de la newtoniana. La diferencia puede expresarse de forma concisa, pero algo abstracta, diciendo que las variables dinámicas en la mecánica cuántica están sujetas a un álgebra en la que no se verifica el axioma conmutativo de la multiplicación. Aparte de esto, existe una analogía extremadamente estrecha entre la mecánica cuántica y la vieja mecánica. De hecho, es sorprendente lo adaptable que es la vieja mecánica a la generalización del álgebra no conmutativa. Todos los rasgos elegantes de la vieja mecánica se trasladan a la nueva, donde reaparecen con mayor belleza.
La mecánica cuántica requiere la introducción en la teoría física de un vasto nuevo dominio de matemática pura (todo el dominio relacionado con la multiplicación no conmutativa). Junto a la introducción de nuevas geometrías en la teoría de la relatividad, esto indica un rasgo que podemos esperar que continúe. Es de suponer que en el futuro tendremos que incorporar otros dominios amplios de la matemática pura para tratar con los avances de la física matemática.
La matemática pura y la física están relacionadas cada vez más estrechamente, aunque sus métodos continúan siendo diferentes. Se puede describir la situación diciendo que el matemático practica un juego en el que él mismo inventa las reglas, mientras que el físico practica un juego en el que la Naturaleza proporciona las reglas, pero que según transcurre el tiempo se hace cada vez más evidente que las reglas que el matemático encuentra interesantes son las mismas que las que ha escogido la Naturaleza. Es difícil predecir cuáles serán los resultados de todo esto. Posiblemente, las dos materias se unificarán en última instancia, teniendo entonces su aplicación física toda rama de la matemática pura, cuya importancia en la física será por otra parte proporcional al interés que tenga en la matemática. Actualmente, nos encontramos, por supuesto, muy lejos de este nivel, incluso con relación a algunas de las cuestiones más elementales.»
Otro ferviente defensor de la «belleza matemática» fue G. H. Hardy, quien en A Mathematician’s Apology escribió: «Un matemático, lo mismo que un pintor o un poeta es un constructor de modelos. Si éstos son más permanentes que otros, es porque están hechos con ideas. Un pintor realiza modelos con formas y colores, un poeta lo hace con palabras. Un cuadro quizá exprese alguna ‘idea’, pero lo normal es que ésta sea un lugar común o no tenga importancia. En la poesía, las ideas desempeñan un papel mayor; pero, como indica Housman, habitualmente se exagera la importancia de las ideas en poesía: […] “La poesía no es lo que se dice, sino a forma de decirlo’ […] Los modelos de un matemático, al igual que los de un pintor o un poeta deben ser hermosos; las ideas, como los colores o las palabras, deben ensamblarse de una forma armoniosa. La belleza es la primera señal, pues en el mundo no hay un lugar permanente para las matemáticas feas.»
Las matemáticas, los modelos que la componen, deben ser, decía Hardy, «hermosos». Como ejemplos citó dos teoremas de la teoría de números, el que recibe el nombre de “teorema fundamental de la aritmética” – que afirma que todo número entero puede descomponerse de una y sólo una forma en un producto de primos – y el de “los dos cuadrados” de Fermat (también el teorema de Cantor relativo a la “no numerabilidad” del continuo). Esos dos teoremas le daban pie a manifestar: «Dije antes que un matemático era un constructor de modelos de ideas y que la belleza y la seriedad eran los criterios por los que estos modelos deberían ser juzgados. Difícilmente creería que una persona que haya comprendido estos dos teoremas dude que de satisfacen estos requisitos. Si los comparamos con los pasatiempos de Dudeney, o con los más elegantes problemas de ajedrez planteados por los maestros de esta disciplina, su superioridad en ambos aspectos está clara: hay una inconfundible diferencia de clase. Son mucho más serios y también mucho más hermosos. ¿Podemos definir de un modo más preciso en qué reside su superioridad?»
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Autor: José Manuel Sánchez Ron. Título: Como al león por sus garras. Editorial: Crítica. Venta: Amazon
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