Mi madre acostumbraba a llevarme al teatro desde muy niña. La primera obra que recuerdo, aunque no creo que fuera la primigenia, es el Ballet Nacional de Japón, con una representación de El pájaro de fuego, en el Teatro Principal. No solo eran ballets o espectáculos musicales, también la acompañaba a obras de teatro. Creo que me vi todas las de Marsillach, clásicos como Yerma o La casa de Bernarda Alba, algunas controvertidas (recuerdo cómo me impactó Equus) y también, cómo no, muchas comedias, entre ellas todas las de Arturo Fernández. Así fue desde que tuve uso de razón hasta que la vida y sus complicaciones redujo mi agenda de ocio de forma drástica. Por edad no llegué a disfrutar de sus interpretaciones más sesudas, sus papeles más académicos, y retengo su imagen de galán algo snob y narcisista que tantas veces representó sobre las tablas o en televisión. Tenía la gracia de ganarse al espectador, de conquistarlo, con personajes que, si lo piensas, tenían todas las características para caer mal: siempre sobrado, siempre presumido, superficial muchas veces, algo faltón, pero con ese noséqué quéséyo que lo hacía encantador. Interioricé una imagen de él risueña y divertida, cercana, la de quien ha tenido una vida fácil y sin complicaciones.
En 2006 tuve la oportunidad de escucharle, sin pantalla ni proscenio por medio, en el Club de Encuentro Manuel Broseta. Incluso compartimos una entrañable cena. No fue una conferencia muy concurrida ―a diferencia de las de los políticos que cuelgan el «no hay entradas» como si fueran una prima donna―, pero en ese ambiente los invitados son más proclives a mostrarse como son y suelen ser las más agradables.
Me impresionó conocer a la persona detrás del personaje. El que allí hablaba no era un hombre de pasado algodonoso. Era difícil, por edad, que su niñez hubiera sido fácil. Descubrí ese día una infancia tardía sin la figura del padre, huido por republicano; una madre trabajadora y humilde; un chaval que comenzó a trabajar con doce años. Lo contaba con sencillez, orgullo por sus orígenes y sentido del humor. Durante la cena supimos alguna anécdota más: cómo se fue a Madrid siguiendo a una actriz de la que se había enamorado, sus comienzos como figurante para poder sobrevivir, y otras que, como es norma del Club, allí quedaron. El Arturo Fernández del que me despedí aquel día ya no era el mismo para mí. La humanidad y la bonhomía son cualidades que traslucen en las distancias cortas, y creo que ese día se ganó el cariño de todos los que compartimos la velada. Pero entonces solo pude intuir el corazón que habitaba en esos trajes impecables de galán a la antigua. La fortuna quiso que diez años después conociera una anécdota que confirmó lo que se vislumbraba sobre las tablas y compartiendo mesa y mantel. La grandeza de un hombre sencillo y humano. Quien tantas veces me había hecho reír con historias de ficción me hizo llorar con una muy real.
La contó en su Facebook otra persona sencilla y humana que quiso compartir con sus amigos la que había sido una de las alegrías más grandes de su madre en unos momentos muy difíciles. Aquella historia me caló hondo; tanto que cuando me pidieron que participara en la antología de relatos conmemorativa del centenario del Teatro Olympia, supe que tenía que contar esa historia. En Entre bambalinas ―edición conmemorativa dirigida por Mauro Guillén, otro insensato catalizador de letras―, se incluyó el relato Amores de teatro, en el que, con el permiso de la familia cuya vivencia quería contar, ficcioné lo que había sido una anécdota real protagonizada por ellos y Arturo Fernández. Mantuve su nombre, quería dar a conocer a la persona detrás del personaje.
Tuve la suerte de volver a coincidir con él precisamente cuando asistió al centenario del teatro cuyas tablas había pisado tantas veces. Cercano, amable, coqueto y con muy buena memoria, agradeció el relato y recordó con cariño a la familia Dols.
La semana pasada, cosas de la vida, estuve en el Olympia precisamente el día que don Arturo hacía mutis para siempre. Era inevitable tenerlo presente. La comedia se desarrolló con normalidad. Eché de menos un recuerdo al maestro antes de empezar. Pero todo tenía su por qué. Cuando la obra finalizó, los actores, con Josema Yuste a la cabeza, le dedicaron su personal homenaje con unas preciosas palabras y, la última ovación de la noche fue para Arturo Fernández. Me emocioné. Creo que nos emocionamos todos. Y decidí escribir este artículo y compartir el relato que me inspiró con los amigos de Zenda, como mi pequeño homenaje a quien tantas veces consiguió algo a lo que le doy mucho valor: hacerme reír.
Amores de teatro (Incluido en Breverías: Relatos para lectores impacientes)
Elisa se miró en el espejo. Había cambiado menos de lo esperable tras sufrir el ictus que la tenía casi anclada a la silla de ruedas desde hacía un año. Como todos repetían ―a veces hasta la exasperación―, había tenido mucha suerte; dentro de la desgracia, se entiende. Tras seis meses de durísima rehabilitación había recuperado la movilidad en medio cuerpo e, incluso, en distancias cortas, conseguía caminar apoyada en un bastón. Se lo había ganado a fuerza de trabajo constante y duro, pero sin el apoyo de Diego no lo habría logrado. Cada vez que ella desfallecía él estaba allí para sostenerla. La desesperaba no haber recuperado, todavía ―no perdía la esperanza―, el habla. Ahora se comunicaba con la mirada, con gestos, y su marido había aprendido a interpretar ese nuevo lenguaje. El único código para descifrarlo era la empatía, el querer, los años de convivencia.
Diego era su alegría, pero ella se sentía su cruz. Nada había resultado como imaginaron de jóvenes, cuando divagaban sobre su vejez: él repetía que la cuidaría y la mimaría hasta el fin de sus días, y Elisa, echando mano de las estadísticas, aseguraba que sería ella quien tendría que cuidarlo. Siempre acababan en tablas, los dos estarían lo bastante bien, a pesar de los achaques, como para no depender del otro. Lo que todos soñamos. Pero la realidad se había impuesto a las estadísticas y ella no se resignaba a ese cambio de papeles escrito por el destino.
Diego entró en el baño e interrumpió sus divagaciones.
―¿Todavía no estás? Date prisa que tengo que recoger unas cosas y nos van a cerrar. ―Se detuvo un momento, la miró con cariño y añadió―: Estás muy guapa con ese vestido rojo.
Como cada sábado, desde hacía años, callejeaban por el centro y compartían un aperitivo aderezado de cariño antes de la cena. Nada extraordinario, una rutina solo abandonada durante su convalecencia y que ahora se hacía sobre ruedas.
Pero este sábado doce de marzo no era como los demás: cumplían treinta y cinco años de casados, el primer aniversario desde el accidente vascular. Elisa había elegido ese vestido porque se lo regaló él y porque deseaba estar guapa en ese día especial. Carmín, rímel, colorete… Ni sus sesenta y dos años ni la merma de capacidades habían socavado su coquetería.
Miró a Diego con la sonrisa de «gracias, cariño». Lo veía ir y venir apresurado, ocupándose de las obligaciones que, en condiciones normales, habría asumido ella y ahora, además, tenía que ser su báculo. ¿Cómo iba a acordarse de esta fecha, si no sabía ni en qué día vivía? Ella lo celebraría por ambos.
Durante ese año aciago no había escuchado una queja, un reproche, nada que hiciera pensar que Elisa se había convertido en una carga para su marido y, a pesar de ello, a veces se preguntaba la razón última de los desvelos de Diego. ¿Obligación moral? ¿Rutina? ¿Pena? ¿Resignación? No se atrevía a darse una respuesta, pero, con dolorosa frecuencia, aceptaba el fin del amor cómplice que tantos momentos dulces les había dado y su transmutación en una rutina ineludible para su buen corazón.
―Venga, ponte el abrigo, que ha refrescado. Y vámonos ya, que llegamos tarde.
Elisa sonrió divertida. Una sonrisa de «eres mi dulce desastre». No entendía tanta prisa ni qué se le había olvidado recoger.
Ya en la calle, avanzó con paso firme y ligero. Tenía prisa, era evidente. Enfilaron San Vicente. Tal vez había encargado un regalo en algún comercio de la zona.
Pero no frenaron en ninguno.
―¡Papá, papá, estamos aquí!
Elisa parpadeó varias veces. Quien los llamaba era su hija pequeña, Laura, y, junto a ella, saludaba el resto de sus hijos con sus respectivas familias. Una oleada de emoción la recorrió y le arrancó una sonrisa de «no me lo puedo creer».
Miró hacia arriba, desconcertada. Habían llegado a la entrada del Teatro Olympia y en el cartel se anunciaba Enfrentados, con Arturo Fernández.
―No habrás pensado que me había olvidado de nuestro aniversario, ¿verdad? Ni de tu devoción por este hombre que más de un ataque de celos me ha provocado ―añadió en un tono de falso enfado guiñándole un ojo―. Venga, entremos, que ya me he resignado a quedarme en segundo plano. Al menos hoy viste alzacuellos.
A Elisa se le humedecieron los ojos sin perder la sonrisa. Una sonrisa de «qué bueno eres».
Alguna discusión habían tenido en el pasado a cuenta del galán asturiano, tanta era su devoción; pero Diego siempre claudicaba y terminaba acompañándola para ser espectador de la risa contagiosa de su mujer y de los aplausos y bravos entusiasmados a cada escena.
Elisa, ayudada por dos de sus hijos, ocupó la butaca del pasillo y se dispuso a ver la función. Allí estaba su amor platónico; el hombre que, además de hacerla reír, le recordaba muchas de las cualidades de su marido y por eso, precisamente, le gustaba tanto, aunque nunca se lo había confesado a Diego. Y, ahora, ya no podía. Le apretó la mano y él se la besó.
Como siempre, el actor apareció elegantísimo, a pesar de haber sustituido el esmoquin blanco por un clergyman ―debían habérselo confeccionado a medida―, y, con su gracia habitual, conversaba en una moderna sacristía con el actor que le daba la réplica. Elisa no perdía detalle. De pronto, se giró hacia ella:
―¿Verdad, chatina? Anda, dile algo a este insensato.
¿Era posible que se hubiera dirigido a ella?
Conforme la función avanzó, la situación se reprodujo: Arturo Fernández bromeaba con Elisa como si participara en el libreto, como si la función fuera solo para ella, no había duda. Elisa aplaudía con su mano buena como una niña y controlaba a Diego que reía feliz. Quería preguntar, pero no era posible. Lo intentó con la mirada y su marido respondió con un guiñó.
La obra finalizó y su galán favorito le lanzó un beso.
―¿Te ha gustado, cariño?
Elisa asintió vehemente y puso morritos para darle un beso, correspondido ante el aplauso de sus hijos. De nuevo en la silla, salieron todos al hall del Olympia.
―Tenemos que esperar nuestra carroza ―bromeó su hijo mayor.
A Elisa, feliz, todo le daba igual. No sabía cómo, pero su adorado Arturo Fernández le había dedicado la función en el día de su aniversario. ¿Qué más podía pedir? Si tenía que esperar, esperaría.
Y, entonces, apareció.
―¡Elisa ―con toda la ceremonia que exhibía en sus representaciones, el actor le tomó la mano y se la besó―, encantado! Para mí es un honor. Usted debe de ser su afortunado esposo ―se dirigía a Diego―, y ellos el resto de la familia. Cosas como esta dan sentido a mi profesión, me han regalado un día muy especial. ¿Vamos?
Diego la tomó de un brazo, Arturo Fernández del otro, y la incorporaron para inmortalizar el momento. Elisa flotaba, empezaba a entenderlo todo…
―Bueno, queridos míos. Espero que disfruten del resto de la velada. Ya le contará Diego cómo organizó este lío. ¡Ah, y no se olviden de enviarme copia! ¡Felicidades, chatina!
Elisa vio partir al actor que canturreaba «el amor, el amor…» y miró a su marido con los ojos húmedos de felicidad. El respondió a su gesto con un leve movimiento de cabeza:
―Me encanta descifrar el repertorio de sonrisas que me regalas desde tu mudez. Y la respuesta es, sí, te quiero.
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