Pedro Baños (León, 1960) tiene una trayectoria y una presencia mediática muy poco habituales para los estándares de un militar de nuestro país. Puede presumir de haberse formado en lugares muy diferentes como Israel, Turquía y China, en los que ha incorporado una visión muy amplia del mundo que le ha permitido ser consciente, como pocos, de la excepcionalidad europea. Quizá precisamente por ello ha desempeñado la jefatura de la contrainteligencia europea en Estrasburgo, conocedor de que la historia, los valores y las prioridades del resto de estados son muy diferentes a los nuestros.
Me recibe en su casa en Madrid antes de su intervención en el evento “Cruce de Caminos”, organizado por Banco Caminos y Bancofar. Su éxito editorial con sus dos libros, Así se domina el mundo y el más reciente, El dominio mundial (los dos publicados por Ariel), supone una feliz excepción, tanto por su temática como por su rigor. Si en el primero trató las estrategias del poder, en el segundo se ha centrado en sus elementos, y nos confiesa que está preparando un tercer libro. En todos ellos ha hecho un gran esfuerzo para desvelar el oscuro funcionamiento del poder al gran público, democratizando una disciplina fría y a veces opaca como es la geoestrategia. En su aventura editorial ha demostrado vocación de servicio y un eclecticismo rayano con la heterodoxia por el que ha pagado un alto precio. Pero insiste en que siempre pensó y pensará lo mismo sobre el mundo que nos rodea y está encantado de compartirlo con los lectores de Zenda.
—Una de las cosas más originales de sus libros es que no se centran en una visión normativa de lo político —basada en las instituciones, los procesos e incluso los valores— sino que parte de la naturaleza de un poder maquiavélico. ¿Qué puede decirnos sobre él?
—Ahora mismo todo lo que se está realizando en el ámbito geopolítico hay que pensar que se hace con un carácter absolutamente global. Antes se podía hablar de una geopolítica con ‘g’ minúscula, constreñida a ámbitos geográficos muy limitados, pero ahora esa ‘G’ es mayúscula. La geopolítica tiene carácter planetario y podemos hablar de Geopoder. ¿Cómo se obtiene? A través de muchas estrategias, algunas de ellas básicas y que vemos a diario, a través de la economía. Vemos cómo se trata hoy en día de subyugar a países enteros a través de sanciones, aranceles, embargos o bloqueos que pueden causar graves daños. Hablamos de transformar lo que antiguamente hubiese sido el asedio de un castillo para que la población se rindiese por hambre y sed a los asaltantes, pero hoy en día se hace con países enteros. Al final, el poder económico conduce al poder absoluto: una economía solvente te permite disponer del resto de instrumentos del poder porque con él puedes comprar bienes, servicios… y voluntades. En eso consiste el poder, en imponer tu voluntad sobre la de los otros.
—En este sentido, y creo que en contra de la tendencia mayoritaria, suele caracterizar al sistema internacional como ‘westfaliano’ atribuyendo poco peso al derecho y las organizaciones internacionales, al multilateralismo y la parsimonia de las deliberaciones. Según su perspectiva, el estado sigue siendo protagonista fundamental de la geopolítica. ¿Se debe a su condición de militar y a la importancia de los ejércitos estatales o es por otras razones?
—Creo que la realidad nos lleva a ello. El estado sigue teniendo un grandísimo poder. Otra cosa es que, precisamente por eso, quien lo gobierne haya sido ayudado en su momento por otros poderes políticos, económicos, mediáticos —nacionales o extranjeros— para llegar a esa posición y obtener beneficios. Pero el poder del estado, y los ejemplos son contundentes al respecto, es la personificación del verdadero poder. Podemos hablar de Rusia cuando llega Putin, en la que había oligarcas, verdaderos multimillonarios que, por el hecho de disponer de esas fortunas, todos pensaban que eran absolutamente intocables. En China, con una economía más dirigida, sería más lógico pensar que habría una relación más íntima entre el mundo empresarial y el estado. Sin embargo, en Estados Unidos los ejemplos son exactamente los mismos: Trump le da órdenes a Google para que deje de hacer negocios y asuma su estrategia contra China y ha instado a otras multinacionales a que repatríen sus capitales del exterior. En Francia, la ayuda que proporciona el estado a sus empresas para que actúen en el exterior es máxima. También hay que pensar en países, incluyendo a Estados Unidos, que para favorecer a sus empresas —su penetración o impedir que fuesen expulsadas de algunas zonas geográficas— han llegado a dar golpes de estado. Una empresa puede tener poder económico, que es mucho, pero no es suficiente. La maquinaria estatal, la administración —los servicios de inteligencia, la diplomacia, las fuerzas armadas— aunque sea lenta y, a veces, incluso torpe, tiene un poder inmenso, tal y como demuestra en sus estrategias de dominio planetario.
—A pesar de todo, ¿no cree que hay una tendencia general, con retrocesos y sombras como en la actualidad, a la domesticación de los poderes salvajes? Las constituciones han dividido y limitado progresivamente el poder y ha habido una creciente participación de la ciudadanía. También se han impedido las concentraciones empresariales excesivas. Los sindicatos y las regulaciones laborales y fiscales han sido redes de seguridad para la sociedad. ¿O más bien han sido paréntesis o espejismos de una historia bien distinta?
—Me temo que nos estamos enfrentando a la situación como europeos. Pero eso no es lo que está pasando en el resto del mundo. La tendencia que me parece más clara en el mundo es hacia un mayor autoritarismo y una mayor concentración del poder en todos sus ámbitos. Estamos caminando hacia formas de ejercer el poder muy alejadas, cada vez más, de una verdadera democracia liberal. Los casos de Rusia, China e India, en la que el señor Modi ha alcanzado una mayoría muy importante en la democracia más grande del mundo. Pero no hay que olvidar a Bolsonaro en un país tan importante en América como Brasil. Se está produciendo un giro hacia el autoritarismo y la concentración del poder. En muchos sitios la pregunta ya está abierta: ¿por qué la democracia tiene que ser el mejor sistema? En muchos sitios se pregunta qué es lo que necesita un ciudadano. A lo mejor no necesita votar cada cuatro años y muchas veces para que exista este mercadeo y el hastío que produce la corrupción en la ciudadanía. En muchos lugares se están planteando otras fórmulas —seguridad, desarrollo económico…— que a lo mejor no van ligados necesariamente a un sistema democrático. Hay un cambio de paradigma en todo el mundo y en todos los aspectos. La aceleración de los acontecimientos nos cuestiona como europeos, que pensábamos que habíamos alcanzado el culmen de la civilización. La democracia ya se inventó, es verdad que mucho más imperfecta, hace muchísimo tiempo y quizá ahora estemos en otro movimiento del péndulo que pueda llevarnos a fórmulas completamente diferentes.
—En este sentido, está siendo muy popular la comparación de la situación actual con la de los años treinta del siglo pasado y el auge de los totalitarismos. En su libro llama curiosamente la atención sobre este periodo, entre 2020 y 2030, que será crucial. ¿Hay algo hoy en día que impida una repetición de lo que sucedió hace cien años?
—Hay muchas semejanzas. Curiosamente, en el año 1930 Estados Unidos aplicó una ley arancelaria que es muy similar a la que está llevando a cabo ahora mismo. Al final se trataba de, en el contexto de la crisis del 29, impedir que los productos de otros países, muy especialmente los europeos, y dentro de ellos los agrícolas, invadieran su mercado. No es baladí, porque Estados Unidos está viendo que se avecina ese año 2030 en el que puede producirse un punto de inflexión y deje de ser la gran potencia. Hay otras, muy especialmente China, que no sólo pueden quitarle buena parte del pastel, sino que pueden adelantarle claramente con otro modelo que, como hemos comentado, es muy diferente. Estados Unidos está reaccionando, está tratando de reafirmar su poder en el orden geopolítico y geoeconómico mundial. No sé si somos plenamente conscientes de este cambio de paradigma. Hasta ahora hemos vivido una guerra fría, luego un momento, desde 1991 hasta hace prácticamente cinco años, en el que Estados Unidos ha hecho y deshecho a su antojo, siendo el señor absoluto del planeta en todos los órdenes. Pero de repente, por inadvertencia o falta de atención de sus líderes políticos —no tanto de sus servicios de inteligencia—, se ha dado cuenta de que esas potencias le están poniendo en una situación delicada. En este contexto se entiende bien la reciente visita de Trump a Europa con motivo de la conmemoración del fin de la Segunda Guerra Mundial, ¡en la que ha amenazado a todos los líderes europeos si continuábamos con los esfuerzos de tener un ejército europeo y nuestra propia industria de defensa! Estamos en un momento de máxima tensión, incluso entre quienes hemos sido aliados y amigos durante mucho tiempo.
—Yo tiendo a pensar que lo que nos separa de los años 30 es la fortaleza institucional. Entonces había democracias jóvenes y frágiles, unos sistemas de protección social muy rudimentarios que no fueron suficientes ante el crack de la bolsa de 1929 y un sistema internacional permisivo con el imperialismo. Cuando llegó la crisis de 2008 había democracias consolidadas, sistemas de bienestar más o menos desarrollados y un sistema internacional muy diferente. ¿Por qué, sin embargo, se habla cada vez más de una posible guerra abierta entre Estados Unidos y China?
—Los pronósticos no son precisamente halagüeños. Hay que pensar que estos enfrentamientos que se inician de forma económica contra los rivales que empiezan a consolidar economías muy solventes han terminado prácticamente todos en conflictos militares. El caso más famoso es el de las guerras del Peloponeso y la famosa «trampa de Tucídides» pero hay muchos más ejemplos. A mí me gusta hablar de las guerras púnicas: Cartago empieza a despertar económicamente pero Roma no le presta la debida atención porque no tiene capacidad militar. Pero Catón avisaba al final de cada discurso en el Senado: «Carthago delenda est». Sabía que cuando Cartago terminase de consolidar su posición económica, todo lo demás vendría después. También está el caso de Japón antes de la Segunda Guerra Mundial. El problema es que el adversario que le ha salido a Estados Unidos es verdaderamente gigantesco en población, capacidad económica y tecnológica y en su capacidad de influencia en tantos escenarios. Pensemos que tiene fórmulas sociales y laborales que no tienen nada que ver con las nuestras: allí se propugnan jornadas de trabajo que duplican las nuestras. ¿Cómo van a competir los estadounidenses si además les triplican en número? Por si fuera poco, ya no producen bienes de baja calidad, sino la más alta tecnología: 5G, automóviles eléctricos, carrera espacial… Por último, si a todo eso se añade un sistema político cuyos líderes, en lugar de estar pensando en su problema personal de revalidar dentro de cuatro años, no tienen ese «problema» de las elecciones y hacen estrategias a cincuenta años vista…
—¿No hay ningún freno? Quizá no lo sea la comunidad internacional, o los líderes de las potencias en declive, pero… ¿y las armas nucleares?
—Efectivamente, las armas nucleares son un gran freno. Estamos inmersos en la guerra, pero hoy por hoy es fundamentalmente económica. También estamos en guerra permanente en el ciberespacio o, por decirlo mejor, en el espectro electromagnético. Pero lo que se hace es buscar terceros escenarios de confrontación. Las grandes potencias evitan enfrentarse directamente para evitar ese riesgo de escalada que derive en un enfrentamiento nuclear. Tenemos el caso de Siria, hemos tenido el caso de Venezuela —que no quiere decir que no haya problemas internos, pero evidentemente es un ejemplo de enfrentamiento entre potencias— y tenemos el caso de Irán. Todos los conflictos son poliédricos y tienen muchas caras y aristas sobre las que las grandes potencias pugnan por el poder. Fue lo que pasó en la Guerra Fría, de otra forma, porque se usaban más frecuentemente fuerzas propias y ahora se usan más las medidas económicas, cibernéticas, el patrocinio de grupos insurgentes o, llegado el caso, contratistas militares. Pero la guerra está ahí. Al final, antes o después, termina saltando una chispa que nos lleva a otro tipo de enfrentamiento. No sabemos lo que puede pasar en el estrecho de Ormuz. ¿Y si un día estalla un buque americano? ¿Y si en los cruces de aviones en mar Báltico entre fuerzas de la OTAN y de Rusia hay un accidente? Hay que ser muy prudente, pero una cosa es clara: el poder decreciente es mucho más peligroso que el creciente. Cuando has tenido algo y lo pierdes es cuando más duele, y puede convertirse en una fiera que intente por todos los medios conservar su poder, sin descartar un conflicto convencional de alta intensidad. Por otro lado, en relación al poder nuclear, me parecen muy peligrosas las armas nucleares tácticas, mucho más que las estratégicas —que no son ni estratégicas, son políticas— para ejercer esa disuasión de la que hablamos antes. Las armas nucleares tácticas no están recogidas en ningún tratado internacional y se podrían utilizar con relativa facilidad en escenarios de confrontación. De las estratégicas, por último, se han roto los acuerdos, especialmente después de 2015, cuando Rusia se anexiona Crimea.
—Después de un análisis frío del poder, de sus estrategias, de sus elementos, de los servicios diplomáticos y de inteligencia, escuchar que «no sabemos lo que puede pasar» o que «puede pasar cualquier cosa» en relación con determinados «accidentes» es desconcertante. ¿Son cosa del azar o de la necesidad, son «cisnes negros» o muchos de ellos están planificados?
—No descarto que haya accidentes, pero sin duda hay planificaciones, y muchas de ellas se nos escapan. Yo lo comparo con el ajedrez: si te estás iniciando o tienes cierta experiencia, puedes ver varias jugadas por delante, pero un profesional, un verdadero genio, ve muchas más. Hay verdaderos profesionales, e incluso genios, de la geopolítica y de la estrategia que saben cómo manejar situaciones o condicionar poblaciones para que apoyen o toleren la entrada en un conflicto. Pero hay que pensar que quien lleva a cabo todas estas acciones son seres humanos que están movidos por las mismas pasiones, debilidades, y pecados capitales —como pongo en la parte final del primer libro—. Esa ambición desmedida, el egoísmo, la avaricia… se desarrollan mucho más en las capas altas de la sociedad, y no tanto en las capas más humildes. Hay muchos ejemplos en la historia de cómo la personalidad ha tenido un efecto claro en el desarrollo de los acontecimientos. Es verdad que luego están sometidos a muchas presiones, lobbies, etc. Pero cuando pasa algo es muy sencillo culpar a los servicios de inteligencia por no haber asesorado adecuadamente a los líderes políticos. El problema es que ellos muchas veces toman decisiones irracionales, o que parecen irracionales porque en realidad obedecen a motivos mucho más humanos o personales. Además, nadie inicia una guerra pensando que la va a perder. Todo el mundo piensa que la va a ganar, y además rápido. A veces incluso la consideran rentable y beneficiosa. El problema es que cuando se inicia una guerra es muy difícil saber lo que va a pasar.
—Respecto a los líderes, es verdad que quizá su personalidad haya podido tener mucha influencia en la historia pero en la actualidad, ¿no están rodeados de cada vez más profesionales de la estrategia que, en la administración civil y militar, enfrían sus rasgos de carácter?
—Esto es una constante en la historia. Incluso los líderes más remotos de la historia estaban influidos por los astros, los magos, por el poder religioso… Siempre ha habido limitaciones, evidentemente, pero no significa que las instituciones no varíen su forma de actuar dependiendo de quién las dirija. Eso es una auténtica realidad. Otra cosa es que aquellos que rodean al líder puedan encontrar la forma de desembarazarse de él si piensan que actúa en contra de la nación, pero es que el líder también tiene la capacidad de hacerse rodear de personas más afines entre quienes dirigen la administración. Además, en cada parte del mundo estos conflictos se interpretan de forma diferente dependiendo de la idiosincrasia de los pueblos. Existen muchos lugares en los que el héroe, la persona heroica, sigue siendo muy importante. En Europa estamos en el punto contrario, aunque en la mayor parte del mundo sea diferente.
—Si la personalidad del líder es tan influyente, ¿no podría ser que estemos regresando de alguna forma a la impulsividad de los años 30 por un exceso de testosterona? No ha habido muchas mujeres dictadoras… ¿Cree que cambiaría algo si las líderes fuesen mujeres?
—Podría ser, pero no estoy seguro de que el cambio fuese sustancial. Tenemos mujeres en Europa muy radicales. Tenemos, por ejemplo, el caso de la señora Le Pen —con todo el respeto a sus ideas políticas—. Recientemente, la primera ministra de Corea del Sur fue obligada a dimitir porque no parecía que contase con la confianza para seguir gestionando el país. Está el caso de Dilma Rousseff en Brasil, que también ha sido acusada de corrupción. Con esto quiero decir que a mí me gusta hablar de personas, y cuando hablemos de verdad de personas creo que será el momento en que la mujer sea considerada como una persona más. Todavía nos queda por alcanzar ese momento, pero personas hay buenas, malas, inteligentes, torpes, bien y malintencionadas exclusivamente como personas. Creo que lo democrático es considerar a todo el mundo por igual y pensar que todas las personas están sometidas a las mismas debilidades respecto al poder.
—En este tiempo hemos hablado de las instituciones internacionales, de los estados, de la administración, de las empresas, de los lobbies… pero hay un actor desaparecido. ¿Qué poder tiene la sociedad civil, las personas —precisamente— para no dejarse manipular y dominar?
—Lamentablemente, las sociedades están muy manipuladas, condicionadas y dirigidas, y es más fácil intentarlo, e incluso conseguirlo, de lo que nos gustaría pensar. Este exceso de información que sufrimos de modo constante —la «infoxicación»— no nos deja muchas veces madurar la información que recibimos, hace que no seamos capaces de reflexionar y de tener nuestro propio criterio o nuestros momentos de duda, que es lo que realmente genera la sabiduría. Ojalá tuviéramos más capacidad de influencia y ejerciéramos ese derecho soberano que nos habían dicho que teníamos en las democracias de ser la fuente del auténtico poder, pero yo creo que no es así. En muchos casos, los movimientos sociales están muy bien orientados, y a través de Internet y de la mensajería instantánea es muy fácil movilizar a las poblaciones removiendo los afectos de la gente para tomar decisiones que inicialmente pensábamos que no tomaríamos. Igual que Orson Welles hizo creer a la gente que se estaba produciendo una invasión extraterrestre, hoy mediante la imagen pueden influirnos mucho más.
—¿No hay posibilidad para que el poder evolucione de alguna manera de su estado salvaje y se convierta en algo inteligente?
—¡El poder es muy inteligente! Pero siempre va a ser egoísta. El que tiene el poder no quiere perderlo jamás. Como decía Fidel Castro, «el poder no se reparte» y debe ser absoluto para ser verdadero poder. Además, tiene otra característica: tiene que dar miedo a los demás para evitar que en el exterior o el interior alguien quiera rivalizar por ocuparlo. El poder tiene que ser inteligente para mantenerse en el poder. Otra cosa es que esté sometido a esas pasiones y debilidades humanas de las que hemos hablado antes.
—Me ha llamado mucho la atención una frase de Wellington Webb que recoge en el libro: «El siglo XIX fue el de los imperios, el siglo XX el de los estados y el siglo XXI el de las ciudades». Hasta el punto de que hoy se habla de ciudades fallidas tanto como se habla de estados fallidos. ¿En qué consiste la dimensión urbana del poder?
—Uno de los grandes condicionantes a los que me refiero en el libro que están modificando la geopolítica es la demografía y, una de sus dimensiones es la urbanización que se está llevando a cabo en todo el mundo. Estamos hablando de ciudades con decenas de millones de personas que son estados por sí mismas. Hay ciudades en China que tienen un producto interior bruto más elevado que algunos de los principales países del mundo. Por lo tanto, las ciudades van a tener cada vez mayor relevancia. Lo estamos viendo también en España: se está despoblando el interior y Madrid cada vez atrae a más personas y el poder que se ejerce desde Madrid es cada vez más grande. Si este fenómeno lo trasladamos a las megaciudades de América, África o Asia, la concentración es muchísimo mayor, generando verdaderos monstruos urbanos. Quien controle esas ciudades, sus economías y poblaciones, va a tener un poder fundamental.
—Es verdad que durante el libro habla de dos vectores fundamentales, la tecnología y la demografía. Quizá podríamos hablar de un tercer factor, que está tratado de forma transversal en el libro pero al que no se dedica un capítulo como tal: me refiero al cambio climático. ¿Por qué no darle una entidad semejante?
—Antes que de cambio climático prefiero hablar de crisis climática, que es lo que estamos viviendo y, como tal crisis, tenemos que afrontarla para saber superarla. La crisis climática está muy relacionada con los procesos migratorios. La desertificación de territorios, la pérdida de recursos hídricos y por tanto alimentarios, conducen a movimientos migratorios masivos. Tenemos que ser muy conscientes de ello. Si enlazamos una demografía creciente con esa pérdida de recursos vitales, los habitantes de esos territorios a algún sitio tienen que ir para sobrevivir. Es fundamental interpretarlo así. Pero no olvidemos que el cambio climático tiene muchos flecos, beneficia a algunos países cuyos territorios están congelados y en los que no pueden establecerse personas ni extraerse recursos. Por ejemplo Canadá y Rusia pueden verse favorecidos por el deshielo del ártico y el control de las nuevas rutas comerciales. También hay países que saldrían muy perjudicados: algunas de sus principales ciudades se hundirían y algunos estados insulares simplemente desaparecerían. Pero incluso en las situaciones más penosas siempre hay alguien que sale menos perjudicado que otros. Lo que pasa es que no me quise meter demasiado en ello porque a lo mejor dedico un tercer libro precisamente a analizar las consecuencias de la crisis climática y a si es posible evitar la ruina total del planeta. Si fuese por el editor ya estaría escribiéndolo, pero estoy inmerso en muchas actividades y proyectos que no me dejan mucho tiempo. Con este segundo libro me encerré tres meses en verano solamente para trabajar en él. Había pensado hacer lo mismo este verano pero, aunque empezaré, no creo que tenga capacidad de terminarlo hasta finales de 2020.
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