De la Luna a Nueva York, pasando por Kioto, Venecia, el mar o el Duero, presentamos las diez historias de viajes seleccionadas en nuestro concurso. Este viernes anunciaremos el ganador, que recibirá 2.000 euros, y el finalista, cuyo premio es de 1.000 euros. En este concurso de Zenda, patrocinado por Iberdrola, han participado más de doscientos autores, que han podido publicar sus historias viajeras en Instagram, Twitter y Facebook, además de en sus blogs, y que las han presentado en nuestro foro.
El jurado de este concurso lo forman Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez
Ofrecemos las diez historias que optan a los premios. Al resto de los relatos se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.
1
Rosa Rmg Mateos
Tras pasar varias semanas en un globo, llegué hasta la Luna y en su polvoriento suelo bailé con un rayo verde, hasta que la explosión de un meteorito me arrastró al fondo del mar, donde un calamar gigante convirtió mis huesos en cuscús.
Por eso me fui hasta Siberia y allí conocí los secretos de este mundo en los ojos de los tártaros.
Horas más tarde, para matar el frío, me introduje en las entrañas del planeta, y abracé a los dinosaurios no extinguidos y jugué a la comba con un tigre de Bengala.
Pero la luz de un faro misterioso me atrajo como a las polillas y me convirtió en una peonza que giró a su alrededor ochenta días, y…
No.
No volveré a leer nada de Julio Verne antes de dormir.
Son agotadoras sus oníricas digestiones.
***
2
Cosme García López
Ese día Marita se encontraba perdida en alguna página de “Retrato de una Dama”, de Henry James. Fue una primavera de esas, donde los cerezos florecen antes y el sol dibuja claros entre las flores, sobre la alfombra verde de los arrozales. Todo parecía una pintura de Monet, cuando el timbre la sacó de sus pensamientos. El mensajero extendió la tablet y firmó el recibí a cambio de un pequeño paquete. Su origen no le resultó desconocido al estar escrito en japonés, un idioma que le parecía imposible aprender. Su olor sobresalía a través de los poros del delicado envoltorio; un precioso papel de arroz decorado a mano con flores de cerezo. Lo acercó a su nariz y el aroma dulce e intenso le hizo volar sobre las montañas de Kioto. Sobre la cuidada etiqueta, la caligrafía manuscrita indicaba el contenido: Té Ujicha (Kioto). Impaciente abrió el bote de bambú. Su color verde intenso y su finura eran exquisitos. Metió el meñique y lo saboreó. Era tal como lo recordaba, dulzón e inigualable. Desenrolló el pequeño pergamino escrito en un básico inglés, mientras el agua hervía:
“Mi querida okusan, no puedo olvidar aquel viaje hace ya muchos años. Entonces quizá fuera demasiado joven para apreciar tanta belleza, oculta por mi deseo. Ahora que la edad ha pintado mi cabello del color de esas flores, me arrepiento de no haber disfrutado de esos paseos iluminados por tu sonrisa, no haber besado el suelo que acariciaron tus pies y no haber sido capaz de abrir tu corazón para saborear tus sentimientos. Me queda poco tiempo y ha llegado el momento de aprovechar cada segundo de mi vida. Aquel día, cuando paseábamos por la senda que conduce a los recolectores de té, dónde se prepara el tencha, mientras admiraba tus piernas saltando de piedra en piedra, quizá fuera uno de los más felices. Era tu último día en Uji y tenía la esperanza de que la ceremonia del té ablandara tu corazón y nada acabara. Te escuché, intenté decirte lo que no pude, te ofrecí mi vida en aquel cuenco de té y no pude entender tu negativa. Después de tu marcha, hablé con nuestro amigo James san y lo entendí todo. Fue un impulso irrefrenable, cegado por los celos. Sé que fuiste feliz, incluso en tu soledad. Ahora que eres libre volvería a pintar tu cuerpo con un kimono de seda, a disfrutar de la sombra de tu cuerpo y probar esos labios con el sabor del Matcha. Pero ya es tarde mi amor. Éste es nuestro último té juntos”.
Marita, no pudo reprimir una lágrima. El silbido de la tetera inundó la cocina. La retiró del fuego y se dirigió al precioso aparador japonés que recibía los invitados a su casa. Dentro, en una caja de madera tallada a mano, reposaba desde su viaje a Uji, el juego de té Matcha. Vertió el agua, a la temperatura exacta en el chawan y lo removió con el chase hasta formar una espuma consistente. Lo depositó sobre la bandeja y lo dejó reposar un par de minutos, el tiempo necesario para desnudarse por completo y vestirse el kimono azul eléctrico de seda.
Se sentó de nuevo en la mesa de su jardín, frente al sol primaveral, mientras la taza humeante dibujaba la neblina del monte Fuji y dos lágrimas recorrían sus mejillas hasta la comisura de su sonrisa. Respiró profundamente y cerró los ojos mientras se acercaba el cuenco a sus labios.
“Mi querido Hideki, a veces un momento hace que la vida cambie. Este té, nuestro último té, me hace tan feliz ahora… Que todo este tiempo pasado, desde aquel día que te dije no, te he querido, aún sin saberlo…”
Marita acarició sus piernas, pensando en la atenta mirada de Hideki; en aquellos ojos oblicuos y risueños, mientras que el kimono acariciaba su piel desnuda, agitado por la brisa. Se pintó sus labios maduros del verde único del Ujicha y dejó que el placer le llevará hasta sus brazos. En el horizonte, los cerezos se fueron cubriendo de deseo.
***
3
El vestido nuevo, las ganas, aquellas sandalias de esparto que compré en nuestro viaje a Venecia
Silvia Carrandi
El vestido nuevo, las ganas, aquellas sandalias de esparto que compré en nuestro viaje a Venecia…
Iba tirando cosas sobre la cama. Midiendo espacios. Doblando bragas.
Los vaqueros esperaban el veredicto sobre la almohada, los recuerdos se encerraban entre tú y yo, sin decir nada.
Las caricias, el neceser, cuatro miradas.
Las canas deshacen rizos y te acorralan.
Te encuentran…, sentada en una maleta para aplastarla,
palpando en el corazón para cerrarla.
El rugir de la edad, diente de león, flores de pascua.
Esa olla a presión que nunca estalla,
larga es la cremallera que nos amarga.
Las arrugas, el mar, ojos con brillo.
Vicios en un ascensor, bebés que lloran.
Vísceras de un amor que nos embarga; mueren en el corazón, fieles a nada.
Enfrente los mismos miedos, las mismas balas.
La tensión, a punto de romperse en un abrazo: el amor, el dolor, el fuego y la calma, la cabeza y el alma.
Suspirar. Olvidar. Contener. Alejar.
Marear la alianza.
Al final, la maleta otra vez, sobre la cama:
El vestido sucio, sin ganas, aquellas alpargatas de loneta azul que compré enfurruñada: una tarde de mucho calor, por Malasaña.
***
4
Eva Abal
Soy gallega. Aunque mi provincia es la única que no tiene mar, el olor del mar es mi olor preferido. No hay nada que se le parezca. Lo mío es el olor del mar. Lo añoro siempre desde el interior de Galicia y desde el de mí misma.
Siempre pienso que si pudiese guardaría el olor a algas en un bote de cristal. Bajaría con tarros a la playa y los llenaría de la brisa marina, para abrirlos después cuando me entrase la maldita ansiedad. En esos momentos en los que me cuesta respirar, en los que echo a correr, a veces por no mirar atrás y otras por no atreverme a dar la cara.
Nos encontramos por casualidad. Me dijo que a él también le gustaba el olor del mar
Curiosamente, en Argentina a todos los españoles les llaman gallegos, supongo que por una extensión del término de cuando aquellos primeros emigrantes de la época de mis abuelos cruzaban el charco desde Galicia en busca de un futuro mejor. Tal cual, con una mano delante y otra detrás. Muchos no tenían nada que perder. Huían de la guerra o alguien les había dicho que allí les esperaba la buenaventura. Tal vez no fuese del todo cierto, pero ellos así lo creían. Se iban a vivir su particular sueño americano. Tercos como mulas, rudos. Trabajadores natos llenos de ilusiones.
De algunos nunca se volvió a saber. Otros mandaban cartas de vez en cuando, como Virgilio, el hermano de mi abuelo, que escapó a Cuba para no volver. Y otros, claro, regresaban habiendo hecho pequeñas fortunas. Ensayaban entradas triunfales a sus pueblos, con una procesión de niños pequeños que correteaban a su alrededor, como si llegase una personalidad importante. Iban vestidos de blanco, con trajes caros para la época y que se llenaban del polvo de calles aún sin asfaltar. Ellos venían de la gran ciudad.
– ¡Viva la Argentina! – Coreaban emocionados algunos vecinos.
¡Y las madres…! ¡Ay, las madres! Esa sonrisa y ese orgullo de madre esperando con una olla de caldo en la cocina, pan recién amasado, una lágrima en el ojo y un abrazo que les había tardado toda una vida…
Empezamos a hablar y me dijo que pronto se marcharía a Argentina
Mi tierra está llena de faros. La línea de costa es recortada, sinuosa y muy extensa. En verano puedes encontrarte con días de sol infinitos y playas sin gente. Muchos faros. Un faro en cada cabo que arremete contra el Atlántico.
En Argentina también hay muchos faros. Todos presididos por el famoso Faro del Fin del Mundo en Ushuaia.
– ¿Me esperas? – Le pregunté. – Si me esperas me voy contigo a Argentina.
A mí me daba igual que fuese cierto o no. Que me fuese a esperar, digo. En aquel momento solamente necesitaba una excusa para huir de una Galicia interior que privaba mis instintos. Me faltaba la brisa y la distancia a la costa se me hacía interminable. Yo soy gallega, y siendo gallego uno siempre está listo para emigrar. En Argentina había mar, había playas y faros. Con eso me bastaba.
Hacía años que quería recorrer aquel litoral y encontrarme con el verano gélido del sur del mundo, donde parece que la noche no va a llegar nunca. Donde huele mucho a mar. Donde hace frío y las montañas siempre están nevadas.
Me esperó. Así que me fui con él.
Llegamos al sur. No me importaba el incansable pero agotador viento patagónico. Yo solamente quería oler el mar del fin del mundo. Necesitaba saber si al otro lado del Atlántico la sal y las algas acompañaban también a esa brisa que adormece mis sentidos. Soy la viajera de la sal del mar. La loca de los tarros de cristal.
Me olvidé de todo. Me planté delante del Faro del Fin del Mundo y me quedé helada como el viento. Podía oler las palabras de Julio Verne mientras me acordaba de toda mi Galicia entera. El océano al sur del sur traía casi el mismo olor. Aunque allí era más frío y resultaba más saciante. No pude moverme. Estaba plantada con el Canal de Onashaga a mis pies, como si yo fuese la reina del sur, inmune al paso del tiempo. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero podría haber pasado toda una eternidad. Podría haber presenciado la casi guerra entre Argentina y Chile. Ver a yaganes y kawésqar navegar en sus canoas, cuando aún eran los dueños de aquellas aguas y canales fueguinos. Haber avistado el HMS Beagle mientras Fitz Roy se llevaba a Jemmy Button. O escuchar alguna de las atrocidades que Darwin escribiría tiempo después sobre aquellos pueblos originarios y que una vez me revolvieron el estómago.
Pero no pude. Me enmudeció el mar. Se me entumeció el pensamiento. Me quedé clavada mientras se me requebraba el alma como a la Alfonsina de Mercedes Sosa. Era nuestro momento. El mío, el de Argentina y el mar.
Volví a Galicia. Con él. Y en la mano, un tarro de cristal.
***
5
Estela Hernández de Mingo
No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, pero esas casas no eran las que veía normalmente en sus paseos diarios. Tampoco había visto nunca esa corriente de agua que le maravillaba. Le dijeron que se llamaba “río Duero”. El río Duero le gustaba, porque estaba lleno de barcos, grandes y pequeños. Nunca antes había visto un barco de verdad. Donde él vivía no había ríos.
Recordaba haber subido a un avión. Sabía lo que era porque los había visto muchas veces por el cielo. Le gustaba señalarlos para que todos supieran que los estaba viendo. Pero era la primera vez que se montaba en uno.
Le habían enseñado las nubes. Estaban por debajo de ellos, así que supuso que estaban volando por el cielo, siendo ellos los destinatarios de las miradas de otros niños que lo veían desde el suelo. Y después se había dormido. Cuando despertó ya estaban allí. “Oporto”. Allí le dijeron sus padres que estaban. “Estamos en Portugal”, habían añadido.
Él no sabía lo que era Portugal, pero le dio la impresión de que estaban muy lejos de casa.
Sus ojos verdes reflejaban todo lo que veía: el río, los puentes, las casas, las gaviotas, la gente… Esa gente a la que no entendía. Porque él aún no hablaba, pero entendía todo lo que se decía a su alrededor. Cuando estaba cerca de casa, porque allí no.
Pero le gustaba. Le gustaba esa sensación de estar lejos de casa, de conocer nuevos lugares. “Viajar”, le habían dicho que se llamaba. Le gustaba viajar.
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6
Nuria Rozas
Metió en un macuto lo imprescindible para su viaje y navegó por bravos océanos en el velero, del que también disfrutó su difunto padre, hasta tierras lejanas. Luchó a muerte contra gigantes de numerosos brazos y se escondió con destreza de la bola de fuego que le perseguía insistente. Pero a las cinco en punto, cada tarde de aquel verano, ya no impedía que el sol le acariciara en su regreso; con un alegre gesto se despedía de los árboles y sorteaba, de un salto, el charco que se formaba en el jardín, velero en mano, justo delante de la entrada de la casa de la abuelita, que lo llamaba a voz en grito para merendar.
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7
Eduardo Corrales Moreno
No conseguíamos averiguar qué cruce tomábamos mal cuando volvíamos a la casa que casi se había convertido en nuestra casa. El bosque convertía en un laberinto el mapa de carreteras de aquel lugar. Todos los caminos se parecían y unos terminaban desembocando en otros. Por las tardes, solíamos acercarnos al pueblo para comprar algo de comida y tomar una cerveza en su único bar. Nos sentábamos junto a silenciosos y escrutadores lugareños, sin duda intrigados de qué estaríamos haciendo allí. No parecía gustarles no saberlo. Si nos lo hubiesen preguntado, ¿qué les habríamos dicho? Tampoco nosotros lo sabíamos, para ser sinceros. Pero qué importaba eso, lo único importante —si acaso— era que estábamos allí, tan lejos, al fin.
Salíamos del pueblo despacio, con vergüenza de romper su quietud con el ruido del coche. Bajábamos las ventanillas y respirábamos como si fuera algo que hacíamos por primera vez en la vida. Conducía con calma, pero en algún punto me desviaba sin querer por una carretera diferente a la que cogíamos de ida. Todas se parecían, pero esa que cogíamos por error, aunque nos obligaba a recorrer más kilómetros, nos regalaba unas vistas insospechadas y majestuosas de la playa, desde lo alto del bosque. Nos emocionó tanto ir a parar allí la primera vez, que no pudimos decir nada. Y así cada tarde, de vuelta del pueblo los ojos se nos ponían de un gris amarillento, yo conducía despacio y ella me decía: “no mires, es precioso pero no apartes la vista de la carretera”. Y yo le hacía caso, atemorizado de que alguna de aquellas tardes descubriéramos el camino correcto.
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8
César Palacio
Despertó en medio de una espesa marejada. Confundido, enseguida hubo de bregar contracorriente para evitar el ahogamiento. Sus esfuerzos, sin embargo, resultaron vanos. Una tempestad se desató, liberando toda la furia contenida del oleaje. Durante el fenómeno, un amplio remolino se abrió a sus pies. Ondas concéntricas trazaban espirales que poco a poco iban arrastrándolo al núcleo. Giro. Giro. Giro. Poseidón parecía disfrutar con el juego. Era como remover los posos de un buen caldo. Giro. Giro. Giro. Y el remolino lo absorbió.
Con los músculos agarrotados de resistirse inútilmente, acabó dejándose llevar. Ahora, laxo y aturdido, gozaba de la calma que sucede a la tempestad. Ignoraba dónde había ido a parar. Observó a su alrededor en busca de sus compañeros de fatigas. ¡Qué vulnerables se los veía, vencidos por el remolino! Comprobó que, a pesar del abatimiento general, no se había producido ninguna baja. Ahora esperaba que perdurase el sosiego, de forma que pudieran tomar aliento y evaluar su situación. No recordaba qué había ocurrido antes del trance; tan solo retazos, pinceladas vagas y confusas. Limbo. Sí, sentía como si viniera de una especie de limbo, una frontera entre el mundo consciente y el inconsciente. Una línea de sombra. Todas esas sensaciones se agolpaban en su mente mientras reposaba en una improvisada balsa. Pero sus esperanzas de tregua no duraron mucho para él ni para sus congéneres, pues ahora era Eolo el que tenía ganas de diversión. El dios caprichoso número dos los impulsó con violentas ráfagas, iniciando así un nuevo descenso al Maelstrom. Pero el Maelstrom de esta historia no era un agujero sin fondo, como el sumidero de un pilón, sino una sucesión de descensos y ascensos poblada de corrientes de aire. Arrastrados por ellas, recorrieron un tubo en espiral que parecía no acabar. Pero sí, bastó apenas un leve empujoncito para volver a confundirlos. Sin previo aviso, quedaron suspendidos en un vacío donde perecieron unos cuantos. El abismo los reclamaba, sumiso a la misma fuerza que atrajo la manzana del árbol. Enseguida se produjo una transición. Un ligero plop, como el de un descorche, que dirigió a estos últimos soldados a La Gran Fisura.
La Gran Fisura consistía en dos paredes rosáceas y escarpadas que infundían respeto a todo aquel que osaba aventurarse tras ellas. “Dejad los que aquí entráis toda esperanza”, parecía advertir. Una nueva sacudida impelió a los marineros. Habiendo superado más fácilmente de lo esperado el estrecho (ni rastro de Escila y Caribdis), La Gran Fisura se iba ensanchando hasta desembocar en un gran embudo. Dentro de esa cavidad, el paisaje se les pintaba titánico e imponente, como le sucede a uno cuando pierde la medida de las cosas en un entorno desconocido. El embudo era un templo, dividido en una estancia central y un par de corredores. Debiendo someterse a los caprichos de los dioses de aquel santuario, sacrificaron a unas decenas de camaradas –que, entre muertes accidentales y ofrendas, habían sufrido ya una merma considerable–. Una vez apaciguada la sed de sangre divina, hubieron de decantarse por uno de los dos corredores para proseguir su viaje hacia lo ignoto. Resolvieron atravesar el de la izquierda. Apenas llevaban recorrida la mitad cuando se toparon con una mujer de figura redondeada y achatada. Se presentó como Calipso y afirmó que llevaba morando en aquel lugar un tiempo, aguardando a uno de ellos. Había en ella algo de incitante y sensual, un cierto aura de atracción fatal. A pesar de sus encantos, no demostró ninguna hospitalidad, pues negó el asilo a todos salvo a él. Los demás hombres, incapaces de asimilar su rechazo, optaron por el suicido, no sin antes observar impotentes cómo el Elegido se adentraba en los dominios de la arcana. Allí, ella lo sedujo. El sentimiento era mutuo. Con el paso de las horas, comenzó a sentirse abotargado y notó cómo iba perdiendo movilidad en las piernas hasta que de repente se le desprendieron del tronco. Fue una amputación indolora. Entonces, Calipso, al verlo en ese estado, lo engulló. Ahora él formaba parte de ella. Desde sus entrañas, experimentó un nuevo descenso por el mismo corredor que habían transitado poco antes. Bajaban rodando, como si se hubiesen adherido a la superficie de una roca esférica y bien pulida. Finalmente, el descenso cesó y todo quedó en silencio. Igual que sus piernas, ahora él entero se había disuelto en ella. Y ella en él. Formaban una unión que ni la fragua de Hefesto podría deshacer. Entonces supo que había llegado a casa. Recordó su vida pre-limbo y así todo cobró un sentido. Se le aclararon las imágenes que embotaban su conciencia, dándole la pista definitiva: patria. No era que lo esperase nadie, ni siquiera un perro viejo, sino que más bien él mismo había soñado con ese momento. Tampoco se trataba de ninguna misión divina, aunque cargaba con un terrible peso, el de la llamada de la naturaleza. Pero allí faltaba luz, mucha luz. Un faro para aquel puerto.
Mientras tanto, hubieron de aguardar ocho meses. Ocho meses de oscuridad y tinieblas. Al noveno por fin se hizo la luz. Lo bautizaron con el nombre de Ítaca, aunque tan solo era el principio, pues muchos otros barcos atracarían allí más tarde. Sin embargo, todos ellos tenían algo en común: el mismo punto de partida, Ítaca, siempre Ítaca.
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9
Francesc Barberá
Hace una semana que, huyendo del ritmo frenético de la ciudad, cogí la mochila y me adentré en mi garganta. En un primer momento acampé en los bronquios. Pero al ver los pulmones no tardé en marcharme de allí. Estaban totalmente negros. En el estómago la cosa tampoco me fue muy bien: olía fatal y había demasiada bilis acumulada. Días después me dirigí al cerebro. Al llegar al hemisferio derecho, en un surco del lóbulo frontal, me encontré a mi ex. Me dijo que llevaba un año allí metida y que ya era hora de que la sacara de mi cabeza. La ayudé a salir y le prometí que seguiría mi propio camino. Esta mañana he estado explorando el oído interno. Esto es como un laberinto, he pasado por el mismo conducto varias veces. Me ha dado tiempo de pensar sobre qué quería hacer con mi vida. Después de caminar durante horas me ha parecido ver una luz a lo lejos. He tenido la tentación de salir. Pero al final he decidido que me voy a quedar aquí dentro un poco más. Creo que estoy a punto de encontrarme a mí mismo.
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10
José Luis Conde Huelga
No me gusta viajar solo. Al menos no todo el viaje, puedo empezar acompañado, disfrutar del placer de compartir paisajes, museos, cocinas típicas, pero en un momento dado prefiero la soledad, viajar sin compañía. Es un rasgo que reconozco resulta extraño, incluso inquietante. He comenzado viajes con acompañantes que me fascinaban y sin embargo al cabo de un par días algo parecía romperse. Bastaba una sonrisa algo menos sincera, una falta de atención a mis comentarios o simplemente una broma a destiempo de mi acompañante, para que de repente ya deseara estar solo. Un deseo intenso, violento, a menudo incontrolable.
Y esto me ha ocurrido con independencia de la belleza del viaje. Hace tres años aquel recorrido en coche desde Nueva York hasta Toronto prometía abarcar todas las bondades de un road-trip. Me acompañaba Sandra, a quien había conocido unos días antes en un restaurante en el que trabajaba en Harlem, en la Quinta Avenida junto a la Estatua a Duke Ellington. Sandra no conocía Toronto, ni las cataratas del Niágara, un plan irresistible. La idea surgió durante uno de nuestros paseos por Central Park y no tardamos en organizarlo todo. Aprovechamos el fin de semana del Día del Trabajo, todavía hacía un calor húmedo y sofocante en ese septiembre neoyorquino.
Sandra llegó a la estación de autobuses antes que yo, con una puntualidad excesiva que primero me sorprendió, para después irritarme poco a poco. ¿Quién era ella para establecer los tiempos de este viaje? Los tiempos en los viajes son importantes, casi vitales diría yo, determinan cómo se disfrutan, cómo se viven.
El trayecto en dirección norte, hacia el upstate Nueva York se convirtió en algo incómodo, el calor parecía traspasar las paredes del autobús y hacerse agobiante. Nos esperaban seis horas de viaje, no podía soportar la idea.
Para cuando llegamos a Bighamton ya había decidido que el trayecto hasta Toronto debía realizarlo en soledad. Las expectativas que había puesto en ese viaje eran demasiado altas , demasiado ambiciosas como para compartirlas con una acompañante que me resultaba puntillosa y cuya conversación apenas escuchaba ya. Bighamton no es la pequeña ciudad que yo tenía idealizada de mis lecturas de las novelas de Richard Russo, lo cual fue una ventaja para solucionar mi incómoda compañía. Así que Sandra desapareció. No entraré a más detalles, por otro lado algo sórdidos para ser mencionados y que solo importunarían el recuerdo de lo que a continuación fue un viaje perfecto. Las cataratas del Niágara con su poderío natural y su majestuosidad me parecieron una visita esencial, incluso a pesar de los turistas. Toronto sin embargo me resultó como una réplica a escala de Nueva York, por no hablar claro del bochorno con el que el lago Ontario envuelve a la ciudad. Pero en su conjunto fue un gran viaje, aunque muy a mi pesar, resultara en viajar sin compañía.
La verdad es que no sé por qué he recordado ese viaje Nueva York – Toronto, aquí en la cubierta del ferry que me lleva de Helsinki a Tallín. Estos últimos seis días, desde que llegamos a San Petersburgo, han sido agradables, casi felices diría yo. Laura ha sido una acompañante impecable, interesada por el pasado de la ciudad imperial rusa, mostrándose culta, pero sin pedantería. Me agrada su compañía, me permite compartir mis observaciones sobre la ciudad, sobre sus habitantes y costumbres.
Si acaso me pareció fuera de lugar su comentario ayer sobre la poca variedad arquitectónica de Helsinki. Me preocupa que el resto de nuestro recorrido, Tallín primero y después Estocolmo, se vea afectado por sus opiniones excesivamente tajantes.
He salido a cubierta para que el frío viento del Mar Báltico me aclare un poco las ideas. El trayecto en este ferry, el moderno Megastar, apenas dura dos horas y media. Si quiero tomar una decisión, si quiero viajar sin compañía, no debo dudar.
Una caída al mar por la borda es quizá un recurso torpe. Mejor esperar a nuestra llegada a Tallín, allí visitaremos la isla de Naissaar, un sitio remoto que estoy deseando conocer. Sí, esa es una mucho mejor solución. Hasta entonces tengo algo de tiempo para valorar si me estoy precipitando, si merece la pena darle una oportunidad a Laura, o si es mejor viajar sin compañía.
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