Nuevas aventuras y viajes planean sobre el horizonte de Piero y Lionetta. Novena entrega de la serie de Ricardo Lladosa «Roma en el bolsillo».
9
Durante varios días, Lionetta abandonó su oficina veraniega en casa de Piero so pretexto de una investigación que requería trabajar en la biblioteca universitaria. ¿De qué se trataba? Piero no preguntaba, y finalmente fue ella quien se lo explicó.
Era de noche, estaban en el comedor viendo en penumbra un documental sobre el océano Atlántico. Ella había llegado a casa tarde, se quitó las sandalias y se tendió en el sofá con los pies sobre las rodillas de él.
—Piero, ¿tú te acuerdas de Salvatore?
—¿Te refieres a ese vejestorio amigo de tu padre, el del gimnasio Hércules?
—En efecto.
—¿Qué sucede, ha fallecido?
—No, qué va, he estado en su casa esta tarde.
—¿Para?
—Me ha presentado a un ladrón jubilado.
—¿Cómo dices…?
Piero despertó de su letargo oceánico. Dejó de mirar a las ballenas jorobadas que, tras el apareamiento, viajaban silenciosas desde el Caribe al Ártico para alimentarse frente a las costas de Canadá.
—Digo lo que oyes: Rocco, amigo de Salvatore y especialista en apertura de puertas, nos va a abrir la pirámide de Cayo Cestio para que la visitemos por la noche.
—¿Estás loca…?
—No…
—Por lo visto pretendes incluirme en tus planes… —Piero la miró sonriente y apesadumbrado.
—Eso parece… —Lionetta rió—. ¿Recuerdas a aquel guarda de bigotes grises que nos acompañó en nuestra primera visita?
—Claro, cómo no, ese de bigotes canosos.
—No puedo olvidar su broma acerca de la posibilidad de un tesoro escondido.
—Pero si tú misma rechazaste esa posibilidad…
—En eso te doy la razón, pero es que lo más emocionante no es encontrar un tesoro, sino buscarlo. ¿No te lo has planteado nunca?
—Buscar… —repitió Piero.
Observó los pies de ella, que se estiraban y encogían en una suerte de gimnasia. En su singladura, una ballena jorobada se encontraba de pronto con una manada de orcas hambrientas que acechaban a su ballenato.
—He estado investigando acerca de la pirámide en la universidad… Por fuera es de losas de mármol blanco travertino; pero por dentro es de ladrillo, mortero y grava. Como te dije en otoño, el pretor Cayo Cestio fue un nuevo rico, un arribista que quería exhibir su riqueza. Probablemente soñaba con parecerse a los faraones egipcios. ¿No es posible que pidiera a sus hijos que lo enterraran con una parte de sus bienes terrenales, como hacían aquéllos? Pero si lo hizo, tuvo que hacerlo en secreto, porque el emperador Augusto acababa de promulgar una ley contra la ostentación en los actos públicos, entre los cuales se incluían los ritos funerarios. No era posible enterrar a los muertos, por ejemplo, con objetos de oro.
—¿Y tú crees que un adulador, un pelota del césar, iba a contravenir sus órdenes?
—¿Por qué no? ¿Acaso no guardamos todos en nuestro fuero interno la codicia y el egoísmo? ¿No ansiamos todos en secreto poseer aquello que nos gusta?
—Pero, ¿más allá de la muerte…?
—Eso es lo que debemos comprobar…
—¡Qué bien, qué divertido! Luego si te parece podemos saltar la tapia del cementerio protestante y le ponemos unas flores al poeta Jimmy White, fallecido en 1822 —ironizó Piero.
—No será necesario, porque iremos a ver a su descendiente en España. ¿No habías contactado ya con él, e incluso reservado un apartamento allí?
—Ah, ¿pero tú vendrías?
—Cómo no, si tú me acompañas al interior de la pirámide…
Ambos se miraron y sonrieron. La ballena y el ballenato habían escapado de las orcas y ahora devoraban toneladas de plancton frente a las costas de Terranova, con solo abrir las fauces. Sin darse cuenta, Piero había comenzado a masajear las plantas de los pies de Lionetta.
—¡No hay tiempo que perder! —susurró ella.
Era un lunes a las tres de la madrugada, la noche más adecuada de la semana, por la escasez de gente. En la vía Cayo Cestio no se oía un alma. Lionetta se había calado su sombrero de ala estrecha a lo flapper. En la mochila llevaba linternas, navaja, una botella de agua, un pequeño pico. También habían cogido los móviles, pese a que con el espesor de los muros de la pirámide era improbable que hubiese cobertura. Aguardaban a la puerta de su casa cuando vieron aparecer a Rocco con extrema puntualidad.
Era un hombre bajito y rechoncho de la quinta de Salvatore y del padre de Lionetta. Portaba un minúsculo maletín de piel negra y vestía un polo gris de piqué que le hacía parecer un cura en su vestimenta veraniega. Llevaba el pelo blanco cortado al rape y gafas de montura negra.
—Buenas noches, jovencitos. ¡Procedamos!
Caminó sigiloso veinte metros por delante de ellos, hasta vislumbrar la pirámide. Entonces se paró y dio instrucciones a Piero y Lionetta de quedarse aguardando tras una farola hasta que él levantara el brazo, momento en el cual ya podrían entrar en el monumento. Acto seguido, el cerraría la puerta exterior con llave, para no levantar sospechas, y volvería para abrirla pasada una hora, salvo que ellos no salieran antes y le hicieran señas para que abriera rápido; lo cual, por otra parte, no era aconsejable.
—Huelga decir que si aparecen los carabinieri yo desaparezco, sintiéndolo mucho. Así son las normas de este oficio: mejor que se salve uno que ninguno —sentenció. Rocco parecía disfrutar cual jubilado que rememora sus tiempos mozos—. No os preocupéis, es improbable que haya alarma, dado que, a priori, nada de valor hay en el interior. Aunque ¿quién sabe…? —agregó, y guiñó el ojo a Lionetta.
Pese a su edad, Rocco Mancini actuaba como un auténtico profesional. Miró discretamente a izquierda y a derecha, sacó algo de su maletín y las dos puertas del monumento quedaron entreabiertas en cuestión de segundos. Acto seguido, el anciano desapareció en dirección a la puerta de San Paolo.
Cuando estuvieron dentro, Lionetta y Piero escucharon de nuevo el cerrojo de la verja exterior. Tal como prometió, Rocco los había encerrado dentro para no levantar sospechas.
La oscuridad era total hasta que ambos encendieron sus linternas y cruzaron el túnel que conducía a la cámara sepulcral, una simple bóveda de cañón de unos veinte metros cuadrados que visitaron en otoño iluminada. Ahora, en plena noche e iluminada por la luz tenue de las linternas, cobraba un aspecto siniestro y misterioso. Se detuvieron a ver las pinturas al fresco de las bóvedas: cuatro mujeres con alas.
—Se trata de victorias aladas —susurró Lionetta alumbrándolas—. Se cree que en el centro, allí donde se ve un boquete, hubo una pintura del propio Cayo Cestio a lomos de un águila. Probablemente, la figura simbolizaría su alma. Aunque no puede atestiguarse, dado que nadie ha visto la pintura. No hay que olvidar que Cestio fue miembro del colegio sacerdotal de los Epulones.
—¿Y quién haría todos estos boquetes?
Piero apuntó con la linterna a los agujeros negros que se abrían en distintos puntos de la estancia dejando a la vista el vulgar ladrillo y el mortero de que se componían las paredes, en contraste con el suntuoso mármol del exterior. En la oscuridad, los agujeros cobraban un aspecto siniestro.
—Puedes imaginar quién los hizo… Principalmente saqueadores de la antigüedad. Pero también los arqueólogos del papa Alejandro VII, allá por 1660. Fueron los primeros que excavaron el monumento oficialmente. Quizá ellos abrieron aquel túnel. Vamos a ver a dónde lleva…
Al fondo, en el lado izquierdo de la cámara sepulcral, se abría un pasillo frente al cual había una cinta de la que pendía el cartel: “Prohibido el paso”. Lionetta se levantó ligeramente la falda del vestido y pasó por encima de la cinta. Tuvieron que agachar las cabezas para adentrarse en el corredor oscuro. Varios murciélagos revolotearon asustados por el haz de las linternas y se perdieron hacia el interior.
El corredor giraba hacía la derecha y terminaba en un muro de ladrillo infranqueable sin herramientas; pero sobre sus cabezas se abría un nuevo boquete, bastante angosto. Lionetta unió las palmas de las manos y puso sobre ellas la mochila.
—Pon la planta del zapato aquí, que trato de auparte.
—¿Estás loca? ¿Y si no sabemos salir luego? —él trataba de controlar una repentina claustrofobia.
—¡Por favor… Piero…! —ella sonrió irónica.
—¡Está bien… Lo intento!
Se cogió con las palmas de las manos del agujero del techo e hizo fuerza, hasta sentir que su cuerpo se adentraba en una penumbra hedionda. Lionetta lo empujaba desde abajo. Cuando finalmente logró ascender del todo, ella le tendió la linterna desde abajo. Vio sobre su cabeza una especie de bóveda formada por tres paredes verticales e inclinadas que confluían en un vértice. Dedujo que se encontraba en la buhardilla de la pirámide. Una colonia de murciélagos aleteó de nuevo en la bóveda.
A continuación, Piero tendió la mano a Lionetta y la subió sin problemas al piso superior.
—¡Asombroso! —gritó ella, y sus palabras rebotaron en las paredes—. Lo más probable es que alguien se molestara en vaciar el interior de la pirámide en pos del tesoro… Y ha creado esta estancia…
Caminaron los dos mirando al techo, hasta que él, repentinamente, la abrazó, la besó, la tendió en el suelo, se tendió sobre ella. Cayeron las linternas, provocando resplandores en las paredes.
—¿Tienes…? —susurró Lionetta pasados unos minutos.
—¡No…!
—¡Uf…!
Al terminar, ella le pidió por favor que no se moviera. Se sentía placenteramente atrapada bajo el peso de su cuerpo, mientras la grava del suelo se clavaba en su espalda a través del vestido. En el cuello sintió el gélido polvo, las telas de araña y cierta humedad hasta que él, ya sereno, alargó su brazo sudoroso y le puso la mochila bajo la cabeza. En medio del silencio se oían goteos de agua y el chillido de alguna rata. Probablemente, cerca de donde se encontraban pasaría alguna alcantarilla. Persistía el olor hediondo cuando ella volvió a mirar hacia arriba y vio de nuevo aletear a los murciélagos. El vértice le pareció un punto de fuga: el infinito…
Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado cuando Piero se dio cuenta al mirar el reloj de que, probablemente, Rocco Mancini, la vieja guardia del hampa, estaría ya abriéndoles la puerta.
—¡Lionetta, debemos irnos!
—Espera… —respondió ella, sacudiéndose el polvo del vestido—. Quería mirar un poco por aquella parte…
—¡¡Lionetta, por favor…!!
En efecto, Rocco los esperaba sudoroso a la entrada y, nada más verlos salir, cerró la puerta del monumento y la verja con llave. Usaba unos guantes para no dejar huella alguna.
Caminaron por las calles de una Roma en blanco y negro. El pavimento adoquinado refulgía bajo la luz de las farolas, parecía un gran escenario cinematográfico.
Rocco se había escabullido rápidamente sin querer aceptar los billetes que Lionetta le tendía, en pago por sus servicios. “No os cobro. En recuerdo de mi querido Antonio” —susurró, se santiguó, le guiñó el ojo y desapareció.
Piero caminaba junto a Lionetta sin hablar. Ambos sonreían en el silencio de la noche. Contemplaban extasiados las iglesias barrocas, los palacios, las villas. El tiempo había quedado abolido y nada parecía importante salvo el acto de caminar.
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