Fotografía de Alberto de la Rocha.
Existe una diferencia grave, profunda, entre la playa y el mar. La primera es lo prosaico. Los niños, los tupper de melón cortado y fresco, el agobio de verano, el sudor, las sombrillas. El segundo es lo infinito. El océano sagrado de tritones, tumba de poetas, eterna huida de Odiseo.
La playa es lo vulgar; el mar, por contra, tiene el cariz de lo sagrado.
En España hay una isla que, como El Zahir de Borges, lo esconde y muestra todo en sus dos caras. Al menos así lo vemos desde la península, al menos así nos lo han vendido. Lo terreno serían las fiestas, los yates millonarios, el exceso de ricos miserables… Lo divino sus tierras interiores, alguna cala desconocida, la tradición de las gentes del lugar, una gastronomía rica, los pintores, los poetas…
Ben Clark es Ibiza. Ben Clark es océano y literatura. Un desenfreno cabal, un torrente que explota las paredes de una gruta para, en pocos metros, someterse a un cauce bello, de postal salvaje. Entre sus anchos hombros, bajo el azul mar intenso de sus ojos, brotan versos escritos con manos grandes, pero delicadas, con dedos bruscos, pero calientes como de amasar el pan. Baste una sonrisa, esa que alumbra una y otra vez al niño entre dos tierras que una vez tuvo que ser. Baste el destello de esa infancia juguetona, precoz en lo lírico, para comprender que ese todo borgiano puede convivir en su obra. Rigor al ritmo de A kind of magic.
Miembro amputado de una generación rota por la burbuja y su posterior explosión, por el precariado y lo superficial, Clark ingresó en un convento con 20 años. Sus hábitos, sin embargo, no fueron unas telas sobrias; tampoco un diurnal, sino otro tipo de libros. No oró, sino que invirtió el tiempo en leer y escribir, y compartió cantos gregorianos a modo de charlas, conferencias y debates hasta la madrugada con otras cabezas jovencísimas e inquietas (aunque “con más lecturas”, dirá él), ansiosas de acomodarse, si es que eso es posible, en el espacio de libertad que supone la creación artística. Su confesor, Antonio Gala; su congregación, la poesía. Y es que el joven ibicenco participó en la tercera promoción (2004-2005) de la fundación que lleva el nombre del autor de Los verdes campos del Edén y que trata de ser yesca y pedernal para los creadores que no cuenten más de 25 años.
Recuerda el poeta: “Yo en la Fundación Antonio Gala fui muy, muy feliz, pero muy desgraciado también, porque yo no había leído nada. Y cuando digo nada es, literalmente, nada. Llegué muy, muy verde. Fue entonces cuando empecé a leer mucho más y, sobre todo, a recibir una crítica que no había recibido nunca”.
De ese curso en Córdoba, lejos de todo y tan cerca de lo esencial, nació Los hijos de los hijos de la ira, un poemario con el que inició su periplo literario (tras un primer discreto libro, Secrets d’una Sargatana, editado en Ibiza en 2001), una aventura que tiene mucho de riesgo, pero que se va definiendo con líneas claras y una solvencia magistral. Ya lo demostró con esa primera incursión, que se hizo (ex aequo con Urbi et orbi, de David Leo García) con el Premio Hiperión en 2006. Es, Los hijos de los hijos de la ira, ese primer grito en contra de todo, un dolor más allá de la herida, del estigma de nacer cuando se ha nacido:
“Hijos de la Bonanza”, nos llamaban;
los que no conocieron ni la hambruna
ni las agudas larvas de estridencia
chillando en el oído por las bombas.
Y cuando nuestras piernas tan delgadas
caían y sangraban porque el parque
era de un hormigón armado y frío,
se quedaban callados observando
nuestro llanto en un gesto de sorna.
Debíamos vivir y dar las gracias
por la ocre rozadura en la garganta
que provocaba el aire al refugiarse.
Agradecer las flechas de las nubes
y que un fango lechoso a nuestros pies
—en un último gesto agonizante—
le mordiera las botas al progreso.
¿Y cómo agradecerles la alegría?
La misa provocada por los hombres
inocentes del mar
cuando se encaminaban hacia el río
dispuestos a bañarse entre excrementos.
También estaba el tedio
de tener que explicarles a los niños
palabras como pueblo indio, oso
pardo, ballena azul o lince ibérico.
Pero esto eran minucias, sacrificios
en nada comparables al sufrido
por aquellos que ahora nos decían
“hijos de nuestra sangre”, tan severos.
Aunque, a veces, es cierto, no era fácil
simplemente intentamos ir viviendo.
Haciendo caso omiso a los escrúpulos,
al vacío que moraba en nosotros,
‘hijos de la bonanza’;
los hijos de los hijos de la ira,
herederos de todos los despojos.
Hay un trovador con una jarra de cerveza y un cuaderno de notas en mi casa
Vamos en coche. Es tarde y no queda ningún comercio abierto. El poeta pregunta si en casa hay cerveza fría.
—No, no hay. Ni siquiera caliente. Allí se bebe vino.
—No importa —dice—, igualmente leeremos algunos poemas.
En una gasolinera de carretera detiene su vehículo y trata de comprar algunos litros mientras reposta. Que lo logre o no, por la hora que era, ya no importa. Lo esencial es que minutos después habrá una mesa, y algunos buenos amigos y lectores, y cerveza, sí, cerveza fría en una jarra (¿o era whisky con hielo?) y un buen puñado de folios impresos, alguna nota aquí o allá apuntada a mano… Versos parapetados tras una primera hoja con tres breves palabras: LA POLICÍA CELESTE.
El gigante de ojos buenos, de pie ahora, recita versos como “Todas las divisiones son mentira / salvo la que divide los cuerpos en dos / grupos incomprensibles entre sí. / Aquellos que se han roto y los que no”. Un trago y otras palabras que se iban recostando sobre las volutas de humo de la sala: “Admiro a los amigos que hacen pan / y los cuido y protejo con conjuros / inventados”. Y más: “Stanley Kunitz vio el Halley las dos veces / que el cosmos le permite a un hombre verlo. / La primera era un niño, como yo / cuando lo vimos juntos, padre, mientras / en otro continente el gran poeta / lo hacía por segunda vez, la última”.
La policía celeste (Visor, 2018) es un poemario de “trabajo y honestidad” que ganó el Premio Loewe en su XXX edición. Del amor carnal, de la vida que se agota con cada palabra que se lee, del padre, de su sombra. De eso va (si es que un conjunto de poemas puede ir de algo) este breve e íntimo libro. Como en otras ocasiones, el escritor ibicenco se pone en la piel de un trovador: mira hacia afuera para glosar lo que hierve bajo la piel. Utiliza la excusa proporcionada por un grupo de seis astrónomos que en 1800 se reunieron para encontrar un planeta perdido para horadar el pasado, pero sobre todo el presente y el futuro en un ejercicio de épica de lo cotidiano, de épica de lo biográfico.
Así, Clark sienta al lector en el diván, y con sus poemas le cuestiona, le interroga, le guía. Como en AZUL DE METILENO:
Si has nacido en el mar sabrás que no es azul.
Sabrás que el mar refleja el cielo y todos
tus dibujos del mar están mal hechos.Si has crecido en el mar sabrás que el sexo
en la playa es incómodo y que todas
las películas mienten de algún modo.Si llevaste a tus hijos a la orilla
sabrás que el mar da miedo
y que en verdad es negro y es profundo.Y si viejo has mirado el mar, el mar
azul de metileno,
sabrás de los desahucios de la mente.Azul. Azul profundo.
Reflejo del reflejo de un recuerdo.
El escritor deja que cada uno de sus seguidores caiga, poco a poco, en esa especie de sopor templado que crean los buenos versos, esos que son afilados y brillantes, que le ponen la navaja en el cuello a la propia vida y que generan la incertidumbre de si se está en un sueño o no. Aquellos que, como el Cid en la leyenda, matan después de ‘muertos’, cuando el libro ya cerrado descansa en el estante, cuando caminas, lector, por la calle y de pronto suena en tu cabeza aquello de “los ritos de los rotos, amor mío”, “viajémonos inmensos hasta dolernos juntos”, “hay algo positivo en el abismo”.
Escucha una voz familiar que habla de tu vida
Cuando Ben Clark recita, se enciende un brasero de picón. Su voz, la cuidada cadencia, el libro a la altura del estómago, abierto tan solo con su mano izquierda. Su otra mano, la derecha, pero también el brazo que la genera, flotando al nivel de su pecho, como dirigiendo a una orquesta invisible, marcando el ritmo del poema, ayudándole a salir proyectado desde su boca (y todo lo que hay dentro y es previo a la voz) hasta aquellos que le escuchan. Está de pie.
Hoy llueve en los lugares que no has visto
jamás,
en los rincones orinados
de las calles que nunca te harán falta,
que no echarás de menos. Y a pesar
de eso parece ser que la ciudad
existe más allá de tu conciencia;
hay huellas
visibles en la lluvia,
cuando hoy muere y mañana se convierte
en algo muy posible,
algo casi seguro de no ser
por las incertidumbres innombrables
de siempre.
No estás y no has estado
y llueve
espeso en los lugares que no has visto,
sobre algunas terrazas donde no
dirás que lo dejemos, que este amor
imaginario debe realizarse
que persiga tus huellas para ver
que tan sólo es verdad que está lloviendo.
Terminada la lectura, mira el escritor a los presentes, les entrega un rostro sincero, que ha puesto demasiado en esas páginas. Otra vez la sonrisa; otra vez el rostro juguetón, que es playa, previo a la inmediata lectura. Abre una vez más palabra y rompe, de nuevo, las paredes de la gruta. Ya es verso, ya es océano, ya poesía.
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