En la “conversación en la catedral” mantenida por Elvira Roca y Jaime Contreras los nombres de dos inquisidores sobrevolaron la capilla de los Condestables de Castilla de la Catedral de Burgos. Los dos “nacidos” en la capital castellana, el uno de ficción, Jorge de Burgos, el arquetipo impreso en la retina del mundo y en la nuestra por la leyenda negra, el terrible monje ciego y fanático creado por la pluma de Umberto Eco en El nombre de la rosa, y a quien todos le ponemos rostro por el genial volcado al cine de Jean-Jacques Annaud. Un inquisidor de libro, tenebroso y asesino, español, claro, dominico, faltaría más y, encima, de Burgos.
Pero el de verdad fue otro. Y este sí que era de carne y hueso, Alonso de Salazar y Frías, y sí, de Burgos, donde nació en 1564. Tras haber estudiado en Salamanca y Sigüenza, profesado como sacerdote en Jaén y Toledo, se convirtió en miembro del Tribunal del Santo Oficio. Y fue su primer cometido el ser instructor del más famoso y masivo proceso contra la brujería celebrado en España. Contra las brujas de Zugarramurdi primero y luego contra una multitud de gentes, miles, de todos los valles pirenaicos de Baztán y del Roncal que de pronto se habían llenado de aquelarres y de brujas volando por los aires.
El proceso tuvo lugar en Logroño y dio comienzo en el año 1609. Cuando Salazar llegó, sus dos antecesores y compañeros de tribunal, Alfonso Becerra y Juan del Valle, ya habían decidido la suerte de 29 personas tras la primera confesión de María de Ximillegui, a la que se unieron en tropel otras y tras lo que se inició una histeria colectiva donde todos denunciaban a todos y muchos se autoinculpaban de actos satánicos. Poco pudo hacer el burgalés, y de ello se arrepintió de por vida. Logró salvar la vida de María de Arburu, pero en el Auto de Fe de 1611 seis murieron en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron “reconciliados”.
Aquello, lejos de calmar la histeria, desató una fiebre por la caza de brujas en toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alfonso de Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo, decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la Inquisición sus preocupaciones, y este le ordenó viajar al Pirineo e intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas.
Una histeria que, en realidad, había empezado al otro lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre al sur de estas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré, ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.
Alfonso de Salazar regresó de su periplo con mil ochocientas dos confesiones y una certeza: «No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de mil de estos supuestos «brujos» tenían menos de ocho años y no halló prueba de la existencia de poderes sobrenaturales algunos. Ni de que volaran por el aire, ni de que mataran con tan solo una mirada, ni que pudieran colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a su antojo. Así que escribió con aguda ironía que, capaces de tales hazañas, “si las brujas existieran la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas”, pues con tales poderes sería invencible.
Lo que en verdad había hallado era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos. Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños las había poseído y desflorado el Diablo. Las hizo mirar por matronas, y todas las doncellas, menos una, seguían siéndolo. Otros se le acercaban para retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían para ser “reconciliados” y perdonados, mientras otros se autoinculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su persona, venenos que se decían matarían a mil personas con un solo frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.
Regresó con la conciencia dolorida, convencido de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo. Escribió con sinceridad y arrepentimiento: “Cometimos culpa el tribunal… [al no reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos [defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir sólo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones”
Alonso de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró hacer llegar su “Informe al Inquisidor General», en el que demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las contradicciones y la falsedad de las acusaciones.
Consiguió la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614 el Tribunal Supremo de la Inquisición acepto sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum, que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar. En la practica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España cien años antes que en el resto de Europa y que dieron fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el pirineo navarro, y la propia inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el resto de Europa. Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos cada año, y en Centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a sobrepasar allí las 40.000 victimas mortales. De la locura que siguió asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo, hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.
Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera. Los hechos y la historia han sido vencidos por el relato falso, la leyenda negra, la propaganda y el sambenito de un pecado original que soportamos sobre nuestras espaldas y que no cesa ni hoy mismo sino que a cada tiempo se recrudece. Es el del arquetipo de Jorge de Burgos, el terrible y fanático inquisidor asesino creado por la imaginación de Umberto Eco, que nada quiso saber de Alonso de Salazar sino de un tal Guillermo de Baskerville, tan de ficción como el letal ciego al que convierte en héroe, y encima interpretado por Sean Connery. Pues no. Ese tenía que haber sido Salazar. El bueno era en realidad el de Burgos.
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