A Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) se le reconoce, con justicia, como la traductora mexicana más importante en el panorama de la narrativa y la poesía en todo el mundo. Cuatro décadas de oficio y una larga, pero sobre todo, imprescindible lista de autores eslavos y griegos traducidos a nuestra lengua con gran belleza, apuntalan su trabajo, de Bulgákov, Dostoievski y Chéjov, a Tsvietáieva, Kazantzakis, Seferis y Berbérova, entre otros. Para ella, cada libro ha sido una experiencia única y cada libro le ha pedido algo distinto, aunque la gran cualidad que debe tener un traductor, dice, es el oído fino, saber oír qué le pide cada autor, cada texto. En su caso, haber estudiado música, haber tocado el piano, le ha ayudado, porque no estudió traducción, sino filología rusa y se hizo traductora traduciendo, gracias a los consejos, reconoce, de Sergio Pitol y Emilio Carballido, maestros que, sobre todo al principio, le ayudaron mucho, aunque después fue entendiendo otras cosas, como por ejemplo, la gran lección que le dio la poeta Marina Tsvetáieva, quien explicaba por qué había hecho de un naranjo un olivo en una traducción, argumentando que, para quien va a recibir el texto traducido, el olivo es lo que para el ruso significa el naranjo, lo que hizo reflexionar a Ancira que la traducción era, definitivamente, creación literaria. Sin embargo, en el plano del pensamiento, ella recomienda mejor no moverse un ápice. Y ese es el caso de su más reciente traducción, los Aforismos de León Tolstói (Fondo de Cultura Económica), un conjunto de máximas tomadas de un volumen mayor, El camino de la vida, inédito en español y que se publicó de manera póstuma, a finales de 1911, a partir del cual la traductora hizo una selección teniendo en cuenta que a Tolstói le interesaba hacer una compilación de la sabiduría universal desde épocas muy remotas. En efecto, se trata de una sabiduría que en estos tiempos de infinitos e incontenibles flujos verbales en las redes sociales, tiene absoluta vigencia: “Cuanto más verdaderamente sabio es un hombre, más sencillo es el lenguaje en el que expresa su pensamiento”; “Cuanta más gente crea en una misma cosa, más prudente debemos ser con respecto a esa creencia y más atentamente debemos examinarla”; “Nos escandalizamos frente a los delitos del cuerpo: comió en exceso, golpeó, cometió adulterio, mató… y no damos importancia a los delitos de la palabra: habló mal de alguien, ofendió, traicionó, escribió o publicó palabras nocivas que pervierten…”. La pasión de Ancira por traducir no cesa y ya está metida de lleno en dos novelas: Vacaciones en el cáucaso, de María Iordanidu, y Los fratricidas, de Kazantzakis, dos autores que, según la propia Ancira, “abordan y critican la fe, la soberbia, el amor, la holgazanería, la ira, la desigualdad y las falsas creencias”. Gracias, Selma, por su invaluable labor.
El Colegio Nacional llevó a cabo la semana pasada el ciclo Legado del exilio español, con el que conmemoró el 80 aniversario de la llegada de la primera oleada de refugiados de la Guerra Civil española a México. Con el título Pisar otros suelos, la sesión inaugural consistió en la lectura de una selección de poemas y testimonios de León Felipe (1884-1968), a cargo de los actores Diana y Pablo Bracho. El encuentro, coordinado por el doctor Adolfo Martínez Palomo, ha tratado una gran diversidad de temas, desde arte y ciencia hasta política, sociología e historia, lo que traduce, como dijo Martínez, “la enorme diversidad de la cultura de lo exiliados españoles”, un colectivo que dio a la cultura mexicana una impulso cuya fuerza aún sigue sintiéndose en México. Sobre la razón de dedicar una sesión a la poesía de León Felipe, Martínez explicó que, además de ser particularmente cercano a la causa de la República española, este autor tuvo relación con varios integrantes del Colegio Nacional, como Daniel Cosío Villegas, Ignacio Chávez, José Vasconcelos, Ignacio González Guzmán y Manuel Martínez Báez, cinco personajes quienes al lado de los españoles Federico García Lorca, Ramón del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno formaron parte del grupo de 150 intelectuales mexicanos y españoles que en 1935 lo ayudaron a realizar una antología de sus versos, que apenas eran conocidos. Por su parte, el maestro Vicente Rojo presentó en ese mismo marco una exposición dedicada a su padre, titulada 80 años después. Cuaderno de viaje de Francisco Rojo Lluch en el vapor Ipanema, Burdeos-Veracruz, junio-julio de 1939, una muestra que en palabras del artista es un recorrido íntimo, que se puede ver y leer, pues hay fragmentos del diario del Ipanema, para que los espectadores se den una idea del hombre que dejaba a su esposa e hijos en Barcelona para embarcarse en Francia con destino a México. “La migración que llegó en el 39 con mi padre”, dijo don Vicente, “eran personas muy especializadas, lo mismo si se trataba de un campesino o un obrero, un filósofo o un ingeniero, un poeta o un pintor. Llegué 10 años después, pero aquí me formé como un mexicano más. Llegué en mayo del 49, y en octubre ya tenía la nacionalidad mexicana. Siempre pensé que este sería mi país y lo sigue siendo después de 70 años”. Vicente Rojo, su portentosa obra plástica, es un ejemplo de que el legado del exilio español sigue vivo y, si se me permite, será imperecedero.
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