No recuerdo quién dijo aquello de que la historiografía estudia la historia y la literatura habla de sus hombres. Aunque, no sé, qué importará ya, cuando Javier Padilla (Málaga, 1992) ha llegado a las librerías con una obra que une ambas disciplinas y que habla de la historia y que estudia a los hombres. Y al revés, claro. Con A finales de enero hay labor de sociólogo, de historiador, de novelista; hay un libro que ha merecido el XXXI Premio Comillas, uno de los más prestigiosos del panorama cultural español.
A lo insólito de leer a un autor inédito con una primera publicación tan bien ejecutada, se une lo extraño de que esta reciba un premio que se reserva para carreras académicas ya consolidadas, o a autores con una trayectoria que o bien ya alcanza madurez o están llegando a la plenitud. Pero es que abrimos las páginas y todo asombro se disipa. En ellas, Javier Padilla nos cuenta la vida de tres estudiantes, pero también la vida de un país en un momento crucial de su historia reciente: el tardofranquismo y los primeros inicios de la democracia actual. Con rigor, con perspicacia, con serenidad.
Hay en A finales de enero un ejercicio de narraciones paralelas, la historia personal y la historia colectiva, interesante para el lector, al que le aporta la visión general de una época a través de la biografía de tres protagonistas. El testimonio íntimo de tres nombres es el testimonio público de todos los nombres, de toda una etapa, y ahí uno de los mayores logros, ahí el acierto. Todo es un juego de piezas que encajan: está la novela, los protagonistas; está el ensayo, el análisis de un tiempo. Javier Padilla nos habla de esos protagonistas y de ese tiempo.
—Me interesa saber cómo un joven en la veintena plantea un libro, un primer libro, tan adulto, tan bien construido.
—Muchas gracias por el halago. Lo cierto es que desde el primer momento traté de tomarme la investigación sobre Dolores González Ruiz (Lola) con la máxima seriedad posible. Quería huir del enfoque de otros libros que había leído sobre la Transición que me parecían meras hagiografías, que podían tener un valor documental pero poco más. Tampoco quería hacer un estudio influido por la ideología, que tratara de demostrar una idea mía preconcebida o al servicio de cualquier hipótesis previa. Lo que pretendía era contar la historia de Lola, Enrique y Javier con todos los matices posibles, y llegar lo más lejos en sus vidas de lo que yo fuera capaz. Para tratar de hacer un libro que fuera decente, durante todo un año solo estuve leyendo, visitando archivos y entrevistándome con personas que habían conocido a los protagonistas. A partir de ahí, ya tenía muy claro lo que quería hacer, y eso creo que me ha ayudado a que el libro haya podido quedar mejor.
—Y más con recursos, historiográficos, de investigación, que no habías conocido. O al menos que, supongo, no habías tratado en un nivel tan alto.
—Es cierto. Yo no soy historiador y nunca me había embarcado en nada parecido a la biografía de tres antifranquistas. Cuando empecé a escribir, nunca había hecho entrevistas con el objetivo de hacer un libro a partir de los recuerdos de estas personas, ni había visitado archivos o sabía investigar con profundidad sobre temas históricos. La verdad es que todo eso ha sido un enorme aprendizaje, y creo que algunos de los fallos del libro se deben a que cuando empecé no sabía exactamente cómo hacer algunas de esas cosas que he aprendido a medida que he ido investigando.
—Por la trama que relatas en el libro, escribes mucho del PCE. ¿Qué importancia tuvo en la oposición al régimen franquista y por qué terminó siendo un partido residual en apenas unos años?
—Bueno, es evidente que el PCE fue el gran partido de la oposición al régimen franquista, y que sus dirigentes y militantes fueron duramente reprimidos por su antifranquismo. Además, el PCE fue cambiando ideológicamente a lo largo de la dictadura, y pasó de ser un partido prosoviético y estalinista a ser crítico con la Unión Soviética y apostar por el Eurocomunismo. La historia del PCE durante los últimos años del franquismo es muy interesante, y muchos de sus dirigentes tuvieron vidas que merecen biografías y películas. Cuando comenzó la democracia, algunos dirigentes comunistas no podían creerse que una gran parte de la población española les diera la espalda. Lo cierto es que es paradójico que el partido más activo de antifranquismo no fuera luego capaz de liderar los primeros años de la democracia y cayera tan pronto en la casi irrelevancia. Las posibles causas de que el PCE quedara relegado a un segundo plano en la democracia son muchas, y no soy un experto como para afirmar ninguna categóricamente. Creo que el hecho de que España se fuera pareciendo cada vez más a un país europeo pudo contribuir a que un partido como el PSOE, al fin y al cabo muy influido por socialdemocracia alemana, tuviera mejor acogida en la sociedad española. Sin embargo, también hay motivos personales, de dinámicas electorales y de liderazgos carismáticos que son difíciles de juzgar sin un mayor conocimiento de la competición electoral de los últimos años 70.
—¿Fueron en ese PCE de la Transición partidarios de la democracia? Muchas veces se lee que no fueron precisamente demócratas o que sus intereses no eran democráticos.
—Bueno, en el PCE había muchas sensibilidades, y el partido fue cambiando mucho a lo largo del periodo. Desde luego, el primer PCE que sale tras la guerra civil, y que se mantiene hasta que Carrillo comienza su visión Eurocomunista, no era partidario de la democracia, al menos si la entendemos como un régimen representativo como el que se instauró en España tras la Transición. Yo creo que la mayor parte del PCE de los años 70 aceptaba las reglas de juego democráticas, lo que no quiere decir que quisieran un sistema parecido al que vino, especialmente en temas económicos. Pero no creo que podamos acusar de antidemócratas a aquellos que respetaban, al menos sobre el papel, una gran parte de lo que es una democracia representativa, sobre todo teniendo en cuenta el contexto en el que se movían, con una dictadura franquista que no aceptaba la separación de poderes ni las elecciones libres.
—En el libro hablas de nombres que fueron cruciales para la Transición pero que quedaron en el olvido. Da la sensación de que los protagonistas de la Transición no son los protagonistas que hemos leído en el relato de la Transición.
—Supongo que depende del plano desde el que miremos. En mi libro no se habla apenas de los personajes más conocidos de la Transición, que yo creo que fueron más importantes que los protagonistas de mi libro, que al fin y al cabo fueron actores secundarios en todo el proceso. Lo que sí que creo es que en mi libro queda claro que hubo bastante gente que luchó contra el franquismo y sufrió las consecuencias. Estaría bien añadir la historia de todas estas personas en el relato de la Transición, que fue más coral de lo que muchas veces parece.
—Quise decir que eso que llaman la cultura de la Transición no vino de la clandestinidad sino de otros actores posteriores.
—Es cierto que una parte vino de actores posteriores, otra de personas que estaban muy asentadas en el régimen antifranquista y otra de la clandestinidad. Una de las cosas que me han resultado más curiosas de escribir el libro ha sido observar los cambios ideológicos de muchas personas. Por un lado, algunas personas parece que nunca fueron franquistas y se inventaron un pasado más rebelde del que verdaderamente tuvieron. Por otro lado, ha habido quienes se presentan como socialdemócratas cuando eran revolucionarios comunistas, que luchaban por igual contra el franquismo como contra todo Occidente. Hay que evaluarlo todo en su contexto, que era tremendamente complejo. Había muy poca información, y no se puede pedir peras al olmo. Lo que queda claro es que el pasado de España, incluso en fechas bastante recientes, le resulta al espectador actual como mínimo desconcertante.
—En el libro das un dato: “entre 1975 y 1982 hubo 504 víctimas mortales por la violencia política”. De ahí hay autores que concluyen que la Transición no ha sido tan idílica como nos la vendieron a nuestra generación. Pero, ¿fue tan dura? ¿Es, como algunos sostienen entre líneas, una mentira?
—Es indudable que fue dura para muchas personas, entre ellos los protagonistas de mi libro. En las diversas presentaciones que he hecho, me he encontrado con numerosos torturados, así como familiares de asesinados. Esto es terrible y pone muchas sombras sobre el proceso, que dejó numerosas víctimas y casos que no fueron bien resueltos. Creo que debe seguir investigándose acerca de los crímenes del franquismo, y que se deben tomar decisiones en función de lo que se saque en claro a partir de las investigaciones que se hagan. Por ejemplo, creo que personajes como Manuel Fraga Iribarne, por su papel en el caso de Enrique Ruano, no se merecen tener su nombre en una sala del Congreso de los Diputados. Hay muchas más cosas que se deberían hacer, como abrir las cunetas de la Guerra Civil para que las personas que quieran puedan buscar a sus familiares. Sin embargo, concluir de todos estos problemas que la Transición fue una mentira es un fraude intelectual. Es evidente que España mejoró enormemente en los años setenta, y la prueba más clara es el país que tenemos hoy en día. Por muy mejorable que pueda ser, hoy disfrutamos de una separación de poderes, de unas libertades civiles y de un sistema democrático que es infinitamente mejor que el franquismo. Decir lo contrario es una temeridad. Aunque muchas veces las personas que defienden estas tesis lo hacen con buenas intenciones, desde mi punto de vista utilizar a las víctimas reales del franquismo para decir que la Transición fue una estafa es una falta de respeto a la lucha de estas personas. Es una paradoja de algunos antifranquistas trasnochados, que piensan que siguen en la misma lucha 40 años después.
—Está bien retratado en el libro cómo huyes de los maniqueísmos propios de estas obras políticas sobre la Transición. ¿Cuáles fueron los aciertos de ambas facciones para que la reconciliación fuera posible?
—No me siento capacitado para dar una visión experta de los aciertos de ambas facciones. Creo que la mayoría de las élites políticas que dirigieron la Transición se limitaron a manejar lo mejor que pudieron una situación delicadísima en la que había muchos equilibrios complejos en juego. Me parece que las relaciones personales de los líderes de los distintos partidos políticos tuvieron un papel decisivo, y que fue un acierto que se abandonaran las posiciones maximalistas. Siento no ser capaz de dar una visión más matizada sobre el asunto.
—Me interesa ahora que me hables de Suárez. ¿Cuál fue su papel en estos años?
—En el libro no trato mucho al personaje de Suárez, así que mi opinión es la de un mero aficionado, que podría cambiar muy rápido con más información. Creo que fue un gran apagador de incendios, lo cual es siempre positivo, y que contribuyó positivamente a que la Transición acabara decentemente.
—Durante años ignorado y cuestionado, luego mitificado y ahora un tanto olvidado. ¿Qué hubiese sido de la Transición si en lugar de la UCD es el PCE quien toma el liderazgo?
—No lo sé. Creo que hubiera sido parecido.
—En la muerte de uno de los protagonistas, de Enrique Ruano, cuentas de manera minuciosa la reacción de la prensa, en esos años sesenta muy supeditada al interés del régimen franquista. Hay quien habla de esos años como “la dictablanda”. Pero hay hechos que ponen en duda ese término.
—Sin duda. Es cierto que el régimen franquista era mucho menos represivo que el de los años 40, cuando había campos de concentración y una represión brutal contra todo aquel sospechoso de no haber sido parte del bando nacional. También es verdad que las libertades civiles habían aumentado con la ley de imprenta de 1966 y con la apertura al mundo que tuvo España. Sin embargo, era claramente una dictadura. Como queda claro en el caso de Enrique Ruano, no había ningún tipo de separación de poderes. Los elementos más oscuros de la policía se movían a sus anchas y nadie les paraba los pies. Además, la represión seguía siendo intolerable para cualquier tipo de régimen que se considerara democrático. Aunque Manuel Fraga estaba obsesionado con proyectar en el exterior la imagen de que España era un “Estado de derecho”, resulta evidente que no lo era, y que además él lo sabía porque contribuía a ello.
—¿Qué crees que le debe la democracia española a nombres como Enrique Ruano o Dolores -Lola- González?
—Creo que contribuyeron modestamente a que España se convirtiera en una democracia, ya que influyeron a muchos otros a asumir compromisos políticos. Aunque algunas de sus ideas puedan ser muy discutibles, creo que su compromiso moral era indudable y que deberían tener un lugar de honor en nuestro recuerdo.
—¿Consideras positiva una memoria histórica no ya para las víctimas de la guerra sino también para las víctimas del régimen franquista?
—Sí, creo que es positiva, siempre que no se confunda la memoria con la historia y se haga con criterios objetivos y no ideológicos.
—¿Y qué hay de quienes dicen que mejor no remover los errores pasados?
—Me parece una postura muy infantil, y además es irrespetuosa con las personas que perdieron a familiares o sufrieron torturas y vejaciones. Aunque intente ponerme en la mejor versión del argumento de que no hay que mirar el pasado, no lo entiendo. Me parece un argumento digno de un niño que cierra los ojos para que no le vean.
—De errores presentes: ¿dónde se equivocaron en la Ley de Memoria Histórica de Zapatero? Más: ¿se equivocó la oposición de Rajoy al dificultar su práctica?
—No soy un experto en la Ley de Memoria Histórica de Zapatero, así que todo lo que diga sobre la ley concreta hay que tomarlo con precaución. Por lo que sé del asunto, creo que la Ley de Memoria Histórica de Zapatero estaba bien en líneas generales y suponía un avance con respecto a lo que había. Por ejemplo, considero que la creación del Centro Documental de la Memoria Histórica en Salamanca fue muy positiva. Sin embargo, creo que debería haberse llegado más lejos en algunos asuntos, como en el tema de Franco y el Valle de los Caídos. A la vez, y ya no sé si fue debido a la Ley de Zapatero, creo que ha habido casos en los que se han aplicado mal los criterios y se han cometido estupideces en nombre de la memoria histórica. Por ejemplo, hace poco escribía David Jiménez Torres un artículo en El Mundo explicando que se había quitado el nombre de Ramiro de Maeztu a un colegio. Me parece evidente que esto no tendría que haber ocurrido, así como que no ha sido el único caso de mala utilización de la memoria histórica. Entre todos los grises que puede haber con la aplicación de la ley, personas como Ramiro de Maeztu, que se limitó a ser una víctima del bando republicano, no está en uno de ellos: él se merece que su nombre siga en calles y colegios.
Por último, considero que la postura en este asunto del PP ha sido siempre lamentable, y que desgraciadamente no han cambiado de actitud en los últimos años. En general, tanto Mariano Rajoy como Pablo Casado han tenido una actitud infantil e irrespetuosa con este tema, y creo que deberían replanteárselo. En algunos asuntos concretos, el PP ha sido muy cobarde, seguramente para no ahuyentar a esa parte de su electorado más ultramontano.
—¿Qué piensas de los que hace unos años compararon a la España de 2014 con la de 1976?
—No tengo una buena imagen. Solo se me ocurren dos maneras de ponerlo. La primera es que mentían deliberadamente acerca de lo que era España en 1976 y 2014 para poder convencer a los votantes de la necesidad de un cambio radical. La segunda es que se creían esa visión maniquea de España. Las dos opciones dejan en mal lugar a aquellos que tenían ese discurso, y es de celebrar que hayan moderado sus críticas a la Transición y al cambio que ha tenido España en las últimas décadas. El problema es que cuando ahora Pablo Iglesias lee la Constitución y la defiende, a uno le entran las dudas de si ha cambiado genuinamente de opinión (en cuyo caso estaría bien que lo dijera) o es simplemente un elemento más de marketing electoral. En el caso de los independentistas, parece claro que una manera eficaz de justificar sus demandas es decir que España no es una democracia, y por eso es normal que compren ese discurso tan falaz. Sin embargo, si se compara la Constitución Española con la Ley de Transitoriedad Catalana, creo que es evidente que una República Catalana planteada en esos términos podría tener más elementos comunes con la España de 1976 que la España actual.
—¿Y con los que dicen que el actual PP e incluso Ciudadanos son escisiones del Movimiento Nacional, del término trifachito?
—Todo aquello del trifachito es una simplificación absurda que tiene objetivos electorales. Es una táctica que me parece muy peligrosa e irresponsable, aunque también es cierto que ha podido dar buenos resultados al PSOE. Si una persona piensa verdaderamente que luchar contra Ciudadanos y el PP es enfrentarse a la amenaza fascista, lo único que se puede hacer es recomendarle un buen libro y dejarle unas cuantas horas a solas.
—Me pregunto si esa sociedad española que retratas en el libro, con persecuciones políticas, censuras, asesinatos, se parece mínimamente a la que hoy tenemos. O la que podemos tener a corto plazo. En ocasiones, puede la frivolidad, exagerar los contextos aun a sabiendas de que no son ciertos para sacar rédito político.
—Ni se parece ni se va a parecer. España es un país inmensamente mejor del que era y creo que podemos estar confiados en que no vamos a volver a una época tan oscura como el franquismo. Ahora bien, las amenazas que existen en Europa a la sociedad democrática representativa son muchas, y es posible que haya una cierta regresión al autoritarismo en muchos aspectos en varios países de nuestro entorno, y quizás también en España. Hay muchas cosas que desde mi punto se hacen muy mal en nuestro país y que deberíamos replantearnos, en especial con temas como la desigualdad, el mercado de trabajo, la inmigración y los problemas de los jóvenes. Sin embargo, estamos en otro tipo de discusión más identitaria que no parece que vaya a acabar nunca.
—Yo no sé si esa idea de que poco de lo que vivió se asemeja a lo de hoy es una de las ideas centrales del libro.
—Es evidente que hay sectores de la sociedad española que saben poco de lo que se vivió. El caso más evidente es el de parte de la derecha, que sigue reivindicando figuras con un pasado muy oscuro. De una manera parecida, me parece que en muchos sectores de la izquierda se tiene una visión un poco simplista acerca de lo que ocurrió. A un nivel más generacional, las personas más mayores saben más del asunto. No se puede decir lo mismo de las personas de mi edad, a las que parece no interesarles mucho el tema.
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