Como conté en el artículo anterior, el proceso de edición de El final del ave Fénix con su primera editorial fue lamentable, incluso surrealista, pero la publicación solo fue el primero de los problemas. Lo que vino después superó toda expectativa imaginable.
Unos días antes de que saliera el libro de máquinas, V. me había consultado qué precio poner. Me pareció raro, no imaginaba que el autor tuviera voz y voto en esa materia. Le propuse veinte euros. Aunque la edición fuera en un papel muy bueno y con páginas de separación en un tono vino muy elegante, no era tapa dura; además, los libros de los ganadores del Planeta estaban a poco más de veintidós euros. El mío no podía ser más caro.
Pues sí. No sé para qué me preguntó, porque decidió que el PVP fuera de 25,95€ ―no me lo dijo, lo vi en la página web―. Me entraron sudores, era una locura; mi libro era el más caro de todos los que había en la sección de ficción. Lo llamé para pedirle explicaciones y no se inmutó. Estaba feliz, convencido de que iba a venderse como churros.
―Déjame a mí, sé lo que me hago. Y tu obra lo vale. Se va a vender igual, lo ponga a veintidós que a veintiséis.
Me propuso que en la presentación se vendiera a veinte euros redondos y que donáramos los beneficios de lo que se vendiera a alguna organización benéfica. Me pareció una idea bonita. Y me propuso hacer la presentación en el Oceanográfico. Le contesté, pensando que era broma, que por qué no en la plaza de toros: «Hará frío». Se lo había tomado en serio. Su propuesta era real. Eso era tener confianza, pero quien no la tenía era yo. Le quité la idea de la cabeza como pude.
Hasta ese momento veía cosas raras, pero las atribuía a que era un hombre excéntrico y, la editorial, modesta y con poca experiencia. Al menos tenía buena voluntad y confianza en mí, y se apoyaba en profesionales expertos para suplir su bisoñez: me había presentado un plan de marketing editorial muy ambicioso y profesional, encargado a una consultora. Debía confiar.
Mi primera bofetada de realidad llegó cuando, por fin, visité la editorial.
Al quedarme sin trabajo, el horario ya no era un problema y me sobraba tiempo. Quedamos allí para preparar la presentación: unificar la lista de invitados, enseñarme las invitaciones, presentarme al nuevo gerente… Me dio la dirección y allá que me fui. No tenía GPS, pero en seguida encontré la carretera. Lo que no veía por ningún lado era la editorial. Acabé el tramo donde se suponía que debía de estar la empresa, llegué a la rotonda final, justo antes de una población, cambié de sentido, volví sobre mis pasos… Así hasta tres veces. Buscaba un luminoso, un cartel, alguna nave emergiendo del secarral por donde transitaba, aunque fuera pequeñita… Nada.
Antes de iniciar la cuarta vuelta paré en el arcén y llamé al editor.
―Sí, tranquila, estás a cien metros. ¿Ves la gasolinera? Pues entra en ella. Es la casita que hay al lado.
Efectivamente, junto a la gasolinera por la que había pasado tres veces, había una pequeña casa de piedra, como las típicas casas de campo. Casi había oscurecido de tanto ir y venir, me acerqué despacio por el camino de grava, como en un sueño. ¿Aquello era la editorial? La luz del interior permitía ver dentro con claridad. Allí estaba V. sentado ante una mesa rústica de madera, rodeado de un desastre de papeles. Era como el saloncito de una casa de pueblo con cierto aire moruno, pero con muchos libros amontonados. Los volúmenes eran de su propia novela, que había editado un año antes.
Aquella estancia, impregnada de un inconfundible tufo dulzón, y un pequeño despacho anexo, era la editorial. Estaba decorada con objetos exóticos y alguna foto de V. con caftán en medio del desierto, además de pilas interminables de su propio libro. Se me encogió el estómago. No podía ser. Pero era.
Intenté no darle vueltas y ser práctica. Ya no tenía remedio y mi libro era una realidad. Miré hacia adelante, la presentación era lo siguiente en que pensar. Me ofreció un té con hierbabuena y debatimos la lista de invitados. Entre los dos sumaban casi cuatrocientos. Había concretado fecha y lugar: el diez de diciembre, en el hotel Astoria Palace. Tragué saliva. Conocía el salón Tapices, había estado en muchas ocasiones. Era muy grande. Enorme.
Me tranquilizó ver las invitaciones: la calidad del papel, el diseño, el sobre… Nivel. Pensaba enviarlas por correo postal a media Valencia. Se incluía que los beneficios serían para una asociación benéfica. Yo había hablado con la organización y estaban felices por el futuro donativo, aunque les avisé que siendo mi primer libro no esperaran gran cosa. Menos mal, avisadas estaban.
Encargaron rollers, aperitivo, flores. Incluso música en directo.
Al final parecía que sí sabía lo que hacía. Me monté mi propia película ―tenía los procesos externalizados, allí se sentía cómodo, era un hombre bohemio…― sobre aquella excentricidad de reunirnos en medio de la nada junto a la gasolinera ―el negocio familiar, según me explicó― y me concentré en el presente. Intenté ver qué otras presentaciones haríamos: por toda España, a lo grande. Empezaríamos por Madrid, faltaría más, donde en breve presentaría otro libro de la editorial de un autor de allí. Yo me conformaba con empezar por las localidades vecinas, pero V. estaba envalentonado. Hablaba sin parar de todo lo que íbamos a hacer, entrevistas, notas de prensa, nuevas presentaciones… aunque no concretaba nada por más que yo intentaba hacerle bajar de las nubes.
Me despedí varias horas después, aturdida ante tantas emociones aliñadas con vapores perturbadores.
A partir de ahí, pase a comunicarme con el gerente. Al menos este era un hombre resolutivo y con las ideas claras, poco dado a perder el tiempo. Me transmitió tranquilidad, todo parecía marchar muy bien, salvo por algunos problemas de salud de V. que no me concretó.
La semana de la presentación se produjo un desastre informático que me costó varios amigos. Se había creado una lista de correo electrónico para enviar las invitaciones desde la editorial. Yo, emocionada, terminaba de preparar la presentación, la primera de mi vida. De pronto me llegó un correo de un conocido muy indignado porque había recibido la invitación no menos de treinta veces. Y luego me llegó otro, y otro más. En diez minutos tenía más de cincuenta correos quejándose por el bombardeo. Una avalancha de spam protagonizada por mi tarjetón, con mi bonita foto, rebotando de correo en correo como una bola de pinball. No entendía nada, no sabía cómo era posible que pasara algo así. Desde la editorial me dijeron que alguien había hackeado la cuenta de correo, había alterado unos parámetros y la lista había ido rebotando de una dirección a otra, sin fin. Yo, que no controlo el tema, pensé que era cierto. Tiempo después supe que lo habían hecho de forma intencionada. Contaban con que fueran más los que se dieran por enterados que los que se cabrearan. Tuve que disculparme uno a uno, personalmente, por el desaguisado durante las siguientes semanas y alguno de los contactados me tachó para siempre de su lista de amistades.
Llegó el día de la presentación. Varios carteles la anunciaban en la entrada del hotel. Cuando vi el salón vacío, media hora antes de empezar, me asusté. Pensé que no se llenaría, pero media hora después no cabía un alma, unas cincuenta personas se quedaron sin entrar por falta de espacio. Solo faltaban mis padres, los grandes ausentes de mi debut literario, aunque en mi corazón me acompañaran.
La organización fue perfecta. No lo digo yo, lo dijo todo el mundo. Más de trescientas personas ―incluidos muchos compañeros del que había sido mi trabajo hasta pocos días antes, que me obsequiaron con un ramo de flores― abarrotaron el salón para escuchar y conocer mi primera aventura editorial. El evento fue mucho más de lo que podía esperar, tal vez lo único bueno de la extinta editorial Centurione. Se vendieron doscientos cuarenta y cuatro libros. La cola para firmar no acababa nunca; me sentí feliz, era mucho más de lo que había soñado. Cava, aperitivos, un dúo de cuerda amenizando el acto… Había estado en alguna presentación literaria y nada que ver con aquel despliegue. Acabé de firmar a las once y media de la noche.
Durante la semana siguiente, todavía en una nube, intenté concretar nuevas presentaciones antes de navidad, una época clave en la venta de libros, aunque quedaba poco tiempo. En teoría ya estaba distribuido. El gerente me remitía a V. y V. estaba desaparecido. Todavía coleaba el tema del spam, e insistí en saber el origen del problema; recibía explicaciones complejas de las que no entendía nada salvo lo evidente: ni idea de cómo había pasado. Finalizando la semana, y ante la tremenda venta de libros, pensé que era buen momento para hacer cuentas y llevar el donativo a la asociación.
El gerente me confirmó que V. había quedado en dejarle un sobre a mi nombre con el importe ese mismo día, pero el pobre estaba de funeral y no habían podido hablar para concretar. De las presentaciones, incluidas en el completo plan de marketing que me presentó cuando firmé el contrato, el gerente no sabía nada. Ni sobre la distribución, ni sobre la parte del anticipo que faltaba, ni sobre el donativo… Las pocas respuestas no aclaraban nada, daban vueltas sobre sí mismas. Me preocupaba que la distribución parecía no haber salido de Valencia, en plena campaña de Navidad, cuando V. me había asegurado que estaba ya en toda la Comunidad Valenciana y camino del resto de España.
Pasado Reyes seguía sin noticias. Mandé un correo a la desesperada y, como siempre, el gerente me dio las pocas respuestas que él también tenía. Seguían los problemas de salud de V. ―ignoraba de qué tipo― y al parecer eso paralizaba la empresa ya que él no tenía poderes para hacer o decidir casi nada.
A mediados de enero por fin tuve correo del editor. Según me informó, estaba promocionando mi novela en Rusia. ¡En Rusia! Me escribía desde Siberia, donde había ido a negociar la traducción al ruso del catálogo completo de Centurione, empezando por su novela y la mía. A Castellón no había llegado, pero estaba conquistando la estepa siberiana con gran esfuerzo físico y económico por su parte y un frío del carajo. En su correo, rayano en la euforia, confirmaba fechas concretas para llegar a Madrid, Cantabria, Galicia, Aragón… Y me adelantaba la importante reunión concertada con la dirección de FNAC para el veintinueve de enero. La novela iba como un tiro.
Firmaba el correo: El oso de los Urales.
No es broma.
Para la fecha de la famosa reunión con FNAC El oso de los Urales seguía en Rusia. Mucho ruso en Rusia, que decía Eugenio.
¿Podía empeorar la situación? Sí, podía.
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