Ocurrió un 12 de septiembre de 2008. David Foster Wallace se anudó una soga al cuello, ajustó el nudo, subió a una silla y luego se dejó caer. Dejó sin aire a una generación literaria entera. Wallace, exponente entonces de una narrativa que muchos vieron llamada a cambiar la literatura norteamericana, apareció colgado en el patio de su casa en Claremont, California. Lo encontró su mujer. Su silueta se balancea todavía pendular como una sombra sobre quienes se fundieron con sus libros y los que ahora desean olvidarlo.
Cuando la escritora Mary Karr habló sobre el acoso y maltrato al que la sometió Wallace durante sus años como pareja, un ambiente propenso a la condena de este tipo de hechos y otra mucho más virulenta dada al linchamiento fueron suficientes para bajar del pedestal de la santidad laica que le concedimos a Wallace. Cuando entendíamos su temperamento violento y cambiante como rasgos de enfermedad mental, como síntoma, no paraban unos y otros de encender velas a sus novelas, incluso sin haberlas leído. Wallace era un monstruo al que muchos leyeron de oídas, acaso sin recorrer las alambradas de sus propias obcecaciones.
David Foster Wallace era un monstruo. Así lo dijo Mary Karr y así lo repitió el orbe. Cuando Mary Karr —la magnífica autora de El club de los mentirosos (Errata Naturae)— dijo en Twitter que a Junot Díaz no le perdonaban el acoso y a Wallace le encubrían y perdonaban su agresividad, la escritora añadió una apostilla. Y no cualquiera. «Pero Wallace era blanco», dijo. Y ahí llegó el último clavo para esa enorme caja de pino donde enterraremos nuestra capacidad de entender lo complejo y de analizar el mundo con ojos seculares y tolerantes, incluso escépticos. A la muerte original de Wallace se sumó una segunda: la que le procuró el mundo tras las denuncias de Mary Kaar.
Por supuesto que David Foster Wallace era un monstruo. Alguien atormentado por una medicación que no lo salvó del suicidio y de la que D.T. Max, el periodista de The New York Times, habla en la biografía Todas las historias de amor son historias de fantasmas (Debate). A ese libro, todo sea dicho, se le afea hoy la omisión de las agresiones a Karr, algo que, sin duda, coloca las bases para un debate sobre cómo contamos a determinados seres excepcionales y por eso justamente monstruosos. Le ocurrió a Ernest Hemingway, que no tuvo más fuerzas para sostener el espectáculo de su ruda masculinidad y se mató de un disparo. Todo monstruo, aunque lleve corpachón de armario, siempre destruye, a sí mismo si es necesario.
David Foster Wallace era un monstruo. Alguien que alojaba en su interior dos fuerzas opuestas. La capacidad de transparentar y enturbiar. De crear y destruir, todo en un mismo renglón. Antes, su recuerdo pendular colgado de la percha del aniversario de su muerte nos compungía, ahora horroriza y empuja a algunos a militar en la causa de su olvido, si no su destierro definitivo de la literatura del siglo XX. Con lapidación y todo. El día que leamos, de verdad, a Philip Roth ocurrirá algo parecido. No me extrañaría que sus antaño más fervientes defensores se apearan de su admiración como hoy lo han hecho con David Foster Wallace.
Criado en una familia de clase media —hijo de profesores universitarios—, Wallace estudió filosofía y escribió, con apenas 25 años, La escoba del sistema (1987), una novela que mezclaba la lógica modal, su interés por Wittgenstein y la profunda influencia de Thomas Pynchon. Brillante según quienes le dieron clase en Amherst College —universidad de la que tuvo que retirarse en dos ocasiones a causa de sus tempranas crisis nerviosas—, Wallace tenía sin embargo una pulsión destructiva que arrojó contra sí mismo y contra quienes lo amaron. Perfeccionista, inseguro, tan ególatra como maltratado por una autoestima endeble, el joven escritor construyó, a fuerza de disciplina, una obra que se caracteriza, como su personalidad, por un cierto carácter hambriento y desaforado, casi totalizante. Una monstruosidad. Esa vieja mecha de melancolía y locura que todo lo quema a su paso.
Tanto en la ficción y la no ficción, Wallace reflexionó sobre la adicción de la sociedad norteamericana a la pasividad y el aburrimiento —él mismo era adicto a la TV— y volcó en ellos, también, cantidades ingentes de material autobiográfico. Dedicó parte de su pluma a las campañas políticas, los comedores compulsivos, los programas de televisión, pero también a la matemática, la filosofía o las drogas —legales e ilegales—, estas últimas reflejadas en su titánica La broma infinita (1996), una novela de más de mil páginas que, según el propio D.T. Max reúne «todas las virtudes y los demonios de David de forma única e irrepetible”, lo que hizo que “todas sus obras posteriores quedaran a la sombra». Muchos no consiguieron terminar de leerla en inglés —The Infinite Jest— hasta que la tradujo Literatura Random House. Hay libros que hunden en la desesperación y el sinsentido, monstruosidades necesarias para atragantarnos con ellas. Este es uno de ellos.
El 12 de septiembre se cumplen once años de su suicidio. Cuánto tiempo perdido, tiempo ágrafo, tiempo terrible en el que David Foster Wallace no escribió las novelas que a muchos nos hubiese gustado leer. Se cumplen once años de la muerte de uno de los grandes escritores de su generación y el mismo que enseñó a la mía a pensar compleja y profundamente. Se cumplen once años de su muerte, sí. Pero, después de todo, ¿quién quiere llorar por él? Parece que en este mundo, empeñado como está en darse de baja de la adultez, ya no somos capaces de arrojar una lágrima ni siquiera por un monstruo.
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