Habíamos dejado al editor en Siberia, a la conquista de la Rusia moderna bajo el sobrenombre de El oso de los Urales. Tras su último correo, confiaba en que regresaría pronto: según afirmaba, el veintiséis de enero estaría de vuelta; el veintinueve tenía reunión con la dirección de FNAC. También con una nueva distribuidora, ya que la actual era la culpable de todos nuestros males.
Mientras tanto, en Valencia la novela se vendía como rosquillas, se codeaba con la flor y nata literaria del momento en los puestos de los más vendidos, y eso me tranquilizaba. Desde El Corte Inglés se interesaron por organizar una charla sobre la situación de la mujer en la España franquista y su reflejo en mi obra, una especie de conferencia-presentación. Contacté con la editorial ―enviaba todos los correos al editor con copia al gerente, a ver si había suerte y al menos uno contestaba― para concretar fecha y alguien que me presentara, convencida de que V. ya estaba de vuelta. Solo tuve respuesta del gerente. Copio, literal: «Lamentablemente te equivocas. V. sigue haciendo el oso siberiano». Por tanto, ni reunión con FNAC ni con nueva distribuidora ni nada de nada.
Las estanterías se vaciaban y volvían a llenarse a ritmo de mambo. Y yo seguía sin cobrar el anticipo completo y las monjitas sin noticia del donativo. Para añadir más emoción a mi desasosiego, recibí una llamada del impresor, muy preocupado. Quería reunirse conmigo. Mal asunto. Por él supe que la primera edición no había sido de dos mil ejemplares, como constaba en el contrato, sino del doble; que los dos mil primeros los había servido, pero al ver que no pagaba tenía retenidos los restantes. No había forma de cobrar ―ni mis libros ni los de otros autores― y me pedía ayuda. A mí.
Estaba muy nervioso, desesperado. Me sentí impotente. Nunca imaginé que publicar fuera semejante odisea.
Tras esa conversación lo tuve claro, aquello no iba a acabar bien. Recordé la última noticia que tenía sobre el tema del donativo: aunque la editorial no había tenido beneficio, dados los costes de la presentación ―tengo dudas de que se pagara nada―, V. quería poner de su bolsillo la misma cantidad que me correspondía a mí, en total unos 800€ entre los dos, que yo podía anticipar hasta que volviera de su viaje. Decidí esperar, no me fiaba de nada que tuviera que ver con El oso de los Urales.
Aproveché que era el cumpleaños del editor para felicitarle y provocar una respuesta, aunque solo fuera un gracias que indicara que seguía vivo. Silencio.
Sin embargo, a primeros de febrero apareció un correo suyo en mi bandeja de entrada. ¡Por fin! Suspiré y me dispuse a leerlo… Era un reenvío del típico PowerPoint bucólico con paisajes idílicos y frases de Paulo Coelho. Nada más. Parecía cachondeo. Aproveché para contestarle, interesarme por su paradero y recapitular todo lo que teníamos pendiente. Pedí reunirme con él para aclarar las cosas, ya que en sus mensajes todo era estupendo, pero la realidad era muy distinta. Contestó: «Estoy en el hospital. Hoy me dan el alta. Nada más llegue a casa te llamo. Besos, Marta».
No llamó.
Era todo tan raro que decidí hablar con su abogado, el que nos presentó. A Rusia habían viajado juntos, algo sabría. Fue peor. Me contestó, muy apurado, que ya no trataba con él; había adelantado su regreso de Rusia espantado por lo que fuera que pasó allí.
Salí sin información y más preocupada que entré.
En la editorial, el gerente ―ayudado por su mujer desde hacía poco― intentaba calmar mis nervios y preparar el acto próximo como si aquello fuera una editorial normal. Yo no había parado de promocionar la novela en distintos foros y clubs literarios y tanto movimiento estaba dando sus frutos. El problema era que cuando iban a comprar la novela, no la encontraban.
Una librera de Almería me envió un mensaje diciendo que había llamado al teléfono de la editorial, para ver cómo podía conseguir el libro, y le había saltado el contestador de una empresa energética ―«Este es el contestador de Renovables tal y tal. Deje su mensaje…»―. Había hecho otro intento a través del e-mail que aparecía en la web de la editorial y le había venido devuelto. Como hoy en día es fácil localizarse, me contactó directamente para ver si yo podía ayudarla. Para entonces había conocido a otros escritores, ya fueran novatos o con la carrera cimentada, y cuando les consultaba si todo esto era habitual me miraban como si estuviera loca. Alguno dudaba que fuera cierto que me hubiera publicado una editorial.
Yo, a esas alturas, también.
A pocos días de la nueva presentación, V. me escribió. El correo comenzaba con un «Marta, todo está controlado». El tema de la distribución estaba solventado ―lo mismo me había dicho desde la estepa siberiana un mes antes―. No solo eso, le habían pedido quinientos ejemplares desde México que estaba viendo la forma de gestionar. Tenía grandes planes. De nuestra fulgurante carrera en Rusia ya no hablaba, había cambiado de latitud. También me informaba de que había conseguido que un amigo suyo, guionista en una serie muy popular en la televisión autonómica, me presentara en mi próxima charla. No me había atendido antes porque estaba organizando la presentación de otro autor, madrileño, y me invitaba a acudir al hotel Colón donde había reservado una planta para los invitados de la editorial. Como siempre, todo eran alegrías. Se despedía con «recibe un cálido beso de tu amigo y editor».
V. en estado puro: no encontraba el momento para darle el dinero a las monjitas, pero había reservado una planta en un hotel madrileño para la editorial. Harta de tantas promesas incumplidas, decidí cambiar de tono. Le di un ultimátum. Como no hay información personal, he preferido copiar los correos:
«Querido V.:
Estamos de nuevo a viernes. Otra semana que se va. Hasta el momento en que hablé con el gerente esta mañana, todo seguía igual. Y van tres meses mareando la perdiz.
No me des explicaciones. Sólo te escribo por dos motivos.
El primero es que la semana que viene quiero una transferencia con el dinero de las monjas. No doy un día más. El nombre de la editorial está quedando en entredicho, pero lo que más me importa, el mío también. A partir de ahí, tomaré las medidas oportunas.
El segundo es que, si durante la semana que viene no se producen los famosos cambios que tendrían que haberse producido en esta, según tus propias palabras, me veré obligada a buscar yo las soluciones. Un saludo»
En su contestación también pasó al ataque. Se acabó el tono flower power:
«Estimada Marta; la semana que viene tendrás la transferencia de las monjitas y en cuanto a los cambios los haré cuando estime oportuno, que es ya, no obstante, si es tu deseo, rescindimos el contrato y se acabó, solo piensas en tí y en tí, y no en los problemas que he tratado de explicarte, pero sepas que no tengo ningún problema en rescindir el contrato que firmamos en su día. A mi a buenas me sacas la sangre, pero con amenazas veladas, tienes a un leon frente a ti con la única intención de salvar su honor y su prestigio. Tu decides Marta.
Salu2.
Y cuando quieras saber algo de mí, preguntamelo a mí, y no a nadie más, y si ves que no te contesto por teléfono, escríbeme puesto que ves que siempre te contesto.
Sin más y esperando recapacites tus palabras, recibe un cordial saludo.
Si estas dispuesta a venir a Madrid, sigues invitada, pero eso lo dejo a tu elección, ya que la Editorial según tu, esta quedando en entredicho, pero el tiempo deja a cada uno en su lugar.
Confirma tu asistencia y fija fecha para vernos, pero te anticipo que no te verás conmigo, si no con el gerente. Salu2.»
El oso de los Urales se había convertido en un león. A pesar de lo que pueda parecer, yo no quería rescindir, quería que se solucionaran los problemas, no perdía la esperanza. No podía perderla, después de lo que me había costado llegar hasta ahí. Así se lo hice saber y su respuesta fue una nueva novela: problemas emocionales, familiares y de salud; un supuesto amigo mío ―no me dio el nombre― le había estafado «6000000 millones de euros» ―no sé si eran 6 billones o simplemente quiso enfatizar―, y por culpa de este desfalco ―del que yo era en parte culpable por tratarse de amigos míos―, la empresa había sufrido «una desintegración del personal cualificado»; la crisis española; la primera distribuidora le debía 60.000 o 70.000€ ―qué son diez mil euros arriba o abajo. Quienes conozcan el sector, se harán una idea de los libros que había que vender para que la distribuidora debiera ese dinero, cuando además había firmado con ellos tres meses antes―; su abogado, al que se refería ahora como «tu amigo tal», tenía la culpa de todo; ahora todo salía de su bolsillo…
La lista de problemas era interminable. Acababa viniéndose arriba: su editorial iba a ser la editorial por excelencia en los próximos años y si no tiempo al tiempo, y a partir de marzo tendría su propio teléfono. Pa que veas.
Remataba: «Asi que dime que hacemos con las monjitas, o bien me dices que cantidad te acerca el Sr. gerente, o bien lo pones tu, y me haces llegar la copia del recibo, pues yo dispongo de tu cuenta donde te haría el ingreso de inmediato»; reiteraba su deseo de que no se malograra nuestra relación profesional, su invitación a ir a Madrid y se despedía mi amigo y editor, El oso de los Urales.
¿Qué podía salir mal?
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