Uno de los lugares comunes literarios de la actualidad, que se aprestan a suscribir muy ufanos —creyéndolos originales, santo cielo— tanto la mayoría de los autores jóvenes como los carcamales más inseguros de su valía y por lo tanto más adulajóvenes, es la afirmación de que con sólo buenas intenciones o buenos sentimientos no se hace buena literatura. La frase no pasaría de ser una perogrullada más o menos inobjetable si no fuera porque también encierra una falacia.
Quienes hoy propugnan el viejo adagio se cuidan mucho de añadir que con sólo malas intenciones o malos sentimientos tampoco se hace buena literatura. Menos aún en nuestro tiempo, tan beatamente atento a los asesinos masivos, a los violadores, a los estafadores, a los ladrones, a los corruptos, a los traidores, a los sádicos y a los delatores, que gran parte de la novela mundial de este fin de siglo acabará viéndose, me temo, como la rutinaria contrapartida de las antiguas «vidas de santos». Retratar a un desalmado o narrar truculencias no va mal como ejercicio para principiantes de nivel muy bajo. Nada es tan fácil como contar atrocidades en tono desapasionado o dibujar personajes simples, ya trazados de antemano por su abrumadora condición de «individuos sin escrúpulos»: se arrima uno a un patrón y la mitad del trabajo está ya hecha antes de escribir una línea.
De la misma forma que hace unos años no había autor con ínfulas que no llevara a cabo en sus novelas o ensayos o dramas «una reflexión sobre el Poder», hoy son pocos los que no caen en la anticuada tentación de «reflexionar sobre el Mal». Suele ser la gran coartada, que se acepta con reverencia, cuando: a) la percepción del mal es muy subjetiva y difícilmente habrá dos personas que coincidan en verlo con las mismas encarnaciones; b) se trata de una preocupación bastante ingenua: no hay mucho que reflexionar al respecto o, mejor dicho, las reflexiones que suscita suelen carecer de interés; y c) es un tema trillado como pocos, sobre todo desde Baudelaire y Huysman y el conde Stenbock, por no remontarnos a los monótonos inventarios —más o menos como rosarios— del marqués de Sade.
Pero cada vez se repite más otro adagio relacionado con el anterior y que resulta menos inocente, al menos en este país. Es aquel según el cual «se puede perfectamente ser un malvado y un gran escritor» (y donde malvado puede leerse «canalla», «fascista», «miserable» o lo que al interesado más convenga). Se trata en principio de otra perogrullada —aunque no estoy muy seguro de su veracidad—, y aparentemente responde al buen propósito de evitar que se juzguen las obras literarias por su moralidad o inmoralidad, más aún en función de las biografías y los actos de sus autores. Lo sospechoso de la insistencia actual en España es que la frase se aplica casi invariablemente a aquellos escritores que se pringaron con el franquismo de mala manera y que además no se limitaron a embadurnarse en tanto que ciudadanos particulares, sino que dejaron más o menos explícito testimonio de ello en sus textos. Con la excusa de reparar injusticias politizantes, hace años que buena parte de nuestro estamento literario más rancio se dedica a reivindicar y ensalzar a gente como Foxá, González-Ruano, García Serrano, Giménez Caballero, D’Ors y ahora Pemán (!). Hace ya más tiempo se llevó a cabo la misma operación con Pla y Cunqueiro, sin duda con mayor motivo. Y en cuanto a los que aún están vivos entre los franquistas, ya se han encargado ellos de negar o borrar o falsear su pasado, con la aquiescencia, el beneplácito y aun la adulación de muchos críticos y profesores, que deberían ser los conservadores de la memoria. Es curioso cómo son siempre los mismos prohombres que infunden miedo, sea cual sea el sistema político que los ampare.
No es raro oír hoy, además, que la derecha «escribía mejor», o que tal o cual personaje indecente era un «exquisito prosista», como si aún fuera admisible el inútil y anodino concepto de «escribir bien o mal». Yo no sé todavía qué es eso (o lo sé sólo para mis adentros), y llevo leyendo la vida entera; menos aún sé cómo se mide: hay «altísimos estilistas» actuales que a mí me parecen tan sólo cursis, facilones y refitoleros; jamás diría de ellos que «escriben bien» por mucha filigrana verbal que logren y por ortodoxamente que se relacionen con la gramática y la sintaxis.
El dilema es viejo pero no ha perdido interés. El problema consiste en que los actuales defensores de los indecentes pretenden que leamos los libros de éstos exactamente igual que leemos La Pimpinela Escarlata o Historia de dos ciudades, es decir, sin hacer caso de las circunstancias políticas o bélicas o revolucionarias en que fueron concebidos y escritos, y por supuesto olvidándonos de lo que sabemos y sin embargo se nos insta a dejar de saber. Quien más quien menos admite la dificultad de juzgar las obras artísticas en el momento de su aparición, sin la perspectiva del tiempo ya pasado; en cambio, no se admite que al juzgarlas no seamos aún capaces de olvidar qué las propició, qué las trajo, bajo el manto de quiénes prosperaron, a quiénes sirvieron, a quiénes buscaron complacer o qué embellecieron o difamaron. O qué felonías cometió el autor. Es muy probable que todo eso llegue a no importar a generaciones futuras y a no interferir en sus lecturas. Como hoy no nos importa nada si el isabelino Marlowe fue un espía o si Baretti asesinó a aquel transeúnte o lo mató en defensa propia, pues ni aquel espionaje ni aquel homicidio son ya asunto nuestro ni nos conciernen. También podemos leer la mencionada Pimpinela Escalata como la entretenida narración que es, sin preocuparnos de si dañó mucho o no la imagen de la Revolución Francesa. Pero me temo que aún no podemos leer de la misma manera un texto tan repugnante como Madrid de corte a cheka, de Foxá, que hace un par de años, y con motivo de una reedición, recibió los más rendidos elogios de nuestros críticos, por lo general más reservados. [Nota bene: he dicho «repugnante», pero no por la postura política evidente en ese libro, sino por la manera despiadada y chulesca en que esa postura se manifiesta.] Y tampoco podemos leer aún, me temo, los cobistas poemas de Neruda a Fidel Castro como leemos las loas no menos cobistas de cualquier poeta a cualquier despótico rey remoto. Tampoco leemos a Lorca «olvidados» de cuál fue su muerte, ni a Mandelstam ignorando sus padecimientos en Siberia. Eso no se nos pide, y sin embargo, para ser del todo justos, son datos que no deberíamos tener en cuenta.
Sin duda es una grave limitación mía y sólo demuestra mi falta de ecuanimidad y de imparcialidad, pero hoy por hoy debo confesar que ni siquiera puedo leer a tal novelista «olvidando» que se ofreció como delator a la policía de Franco en plena guerra, ni a aquel otro «ignorando» que escribía en el diario Arriba, ni al filósofo que tildó de «jolgorio plebeyo» el advenimiento de la República, ni al historiador que antes del fin de la contienda publicaba soflamas contra «los tibios». Tampoco puedo leer «olvidándome» al autor que hoy brinda su apoyo a ETA, ni al que nada y guarda la ropa de su estalinismo maltrecho, ni al relativizador de nuestra dictadura, por muy buenos que se diga que son sus ensayos o novelas o dramas. Por no poder, ni siquiera soy capaz de leer con absoluta tranquilidad y neutralidad a Céline ni a Drieu la Rochelle ni a Ezra Pound, tan colaboracionistas, y son escritores que seguramente, de haberme tocado nacer dentro de un siglo, me habrían gustado mucho.
Pretender que no cuente lo que sabemos es tan iluso como pedirnos que al mirar un cuadro nos olvidemos de la época a que pertenece o de cuantos hayamos visto de su pintor. Es algo tan capcioso como exigir que nos acerquemos al arte limpios de conocimientos y datos y de nuestro educado gusto, como un buen salvaje sacado ayer de las selvas.
No sé qué buscan tantos de mis colegas contemporáneos —o sí—, al insistir en que nos despojemos de los prejuicios y juicios extraliterarios a la hora de apreciar la obra de los indecentes, y al recordarnos machaconamente que se puede ser mala persona y gran escritor (quizá algunos lo van diciendo por la cuenta que les trae.) Tal vez la respuesta adecuada sería: «Mala suerte»; según en qué época y lugar viva uno, le está vedado comprender ciertas cosas, o disfrutarlas, si es que han de merecer algún día la comprensión y el disfrute. Por suerte o por desgracia, la literatura no se da pura y aislada y sin mezcla; por fortuna o desdicha, la arropa o la deja en cueros también lo que no es ella misma, lo extraliterario. En lo que a mí respecta, y por injusto que sea, les deseo a esos autores «malvados» y a sus altas reflexiones y logros que gocen en el mañana de la comprensión y el disfrute de mis descendientes.
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Texto de Javier Marías de 1997 e incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001; DeBolsillo, 2009).
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