Mi abuela tenía una palabra muy andaluza para referirse al umbral de una puerta o de un portal: el tranco. El tranco era eso, el umbral, el espacio de transición entre una cosa y otra, entre la calle y la vivienda, entre una estancia y el pasillo. Pues bien, en 2016, coincidiendo con el nacimiento de mi hija, me salió casi sin querer una novela del tranco, y hoy, desde el umbral donde todavía se halla, me propongo explicarla.
Presupuestos de la historia: mi mujer y yo no parábamos de discutir tras el nacimiento de la niña. El país se llevaba a matar (y se lleva) desde el nacimiento de la nueva política. El PSOE de entonces lo mismo, desde la irrupción de Pedro Sánchez. Podemos se llevaba a matar desde que rozaron los cielos. Es decir, menos la disciplinada derecha y unos vecinos nuestros de escalera, todo el mundo se llevaba mal. Y me dije: ¿y si me meto en la cabeza y en el cuerpo de mi mujer, para criticar lo que me dé la gana y que las críticas lluevan sobre ella? ¿Y si esa invención se llama Isabel Almoyna y es una mujer que ya no cree en nada, y su marido es militante del Círculo Local de Podemos? En definitiva, que me pareció buena idea plasmar por escrito el convulso año personal y político en el que nació nuestra hija, y escribir la novela casi en tiempo real, a medida que las noticias se fuesen sucediendo.
Álex duerme en el sofá mientras Pedro Sánchez comparece ante los medios para anunciar su dimisión. Estoy por despertarlo para que no se pierda lo que lleva esperando ver todo el día: la partición del PSOE en dos, el éxito de Susana Díaz y los barones del partido. Decido dejarlo dormir. El pobre ha tenido un día muy duro. Para el socialismo, en general, ha sido un día terrible. Sin embargo, los ojos cansados de Pedro Sánchez esconden algo. Ni atisbo de amargura. Para mí que sigue una estrategia.
Toda una premonición. Y ahora una pregunta: ¿se puede querer a este país? Quiero decir: ¿se podía querer a aquella España de 2016, que como el resto del mundo sigue hoy detenida en el tranco? La respuesta la tiene Isabel, cuando afirma: «Está mal decirlo. Pero quiero más a mi hija a medida que gana en apariencia humana».
En este sentido, las sociedades que han nacido del útero de la posmodernidad, las que lloran como niños a través de las redes sociales, todavía no han adquirido su apariencia definitiva. A España, pues, se la quiere, pero se la podría querer aún más. Y mientras no conseguimos una forma para esta sociedad informe, algunos nos desahogamos con la nostalgia. Nostalgia de vida como la de Isabel, cuando recuerda sus años universitarios, libre de ataduras y cargas.
Cuánto echas de menos las ventanillas del tren de Santiago cuando atravesabas un túnel. Solo la ida reflejaba tu perfil bueno.
Pero ni la convulsa situación del país ni el nacimiento de una hija son suficientes para justificar una novela. Para eso hace falta una trama singular, y este libro creo que la tiene, aunque mejor será no desvelarla. En definitiva, que un día de mayo de 2016 llegué al final, me despojé de la piel y las ropas de Isabel, y me dije: ¿ahora qué hago, si no me conoce nadie? ¿Enviarla a editoriales? ¡Si no te la van a publicar! Me pasaba el día fregando biberones, no podía perder más el tiempo. Dibujé la portada y autopubliqué el texto en la plataforma de una compañía harto conocida y criticada. Me puse un seudónimo para no ser reconocido en la oficina (Montoya Jackson), y le pasé el libro a los amigos. A partir de ahí Isabel voló sola, y gracias a ella un editor me invitó a un café, pero eso ya es otra historia.
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Autor: Montoya Jackson. Título: Últimos días de maternidad. Editorial: Autoedición. Venta: Amazon.
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