Era mujer, analfabeta, pobre y española. Una pésima mano sin descarte posible. La vida siempre repartió malos naipes a Ana María de Soto. Era su sino desde que naciera, a fines del XVIII, en uno de esos lugares donde el hambre moría de frío y el frío, de hambre.
Sin otro porvenir que la miseria, Ana María decidió largarse. Carretera y manta, recorrió los casi trescientos kilómetros que separaban su rincón natal de San Fernando, en Cádiz, para alistarse en los Batallones de Marina. Si eras español, pobre y analfabeto; la mejor forma de pelechar, comer caliente y ver algo de mundo, consistía en enrolarte en aquella hueste, blasonada de gloria y orgullo, cuyos uniformes encima eran una chulada.
Había, claro, un problemilla. Una nimiedad. La Armada no admitía mujeres. Ni corta ni perezosa, Ana María trasmuta en Antonio María de Soto y sienta plaza en la 6ª compañía del 11º batallón, el 26 de junio de 1793. Con dos ovarios.
Cesáreo Fernández Duro en su Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón, dedica un capítulo a la resuelta joven, tras confesar tomarlo del libro Por mar y tierra de Félix Salomón, quien halló el registro de alistamiento de Ana.
Dicho asiento retrata a Antonio María de Soto como “natural de la villa de Aguilar, obispado de Córdoba, de edad de diez y seis años, pelo castaño, ojos pardos”. Resulta evidente que Ana María carecía de acentuados rasgos femeninos y debía ser alta, pues acabó sirviendo de granadero, desempeño que exigía estatura, vigor y redaños. Un granadero de esa época debía elegir objetivo, prender la mecha a sus explosivos y lanzarlos con el mayor tino posible; mientras el enemigo lo baleaba con fruición. Es más, los granaderos de los batallones de mar eran tenidos por osados pues despreciaban arrufarse, cuando rascaban sus mixtos en raspadores cosidos a sus bocamangas, origen de las sardinetas en los actuales uniformes de Infantería de Marina.
Mientras Ana María se instruía militarmente, España era un garito regido por Carlos IV, el Rey Cazador (sí, había precedentes ya); donde mandaba en realidad Manuel Godoy, donoso guardia de corps de la reina María Luisa, a quien guardaba el corps a entera satisfacción de la soberana. Tan gentil fórmula de gobierno abocó a la nación a varios conflictos, la mayoría de los cuales se perdieron triunfalmente.
Ana María de Soto pronto tomó parte en ellos. En 1794, participó en el combate de Banyuls, donde los franceses se las hicieron pasar moradas a las tropas del marqués de Las Amarillas, quien acabó levantando el campo. También anduvo implicada en la defensa y posterior abandono de la ciudadela de Rosas. Finalmente, formó en la dotación embarcada en la fragata Matilde, cuando una flota española, superior en número y navíos, salió vapuleada por los ingleses frente al Cabo San Vicente. Como anotaba Espronceda en El Diablo Mundo: “¡Ay! ¡Triste el que fía del viento y el mar!”
El granadero Soto participó luego en la defensa de Cádiz contra los británicos, que pretendían desembarcar en la playa de La Caleta bajo guía de Horacio Nelson, aunque fueran repelidos por las lanchas cañoneras españolas. Tras este hecho de armas, Ana María cayó seriamente enferma y los médicos descubrieron su verdadera conformación sexual, al examinarla. Como era mujer, incapaz de valerse y convaleciente en un lecho; la Marina avisó a sus progenitores para que acudieran a recoger a su hija.
Sus ancianos padres se vieron compelidos a desplazarse hasta San Fernando, a base de mendigar pernoctación y dinero para el viaje. La primera infante de marina del mundo, pese a cumplir como la mejor durante cinco años y cuatro meses, recibió magra recompensa: pensión de dos reales de vellón diario (el costo de una docena de huevos), grado de sargento primero, y derecho a lucir una chupa con los colores de los Batallones de Marina y su grado, sobre trajes propios de su sexo.
Si Ana María de Soto hubiera sido estadounidense; ya habríamos visto alguna peli sobre su vida, tipo esa impostura de La teniente O’Neil (G.I. Jane por título original o La sorche menganita en su traducción castellana). Pero era española.
Tras su licenciamiento, la Historia recoge que entre 1809 y 1813, reclamó en dos ocasiones el pago de sus haberes atrasados con poco éxito. En 1819, le revocaron también la concesión de un estanco a la cual pudo acceder, so pretexto de que no se podían percibir dos sueldos del estado.
Pese a que la Infantería de Marina sí le guarda memoria, los cuellos rectos de la Armada no tuvieron el detalle de dar su nombre a buque alguno. Ni siquiera a una lancha neumática. En cambio, la Infanta Cristina aún navega por ahí, en reconocimiento a sus brillantes servicios a la Patria.
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