«Vas a ver que esta ciudad es muy Onetti», me advirtió el escritor Jaime Clara la misma noche de mi llegada a Montevideo desde la orilla bonaerense del Río de la Plata. Algo había intuido yo antes de recibir su mensaje, porque el coche que me condujo desde las dársenas del puerto hasta el hotel donde tenía que hospedarme recorrió un breve trayecto en el que se sucedían callejuelas desoladas y edificios deprimidos bajo la inesperada languidez de una noche prematura. La primavera, que despuntaba en todo el Cono Sur por aquellos días, había decidido desertar y de pronto los paisajes se teñían de un brillo ceniciento, como si la meteorología quisiera sumarse a la premonición de lo que sería mi despedida del continente.
A Montevideo la bautizaron «la bella durmiente» la periodista Magdalena Martínez Vial y el artista Alfredo Ghierra en un libro muy bello cuyas páginas glosan los encantos más inadvertidos de este rincón guarecido tras las orillas de un río que sueña con ser mar y que yo pude adquirir en la librería Puro Verso, instalada en un edificio que coquetea con el art nouveau y en el que un ornamentado vitral nos recuerda que la verdad acostumbra a ser hija de la mentira. Si a Buenos Aires la llaman la París del sur, Montevideo podría ser la Lisboa rioplatense, porque no hay nada en ella que seduzca a primera vista y sin embargo basta un paseo demorado para dejarse seducir poco a poco por el encanto que emana de su dejadez. También los uruguayos tienden a identificarse con los portugueses, al menos en lo que tiene que ver con la adecuación entre personalidad y entorno, con esa tendencia a la melancolía que viene de recorrer día y noche unas calles dominadas por los ecos del pasado y en cuyas esquinas trenza el aire lentas melodías que hablan de incertidumbres y abandonos. Todo eso empieza a intuirlo el viajero cuando se asoma a cualquiera de los recodos de la rambla —el larguísimo paseo de veintidós kilómetros que recorre toda la ciudad, que la ensalza y la subraya y la obliga a mirar frente a frente a las aguas que están en el origen de su propia razón de ser— y ni el viento frío ni la lluvia, ese telón sin tiempo ni colores, impiden que se marchite la magia que ofrece la visión incompleta y fugaz de un skyline tan variado como rico en desórdenes. Las torres de la catedral y del edificio de Correos, en el corazón de la Ciudad Vieja, despuntan sobre los tejados con la prestancia aprehendida en el transcurrir de los años, y su porte distingue e identifica a la capital de idéntico modo al que lo hacen, unos kilómetros más al este, los altos rascacielos que se elevan sobre el barrio de Pocitos, símbolo de una Montevideo moderna y rutilante que en ocasiones amenaza con devorar a la otra: hay edificios que se vienen abajo por sí solos y otros que las autoridades competentes demuelen por su cuenta y sin sonrojo, como si cada vez que desaparece uno de ellos la ciudad no perdiera también un trocito de su alma. El epítome del abandono podría ser la antigua estación central de ferrocarriles, un edificio imponente que resiste en la avenida de la Paz, junto a un parque que lleva el nombre de Pablo Neruda, y donde los andenes desiertos y los muros ruinosos aciertan a hablar aún de un esplendor que parece extinguido de manera irremediable.
Una amplia avenida separa el viejo emblema ferroviario del rutilante palacio legislativo, que levanta sus hechuras ampulosas en el centro de un cruce de caminos, y también de la plaza de Juan Pedro Fabini, que aquí todo el mundo llama del Entrevero y cobija una fuente adornada por un peculiar conjunto escultórico. La Real Academia recoge en su diccionario que el término entrevero se emplea mucho por estas latitudes y hace referencia a la confusión y el desorden. El monumento que aquí esculpió José Belloni —al que se le deben muchas de las obras de arte público diseminadas por la ciudad— hace honor a tal definición con la representación amalgamada de indios, gauchos y caballos en una de las primeras batallas que se dieron por estos pagos. Por allí delante pasa la avenida 18 de julio, una de las principales de la ciudad, que conecta el obelisco erigido como homenaje los constituyentes de 1830 con la Ciudad Vieja a través de la plaza de la Independencia. Es éste uno de los espacios más emblemáticos de la discreta Montevideo, en parte por su condición de centro de poder —en uno de sus costados se alza el palacio presidencial— y en parte por el carisma que le confiere el extraordinario Palacio Salvo, que preside una de sus esquinas con la gallardía y la imponencia que mantiene desde los tiempos, ya lejanos, en que fue el edificio más alto de la ciudad. Cuando el cielo se encapota y cae la lluvia y la noche se cierne sin la menor delicadeza, se pensaría que el edificio entero se va desvaneciendo de no ser porque la luz que proyecta el faro situado sobre su torre aún es perceptible a través de la niebla, como si de algún modo el Salvo quisiese convertirse en metáfora del entorno que lo abriga.
Porque Montevideo es un secreto bien guardado que sólo se irá desvelando a quien tenga tiempo para gastar y ganas de entrometerse por las esquinas menos pensadas hasta dar con el Templo Inglés, curiosa construcción neoclásica que fue la primera sede anglicana que hubo en Latinoamérica, o descubrir que la flamante sede de Mercosur albergó en su día un lujoso hotel a cuyos pies se diseñó el parque Rodó, al que por aquí consideran como el más democrático del mundo porque fue planificado con la idea de ofrecer un espacio en el que pudieran mezclarse todos los estamentos sociales del país. Frente a él bulle el Río de la Plata, que se embravece en este punto de su curso porque sabe próximas las corrientes atlánticas, y muy cerca está la imponente playa Ramírez, otra postal paradigmática en la que la ciudad gusta de reflejarse. «Uno tiene la impresión de que aquí todos nos conocemos», escribió en Andamios Mario Benedetti cuando quiso referirse a las rutinas íntimas de la capital uruguaya, y algo de familiar hay en Montevideo al tercer día que uno sale a sus calles y encuentra en el tenue bullicio de Sarandí el eco de los paseos dominicales de su infancia. Ni siquiera esa decadencia que no termina de convencer a algunos de sus habitantes, que querrían que su ciudad diera una imagen más pulida de sí misma cada vez que la miran los extraños, le arrebata una elegancia adquirida a lo largo de los siglos y matizada a partes iguales por logros y desencantos. El hombre que me llevó en su coche desde mi hotel al aeropuerto, la mañana en que abandoné América, me dijo una frase que no ha dejado de resonar en mi cabeza desde entonces: «Una cosa es vivir la vida y otra conocerla». Montevideo, que ha conocido bien la vida, sabe que aquí nunca pasa nada, salvo el tiempo. Tras las ventanillas del auto, a aquellas horas tempraneras y bajo un sol tibio que acudía a remediar los diluvios de las jornadas anteriores, la ciudad respiraba tranquila como una bella durmiente. Y antes de despedirme de ella, deseé que no existiera en todo el mundo un príncipe capaz de despertarla.
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