Zenda continúa esta sección en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
Carne de barra. Adolfo García Ortega
Un bar: El Farolito. Nunca me ha abandonado una profunda simpatía por dos escritores dados al alcohol: Malcolm Lowry y Dylan Thomas. Quizá porque ambos son herederos de Edgar Allan Poe. Los tres dejaron su hígado para asombro de la ciencia y los tres murieron con un vaso en la mano (después de haber almacenado muchas botellas vacías en el cerebro, su mejor bar). Lowry se inventó un personaje que tal vez fuese, en parte, el depositario de muchos aspectos de él mismo, ese Geoffrey Firmin, “el Cónsul”, protagonista de su obra maestra, Bajo el volcán, un hombre atormentado, perdido en su historia y abierto a la locura de la muerte entronizada en México, allá por 1939. Este Cónsul se mata a mezcales en un bar ya mítico: El Farolito. Y yo he frecuentado mucho, muchísimo, ese Farolito.
Desde luego que lo he hecho leyendo y releyendo esa novela absorbente de Lowry que tanta pasión como asombro despertó en genios como Guillermo Cabrera Infante o John Huston, quienes adaptaron para el cine, en momentos distintos, Bajo el volcán. Incluso ahora, para estas notas, he vuelto a abrir sus páginas y a quedarme en ellas, como acodado en la barra de un bar, recordando lo que fui un tiempo, bohemio y juvenil, cuando me sentí, y con certeza, “carne de barra”. Porque hubo otro Farolito en mi vida.
A principio de los ochenta del siglo pasado, en mi Valladolid natal, siendo yo un joven poeta en busca de mundo, otro poeta con más mundo entonces, Juan Carlos Valle, abrió un bar que fue mítico en la ciudad y cuyo nombre era una declaración de intenciones: El Farolito. Obviamente así llamado porque el santo fundador de todos los artistas, escritores, músicos, maleantes, desnortados, desertores y martirizados por los sentimientos y las revoluciones que por allí bebíamos hasta altas horas era, ni más ni menos, que aquel Malcolm Lowry de ojos claros, escritor maldito y viajero por las cumbres más fronterizas que cabe imaginar, las que llevan a un abismo. Y en ese Farolito real, soñando en el Farolito novelesco, yo leía a otro inmenso borracho e inmenso escritor, cuyos versos e historias me bebía entre vodkas, mezcales y cervezas: el galés Dylan Thomas, maestro inspirador, poeta de la misma carne —también de barra— de Rimbaud.
Es interesante comprender cuál es la esencia de los bares, o de los cafés, o de su suma perfecta, el café-bar. El bar es la palabra, la conversación. Es la huida o el infierno. Y es la soledad y la compañía. Y por tanto, la tolerancia y la diferencia. “Cada uno en su mesa está próximo y distante con respecto a quien tiene al lado”, dice Claudio Magris sobre los café-bares europeos. George Steiner escribió que “Europa está hecha de cafés” (los de París, los de Viena, los de Praga, los de Madrid). Los café-bares, por tanto, son “una idea de Europa”. Patrick Modiano tiene un título maravilloso: El café de la juventud perdida. Recordarlo ahora me lleva a otro libro muy distinto, este de Azorín: Españoles en París, un libro de relatos que Azorín escribe entre 1936 y 1938 en París. Allí hay un cuento especialmente emocionante. Se titula “Una carta de España”, y en él, Daniel y Rosario, una pareja huida de Madrid, reciben una carta largo tiempo esperada, pero como sospechan que en ella podría haber noticias dolorosas y tristes, deciden no abrirla durante mucho tiempo. Por fin, un día, le piden a un amigo que la abra mientras ellos se van a pasear por París y luego, cuando regresen, les cuente lo que ha leído en la carta. Daniel y Rosario bajan a la calle, pero en vez de pasear, se sientan en un banco frente a su casa y se pasan las horas en ese banco, fabulando las posibles noticias, felices o no, que la carta que en ese momento, arriba, lee su amigo, pudiera contener. El cuento termina así: “Levantan la vista y miran —durante un instante de angustia suprema, un instante que es un siglo— la ventana iluminada de su cuarto”.
Al pensar en Azorín, me viene a la mente, a vuela pluma, otro José Martínez. Me refiero a un hombre que fue, sin duda, una figura importante para la cultura política de España, el José Martínez editor, fundador de Ruedo Ibérico, la editorial que publicó tantos libros clandestinos que formaron a la España democrática. José Martínez también fue carne de barra, y yo con él. Acodado en una barra lo conocí yo en Madrid en 1983, dos años antes de suicidarse, cuando lo frecuentaba cada semana con Jesús Moya, otro mítico editor de izquierdas, en un bar de la calle San Bernardo. Brindo por él.
El cuento de Azorín todavía me pone un nudo en la garganta. Para aliviarlo, volvería a El Farolito, a su mezcal traicionero, pero —cosas de la edad— ahora solo bebo en los libros. Por eso releo a Lowry hasta emborracharme.
Penumbras encendidas. Ernesto Pérez Zúñiga
Nos refugiaron del día y de la noche. Nos quitaron el exceso de sol y soledad.
Destilaron la noche, como si hubiera botellas llenas de ella. Noches de las Highlands, nocturno gin, grifos de espumosa y rubia noche.
Tabernas o bares de las venas y de la imaginación.
Si la biografía se midiera por estos lugares, yo sería del Cannonball de mi adolescencia, una esquina acristalada donde sonaba el jazz y compartía las primeras lecturas y poemas con mis amigos, bajo la mirada cómplice de una japonesa que nos servía copas de coñac a pesar de nuestros 15 años, aguantando el olor a tabaco malo con el que llenábamos las pipas de fumar y de aprendices de Stevenson.
Sería de la Tertulia de la calle López Mezquita, también en Granada, donde aún más joven, con trece años, iba a recoger a mi padre algunas noches para que regresara a casa conmigo y con mi hermano José María; mi padre, que nos sonreía y enseñaba sin nosotros saberlo una nueva norma de vivir, igual que antes nos había enseñado las otras: la camaradería, la escucha, la revolución de las palabras conversadas, y nos presentaba a los que con el tiempo serían también nuestros amigos: Guillermo Busutil, Javier Egea, Luis García Montero, Rafael Juárez, Enrique Morente, Horacio Rébora, el argentino expatriado que trajo a Granada una pequeña patria para nosotros, aquel bar; una patria donde, con los años, hice mis propios compañeros de armas: Alfonso Salazar y Javier Benítez, entre otros poetas, en noches atravesadas por la aventura y cantadas por tangos, como aquella madrugada en la que el mismísimo Goyeneche —traído a un famoso Festival— se puso a cantar delante de una de las mesas de mármol como si un milagro nos cayera ante los ojos.
Sería del Harén de Arquímedes, donde los hermanos Cantudo nos dejaban habitar la madrugada entre cientos de fotogramas míticos, que parecían revivir cuando Alfonso Salazar y yo recitábamos fragmentos de películas, acompañados por la guitarra tierna de Jesús Palomo. Decíamos Gene Tierney y allí estaba, diminuta en una columna. Decíamos Humphrey Bogart, Bela Lugosi, Rita Hayworth. Y un rastro de ellos se sentaba junto a nosotros en la barra.
Sería, ya en Madrid, de La Fonda La Lechuga, uno de los mejores lugares para la conversación literaria que ha tenido nuestro país en la última década. La fundó Alfredo Zamorano en 2007, a quien conocí, ese mismo año, al otro lado de aquella barra donde me enseñó un manuscrito de versos que su padre había escrito en la guerra. Una barra donde se fueron posando los mejores vinos y platos que Alfredo cocinaba con un arte supremo. Una barra donde noche tras noche se fueron acodando escritores de España y de América que poco a poco se esparcieron en las mesas del menú. La Fonda, donde tanta palabra viva ha subrayado nuestro tiempo para ir a parar a esa extraña dimensión donde quizá se entrecruzan los recuerdos de todos los que estuvimos allí. Juan Malpartida, Jorge Benavides, Juan Carlos Chirinos, Adolfo García Ortega, Ignacio Vidal Folch, Juan Carlos Méndez Guédez, Beatriz Rodríguez, Luis Mateo Díez, José María Merino, Clara Sánchez, Manuel Longares, Miguel Munárriz, Palmira Márquez, Carlos Franz, Blanca Riestra, Nicolás Melini, Antonio José Ponte, Juana Salabert, Fernando Castillo, Vanessa Montfort, Juan Manuel Bonet, Ignacio del Valle, Ryukichi Terao, José María Pérez Zúñiga, los hermanos Casariego, Clara Sanchis, Rafael Muñoz Zayas, Marina Perezagua, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Luisgé Martín, entre tantas y tantos otros.
Habría que hacer la antología de esas conversaciones y gestos que brillaron y se vaciaron como el vino atravesado por las lámparas del bar.
O ir, todos juntos, otra vez, al Farolito de Malcolm Lowry, bajo el volcán, a un lugar donde la vida y la ficción se imbrican en la penumbra encendida, y vivir y beber otra vez lo que nunca diremos a nadie.
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