Hace veinte años algunos periódicos locales habían filtrado que la novela de una joven autora (existía desacuerdo sobre si era alavesa o vizcaína) se encontraba entre las finalistas de la 48ª edición del premio Planeta. La escritora en cuestión era yo, que me dirigía al aeropuerto de Bilbao a considerable velocidad (había leído mal la hora de mi vuelo) y con un no menos considerable enfado ante la noticia, que elevaba las expectativas acerca de un premio que yo daba por perdido de antemano.
Tardaría aún en llegar el AVE a Barcelona, y ni se soñaba con que en unos años los bulos y los rumores se extenderían por las redes sociales. Internet era un espacio presente que solo unos pocos se permitían menospreciar, pero el peso de las noticias continuaba firmemente asentado en los medios convencionales. Muy pocos de mi entorno sabían que me presentaba al Planeta con mi tercera novela, y yo pretendía que eso continuara siendo así; pero me había inscrito con mi nombre (el título original de la novela, Melocotones helados, también se mantuvo), y una vez entre las quince finalistas algunos reconocieron a la autora que había llamado la atención con Irlanda año y medio antes y que publicaba en aquellos momentos en Seix Barral.
Estaba acostumbrada a ganar premios. También, casi en la misma proporción, a perderlos. En aquellos momentos, 25 años recién cumplidos y dos novelas en mi haber, una licenciatura y una diplomatura en Filología Inglesa y en Edición de Textos, una determinación y una ingenuidad a toda prueba, me parecía factible dedicarme en exclusiva a escribir. Publicaba una columna en El País de El País Vasco y otra en La Razón (A Ansón le había encantado Irlanda). Trabajaba como traductora, participaba en conferencias y encuentros, y escribía casi sin pausa: además, mi primera novela había sido traducida a dos idiomas, y no tenía prisa. O sí. El deseo, los sueños, la aspiración a conseguirlo todo pronto eran una cosa: mi comportamiento, mucho más sensato, con un pie firmemente anclado en la formación clásica, otra.
Esa noche en Barcelona, el 15 de octubre de 1999, me acompañaban mi hermana, la que fue mi agente muchos años, Ángeles Martín, y mi querido profesor Ángel García Galiano. En el aeropuerto de Bilbao, por puro azar, me había encontrado con Rosa Montero, madrina de Irlanda, y mi talismán en muchos sentidos.
A lo largo de la cena, las novelas finalistas cayeron una tras otra. Los periodistas se habían aglutinado en torno a mi mesa según mi novela superaba fases. De hecho, había dejado de comer, no por los nervios, como algunos indicaron después, sino porque los fotógrafos comenzaron a disparar las cámaras. Luego comprobé que había elegido mal el maquillaje: con los flashes me daba un aire gótico y casi duro. Nunca se me hubiera ocurrido prever algo así.
En la deliberación final, Melocotones helados quedó en segundo lugar, mientras que El impostor se hacía con el Planeta 1999. Un segundo lugar era perfecto: me otorgaba visibilidad y un buen premio, y poca responsabilidad. Sin embargo, mientras avanzaba hacia la tribuna, donde el anciano señor Lara, fundador de Planeta, su hijo, y Mariano Rajoy, ministro de Cultura, me esperaban, el jurado rectificó. Se había leído mal el acta, y Melocotones helados era la novela ganadora.
De manera que subí al podio como finalista y lo bajé como ganadora, casi cegada por los flashes, que no cesaban, y con la certeza de que todo había cambiado en unos segundos. Aún no sabía entonces que era la ganadora más joven hasta la fecha. Esa cuestión apareció en la rueda de prensa posterior; también esa noche comenzó mi lucha contra los titulares, que continúo perdiendo. Hice enemigos que me confesarían años más tarde que mi premio les había amargado la vida, envidias, de las que no fui demasiado consciente, y prejuicios que han tardado años en diluirse, si es que lo han hecho.
Pero ante todo gané una difusión insospechada con una novela que infinidad de lectores recuerdan, que apareció con una primera edición de 210.000 ejemplares y que se reeditó en catorce ocasiones en tapa dura. Gané más de una docena de traducciones, buenas críticas, varios premios más (entre ellos el Qué Leer a la mejor novela de ese año) y el calor y el afecto de miles de desconocidos que me han acompañado estas dos décadas. Gané una maravillosa compañera de viaje, Nativel Preciado, la finalista de 1999, que me dio una lección de generosidad y compañerismo, y el cariño de muchos periodistas que me apoyaron y prestaron atención. Planeta ha experimentado desde entonces muchos cambios; pero Laura Franch y su equipo de prensa aún siguen ahí, como continúa Paco Barrera, en comercial, Ana Gavín, Carmen Ramírez y tanta otra gente que hizo fácil lo difícil.
Aquella noche no comenzó mi carrera literaria (lo había hecho muchos años antes), ni mi aguda conciencia del peligro de convertirse en un personaje, algo que tenía presente ya entonces. En realidad, no cambiaron demasiadas cosas: continué trabajando y escribiendo como antes, a una velocidad y a una dimensión aceleradas. Pero las que cambiaron, cambiaron para siempre. La ingenuidad. El anonimato. La pretensión de crecer sin prisas.
El Planeta me ofreció una fantástica oportunidad que tomé ávidamente. No me importaba su dotación (dos años más tarde se dobló), ni la efímera fama. Sabía de sus trampas. En mi caso no era un espaldarazo, sino una puerta abierta. Todo libro, en cierta medida, lo es. Me permitió viajar, formarme en tantas otras cosas, publicar ensayo y experimentar con la creación, reforzó la confianza de los demás en mí. La mía, cosas de la edad, no necesitaba entonces demasiados refuerzos. Me dio otra vida, insospechada, pero no por eso menos real, ni menos auténtica.
Desde hace veinte años recuerdo este día con agradecimiento y con un punto de nostalgia: tantas cosas han cambiado, tanta gente se ha ido. Mi Planeta fue una hermosa excepción: premiaba a una desconocida joven con una novela literaria, confirmaba que los sueños de tantos aspirantes podían cumplirse. No se ha vuelto a repetir un caso similar. Si lo hubiera sabido entonces quizás me hubiera dirigido a aquel aeropuerto con menos prisa y de mucho mejor humor.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: