Aquella tarde de un gélido invierno de 1906, Holmes y Watson habían viajado a Londres porque tenían reservado un palco en el Royal Opera House, más conocido por «Covent Garden», para asistir a la ópera Rigoletto.
Desde que amaneció pudieron darse cuenta de que había sido una idea desafortunada el plan de viajar a la gran ciudad, por el hecho de que desde los acantilados blancos de Fulworth ya se veía venir sobre la línea del horizonte unas nubes negras como la pez, algo parecido a un muro infranqueable colocado por la Naturaleza. Raras veces desde su apacible retiro habían contemplado un panorama tan sombrío y desolador, pero el caso es que la reserva del palco se había realizado con casi un mes de antelación y Holmes tenía grandes deseos de escuchar al gran tenor español Florencio Constantino, que se venía alternando en el papel con Enrico Caruso. Una vez en Baker Street llamaron a su cochero y amigo, John Clayton, quien les advirtió de lo complicada que se planteaba la tarde-noche, pero también les dijo que durante el trayecto el cab llevaría delante del caballo un hombre «de a pie» con una antorcha de resina en la mano. Por lo que a él se refería todo estaba bajo control.
El viaje hasta el Covent Garden se realizó sin grandes inconvenientes, y una vez en la sala pudieron observar que, a pesar de las precauciones tomadas por el personal del teatro, una buena parte de la niebla se había colado en el interior de la sala y los coros no alcanzaban a divisar la batuta del maestro. Además, estuvo a punto de suspenderse la sesión por faringitis aguda de una de las sopranos.
Al salir, en la misma puerta del teatro, pudieron ver la tranquilizadora antorcha que llevaba el hombre «de a pie» de su cochero, quien, una vez que tomaron asiento, les dibujó un panorama sombrío. Según se comentaba, varias docenas de personas habían muerto y otras estaban acudiendo en masa a las puertas de los hospitales. En las dos horas y pico que había durado la representación teatral las cosas se habían complicado hasta límites insospechados. Para entonces ya se sabía que muchos de esos fallecimientos se debían a las emisiones del carbón, ya que los hogares domésticos, por el frío y la humedad reinantes, aumentaron considerablemente su consumo. Aunque no se conocían todavía los procesos químicos exactos que provocaron la combinación mortal de niebla y polución, lo cierto es que la mezcla resultante fue el azote de los cardíacos, de los asmáticos y de los que tenían maltrechos los bronquios, muchos de los cuales murieron sin apenas asistencia. Se sospechaba que además algún agente atmosférico desconocido y sumamente patógeno se había liberado y estaba creando otra serie de problemas inexplicables.
Todo esto a los londinenses no les preocupó en un principio porque no parecía ser una niebla diferente de las que habitualmente se formaban sobre la gran ciudad. Ahora, sin embargo, parecía un castigo divino que empeoraba por momentos. Era como un círculo vicioso: el frío obligaba a quemar más y más carbón para mantener los sistemas de calefacción en funcionamiento, y los humos de las fábricas y hogares se fueron acumulando peligrosamente sobre el cielo de la metrópoli ante la ausencia total de viento. Algunas fuentes autorizadas se aventuraron a decir que el sulfato fue el detonante de la niebla y que llegaron a formarse peligrosas partículas de ácido sulfúrico a partir del dióxido de azufre.
A John Clayton lo abordó en plena marcha el encargado del depósito donde guardaba su cab y le puso al corriente de que el periódico vespertino Evening Standard había lanzado una edición especial con un editorial de Herbert G. Wells, escritor especializado en temas fantásticos y científicos, y buen amigo de Holmes y Watson, en el que recomendaba al público en general que permanecieran en el interior de sus domicilios con los postigos de las ventanas bien cerrados. Como estudioso y experto en la materia, había recogido muchos testimonios de la gente que vagaba sin rumbo por la calle y escribía en el diario que estaba en disposición de anunciar que se había alterado de tal forma el equilibrio de las diversas moléculas que integraban la atmósfera que la gente creía ver, con toda nitidez, en el presente, acontecimientos que habían ocurrido en el pasado o no habían sucedido nunca, circunstancia que nadie se atrevía a explicar.
Holmes le dijo al cochero que no los llevara hasta Baker Street, pues ellos dos solos podían arreglárselas perfectamente, pero Clayton insistió en conducirlos hasta la misma puerta del 221B. En la calle observaron que la niebla también se había introducido en el portal.
Empezaron a subir los 17 escalones y al llegar al rellano de la puerta de entrada vieron que, por un descuido, se la habían dejado entreabierta y por ella asomaba, entre la densa bruma, la cabecita del perro cachorro que Watson había aportado a su relación con Holmes y de cuya existencia siempre se dudó.
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