Carta de una desconocida, de Max Ophüls
en esta desprotección está la intimidad
Decidí escribirte esta carta porque tenía todas las palabras conmigo y no hubo otra manera posible de dártelas. Cada letra se engancha un poquito, se arrastra por mi cuerpo y lleva consigo algo de sangre, y no pienses que no reconsidero siempre la posibilidad de que esta carta carezca de sentido. Decidí escribirte, pese a todo —pese al largo tiempo que parece haber atentado contra todas mis justificaciones—, porque acumulaba las voces en mi cuello y todas las demás cosas que me gustaría decir esperaban detrás de ti, de todo lo que no pude contarte pese a haberlo deseado. Por eso escribo estas cosas cuando es noche, por eso trato de reencontrarme con la vulnerabilidad que la protección de tu cuerpo podía ofrecerme y que yo imito con espejos, con largos espejos hechos de palabras.
I. en las líneas de mi cuerpo alcanzas la extinción
Claudia González Caparrós (A Coruña, 1993) apareció merodeando el lugar entre los cuerpos y los espacios en Si la carne es hierba (Sully Morland) (La Bella Varsovia, 2015); de aquella sinuosa invitación a las grietas queda, en Te miro como quien asiste a un deshielo (La Bella Varsovia, 2018), un largo rastro de ausencias. Si entonces la clave del lenguaje estaba en tocar, quizá en el justo instante previo al contacto, ahora la mirada se ubica mucho más adelante, en una larga geografía de secuelas, de cenizas del íntimo contacto. La poeta construye su desamor desde un lugar muy concreto: el de la desaparición, huella a huella, de la persona amada.
el interminable ritual cotidiano de borrarte
Así se plantea el desamor: como un desaprendizaje. Corre el tiempo hacia atrás desde los cristales del dolor hacia el rumor de una figura que empieza a desdibujarse en el horizonte, a convertirse más en una intuición que en una certeza; de ahí al olvido, al diario camino hacia olvidarse de los gestos aprendidos. Los poemas de Claudia González Caparrós parecen agarrarse a cualquier indicio posible, a cualquier rastro de memoria procedimental: la forma en que la persona amada se pulsaba los centros de las manos, la forma en que la persona amada expresaba su soledad; en el regreso rutinario a esos lugares se abren de nuevo heridas aparentemente suturadas, y en el desván de las emociones encuentra la poeta el material con el que construye su ruinoso universo —que deja intuir, asimismo, un pasado de esplendor—.
Si la mayor parte de los poemas de Te miro como quien asiste a un deshielo se suceden en una intimidad calmada, en el braceo tentativo de un cuerpo que en la oscuridad busca a otro cuerpo, en dos ocasiones se quiebra el ritmo: Claudia González Caparrós introduce, con cuidado, dos poemas largos en cursiva que agitan la relación entre la voz poética y el paso del tiempo. En esas dos ocasiones, dispuestas como largas remembranzas, parece que los dibujos de la persona amada son más nítidos, que el contacto entre los dos cuerpos es, de hecho, posible, que la carta escrita se manifiesta no sólo como dispositivo estético, sino como un artilugio real, como un texto destinado a ser leído. Si se estudia el poemario como a una búsqueda, podría decirse que estos son los dos momentos en los que la poeta se piensa más cerca de tocar la palabra adecuada; los momentos en los que la presencia de lo perdido está más cerca de materializarse, de regresar al mundo físico. Al final, de nuevo y como el agua: las cosas se evaporan y regresa el ritmo entrecortado, regresan las repeticiones, los esquemas de búsqueda desde las tinieblas.
II. soy el lugar en el que sobrevives
tocándote, tocándome, el cuerpo era lo único recíproco
Me observo al despertar, tan solo; me observo en el espejo y estudio los lugares de mi cuerpo que puedo identificar con el tuyo. Lo más cercano que tengo parecido a tus manos son, de hecho, las mías; lo más cercano parecido a tu soledad, también la mía. Construyo entonces tu posible vida lejos de mí en función de las cosas que a mí me suceden o dejan de sucederme, me cuesta mucho imaginar que tú comprendas caminos distintos a los míos. Imagino así de idénticas nuestras vidas separadas porque sostengo, hundida en el fondo de mi ser, la idea de que tú y yo somos siempre lo mismo.
***
Escribe, con particular cuidado, Claudia González Caparrós: «me moldeabas sin romperme, me moldeabas / sin deformarme, / sin incidir en mí, y me tocabas / casi sin tocar». Esa es la mirada sobre el amor que recorre el libro como una sombra, como ese rastro de huellas que comienzan a desdibujarse sobre la arena. Es cierto que Te miro como quien asiste a un deshielo es un poemario que apunta de lleno a los procesos del desamor, pero resulta extrañamente confortable comprobar cómo, en su reverso, se escribe con tanta ternura sobre el amor que ahora se llora. Así, pese a la desesperación —»mi ansia de escribir / tu nombre sobre todas las superficies de la tierra»—, la poeta adivina también las formas del cariño —»en voz tan baja que te haga estremecer / en las profundidades de la delicadeza»—.
Precisamente en el diálogo entre esos dos tiempos vuelve a incrustarse Claudia González Caparrós —igual que lo hiciese entre la piel y la tierra, entre la carne y la hierba en su poemario previo—, atraída por la forma en que la luz se escurre por las grietas de las cosas, por cómo la escritura desplaza la amargura del presente y la confunde con un estado de excitación anclado en el pasado. Todo se mezcla, imbuido por una voz elegíaca, y así el amor y el desamor se unen conceptualmente, partes indistinguibles de una esfera. No en vano, apunta: «la huella / que el río ha dejado sigue siendo / (todavía) / el río», y explicita ese discurrir, esa unión en base a un amor que, aun en la extinción del cuerpo amado, se niega a asumir la extinción propia.
Escribe yo estaba allí, amor, estaba allí como la lluvia, y en medio de todas las paredes grises no resulta complicado acariciar una felicidad sencilla, apaciguada como la caída de la lluvia sobre los cristales de una casa compartida.
III. y caerá la oscuridad y la cuidaremos
Lo reconozco: desde hace un tiempo, hay muchos días en los que no me acuerdo siquiera de ti. No pienso en ti ni un momento. Después me doy cuenta y me culpo, quizá en base a una exigencia pasada. Pienso que en otro tiempo me habría enfadado conmigo mismo si algo así llegase a ocurrirme. Entonces pensaba que el tiempo no jugaría un papel tan relevante en todo esto, que, de todas las cosas del mundo, recordarte a ti sería la más fácil de todas. Sin embargo aquí vuelvo, con los contornos de tu rostro borrosos en la memoria, incapaz de dibujar los tamaños de tu cuerpo alrededor del mío.
***
a encender esta lámpara, renuncio
Quizá sea el tramo final de Te miro como quien asiste a un deshielo el más valiente, aquel en el que Claudia González Caparrós exhibe una mayor entereza: sus palabras empiezan a olvidarse de los ritmos entrecortados, vuelven a ser perfectamente redondas, vuelven a afirmarse sobre su propia esencia. Anuda las cosas de la siguiente manera: «te escribo / no porque busque recordarte, / sino como camino que me aparte del recuerdo», y entonces todo el aparato en torno a la ausencia se reinterpreta en torno a unos parámetros distintos; entonces uno deja de pensar en el enunciado inicial —decidí escribirte esta carta…— como una interpelación y fija la importancia de las cosas sobre la idea de la escritura como proceso, como depósito, como materialización en sí misma.
El segundo poemario de Claudia González Caparrós, tan aparentemente manchado por la lluvia de un presente gris, gira sobre sí mismo para erigirse alegato: celebra, de modo apocado, su fragilidad reencontrada. Tras atravesar el endurecimiento de la pérdida, la voz poética descubre de nuevo la arena blanda de lo vulnerable y reconoce sus distancias; de nuevo en casa, pese a lo oscuro, la poeta asume que la luz acabará llegando. Y, mientras tanto, del braceo aprenderemos.
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Autora: Claudia González Caparrós. Título: Te miro como quien asiste a un deshielo. Editorial: La Bella Varsovia. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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