Una docena de prisioneros de Zenda celebran la publicación de El prisionero de Zenda por Zenda Aventuras. Publicamos de manera simultánea artículos sobre prisiones reales o imaginarias, sobre prisioneros o sobre la novela de Anthony Hope. A continuación, reproducimos un texto de Miguel Santamarina.
Sentado en la mesa, con los pies sobre el brasero, observaba con miedo y ansiedad cómo mi abuela Mercedes venía desde la cocina hasta el salón. Con un huevo en la mano izquierda y la sopera en la otra. Se balanceaba de izquierda a derecha y de izquierda a derecha, desafiando la ley de la gravedad sobre las desgastadas caderas que quebrarían años más tarde. Cuando por fin llegaba a mi lado —con la cazuela casi llena y el huevo intacto— me hacía siempre la misma pregunta: «¿Lo vas a hacer tú?». Yo le respondía que sí con la cabeza. A continuación, rompía la cascara en el borde del plato de un golpe seco en dos mitades. Con cuidado pasaba el contenido de una mitad a la otra hasta conseguir separar la clara de la yema. Con cuidado echaba esta última en mi plato y la batía con decisión hasta que un amplio sol se esparcía por la blanca porcelana. Era el momento de echar el caldo y volver a remover hasta ligar la sopa de fideos.
Después de la sopa venía el filete con patatas —aún más amarillas que el huevo—, un «chupito» de Casera Cola y un riquísimo flan Dhul que remataba aquel espléndido festín. Eran las tres y media. El parte había terminado y, en breve, empezarían los dibujos, y lo más importante: quedaba solo media hora para poder disfrutar de la Primera sesión.
A mí los dibujos me daban bastante igual. Mis amigos solo tenían ojos y oídos para D’Artacán, Willy Fogg, David el Gnomo y todas esas pavadas. A mí lo que me volvía loco durante esos treinta minutos era adivinar qué película emitirían a las cuatro de la tarde. Pongámonos en contexto: estamos a principios de los años 80, no hay internet, ni teletexto y la única revista que anunciaba la programación —TP (Teleprograma)— no se compraba en mi casa. Lo mío con Primera sesión era una cita a ciegas. No sabía qué me esperaba: John Wayne o Paco Martínez Soria, Errol Flynn o Alberto Closas; especulaba con las posibilidades: los hermanos Marx o Ava Gardner, Gary Cooper o José Luis Ozores; apostaba por lo que sucedería: Murieron con las botas puestas o La tía de Carlos, 55 días en Pekín o Jasón y los Argonautas. Pasara lo que pasara, la diversión estaba asegurada. Toda una tarde disfrutando del cine en casa de mi abuela, soñando historias, sin gritos, sin tener que subir el volumen del televisor.
Pasaron los años, pero seguí fiel a mi cita. Me salió el bigote. Empecé a escuchar a Joy Division. Me enamoré de Winona Ryder. Pero los sábados seguían estando reservados para Primera sesión. Ya no había sopa de fideos de color amarillo ni filete con patatas. La película tenía que verla en mi casa, ya no iba donde la abuela Mercedes. Con mi primer sueldo, a los 16 años, le compré su vieja televisión a mi tía. Ella me la daba gratis, pero yo insistí en pagarle algo. Le hice sitio en mi habitación. Me compré unos cascos para no tener que escuchar las voces que venían del salón, los platos rotos que se hacían añicos en la cocina, para poder evadirme de mi prisión.
La primera película que vi en mi nueva adquisición fue una de mis preferidas: La carga de la Brigada Ligera. ¡Cuánto habría dado entonces por lanzarme colina abajo con el sable en ristre contra los rusos! La segunda fue toda una sorpresa. Había visto hace años la versión protagonizada por Stewart Granger, pero en esta ocasión el actor principal era Ronald Colman. Y en el reparto estaba uno de mis favoritos, David Niven. Pese a llevar los cascos pegados a las orejas tuve que subir el sonido para poder escuchar los diálogos de El prisionero de Zenda.
Con los años, los sábados pasaron a ser otra cosa. Ya no había centauros del desierto paseando por ellos y ni siquiera el Séptimo de Caballería podía salvarme de aquella prisión, solo yo podría lograrlo. Y lo conseguí. Abrir la puerta de mi celda no fue tan difícil, solo había que empujarla con decisión. A veces me pregunto si todavía sigo huyendo de allí.
Décadas después acabé en otra cárcel, diferente, llena de libros, de historias. En la que soy feliz recorriendo cada día sus pasillos, inspeccionando sus mazmorras, descubriendo nuevas estancias, sin ruido, disfrutando del silencio y de su belleza. Puede que Zenda sea una prisión, pero yo la siento mi refugio.
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Título: El prisionero de Zenda. Autor: Anthony Hope. ISBN: 9788412031034. Páginas: 226. Precio: 14 €. Puedes comprarlo en: LibrosCC, Amazon, Casa del Libro, Fnac, El Corte Inglés y Todos tus libros
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