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La locura de don Quijote

La locura de don Quijote

Lo dijo no hace mucho, en una de las brillantes conferencias que de vez en cuando imparte sobre el tema, el profesor Francisco García Pérez: no hay más que reparar en lo mucho que se citan fragmentos de El Quijote para constatar lo poco que se lee El Quijote. Ponía, como muestra, tres ejemplos multiplicados hasta la saciedad, más en estos tiempos en que usamos y abusamos de las redes y cualquiera se ve capacitado para avalar sus propias opiniones al amparo de una cita cervantina, por mucho que ésta sea falsa. Uno era la expresión desfacer entuertos, que no figura por ninguna parte en las páginas que narran las desventuras del ingenioso hidalgo; otro, el Con la iglesia hemos topado, frase que jamás sale de la boca de don Quijote; el último, ese célebre Ladran, Sancho, luego cabalgamos que no se encuentra en la prosa de Cervantes, sino que proviene de unos versos de Goethe («[…] Pero sus estridentes ladridos / sólo son señal de que cabalgamos») que, según se piensa, deformó Rubén Darío para articular una respuesta a quienes, en los mentideros literarios de su tiempo, gustaban de desairar su obra.

"Tanto se ha simplificado el argumento del libro, y tanto se ha repetido ese resumen, que son multitud quienes dan por hecho lo que no es tal y abusan del tópico"

Pero si hay algo que delate a quienes hablan de El Quijote sin haberse asomado con un poco de detenimiento a sus páginas es la reducción de la figura de su protagonista a la de un pobre hombre entrado en la cincuentena que un mal día enloqueció a causa de las lecturas y decidió echarse a los campos de La Mancha disfrazado de caballero andante para remedar cuantas injusticias salieran a su paso. Tanto se ha simplificado el argumento del libro, y tanto se ha repetido ese resumen, que son multitud quienes dan por hecho lo que no es tal y abusan del tópico sin sospechar que en su mera formulación radica la evidencia del desconocimiento. El debate lleva en pie desde que los ilustrados primero, y los románticos después, viesen en la obra de Cervantes algo más que un mero artefacto concebido para el divertimento a través de la parodia de las novelas de caballerías. ¿Estaba loco don Quijote? A bote pronto, la asimilación involuntaria de una convicción falaz, pero afianzada silenciosamente en nuestro imaginario a lo largo de más de cuatro siglos, puede hacernos responder que sí. Y sin embargo, no hay más que acudir al texto para encontrar la solución de la incógnita, que en unos casos se nos ofrece de soslayo y sólo si el autor es capaz de hacerse las preguntas adecuadas, pero en otros resplandece con tanta nitidez que resulta sorprendente que, aún hoy, siga la duda.

Don Quijote de la Mancha, por Ignacio Zuloaga

Entre las primeras pistas, aquéllas que nos obligan a rebuscar entre líneas, acaso la principal sea la propia figura del narrador. Conviene recordar que el célebre arranque de la novela —«En un lugar de la Mancha…», etcétera— corre a cargo de una voz que presume de omnisciente y que no abandonará la primera persona hasta que en el capítulo IX de la primera parte, justo después de que se deje en suspenso la embestida de don Quijote contra el vizcaíno, quien nos habla —que hasta entonces se había mostrado ajeno a los hechos, aunque no se privara de darnos su opinión de vez en cuando— pasa a emplear la primera persona para contarnos que lo que hasta entonces hemos leído no es producto de su imaginación ni de su conocimiento, sino que se ha limitado a glosar con sus propias palabras una historia que él mismo estaba leyendo y que finalizaba abruptamente en ese punto, es decir, con el caballero a punto de batirse en lo que parecía ser un sangriento duelo contra su inopinado rival. Tras mostrar su abatimiento por la interrupción —«[…] el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento»—, comienza a relatarnos cómo un buen día, paseando por la vieja judería de Toledo, se encontró un cartapacio repleto de caracteres arábigos y solicitó a un morisco que pasaba por allí que le tradujera sobre la marcha algún pasaje. Al reírse éste tras leer una anotación pergeñada en uno de los márgenes —«Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha»—, el anónimo narrador entendió que lo que contenían aquellos papeles no era otra cosa que la historia completa que él había tenido que interrumpir. Es entonces cuando descubre que su autoría corresponde a un historiador arábigo llamado Cide Hamete Benengeli, que sería así quien realmente puso negro sobre blanco las aventuras y desventuras de don Quijote. El narrador encarga al morisco que le realice una traducción completa, y a medida que éste va cumpliendo su labor él va reescribiéndola a su modo y manera para referírnosla a nosotros. Es decir, son tres las voces que nos trasladan la historia: en primer lugar, la de Cide Hamete Benengeli, a quien se confiere la autoría primordial de la obra; después, la del morisco que se encarga de traducir el texto al castellano; por último, la de ese narrador que nos habla. Las equivocaciones en las que incurre a menudo —duda al referirse al apellido de Alonso Quijano, tampoco llega a quedar nunca muy claro el nombre verdadero de la mujer de Sancho Panza—, la libertad con la que opina de algo que no puede saber por la simple razón de que ni él estaba allí ni conoció la historia de primera mano, y la certeza de que aquello que nos cuenta ni siquiera es su versión de la narración original, sino la interpretación que hace de lo que otro le ha contado de esa narración original, pueden dar a entender que aquello que se nos relata no sucedió realmente así, y que tal vez todo cuanto estamos conociendo no sea más que el fruto de una tergiversación —¿voluntaria?— que tiene como objeto desacreditar a su protagonista con el único fin de arrancar la carcajada a los lectores.

"Don Quijote no estaba precisamente loco o, cuando menos, no se puede decir que su locura fuese indeseada"

Porque por todo el texto quedan desperdigadas, como ya se ha apuntado, otras señales que indican que don Quijote no estaba precisamente loco o que, cuando menos, no se puede decir que su locura fuese indeseada. En un estupendo ensayo que tituló El Quijote como juego, y que por desgracia es muy difícil encontrar en nuestros días —lo publicó Destino en 1984—, Gonzalo Torrente Ballester aportó hasta cuatro pruebas irrefutables de que Alonso Quijano ni mucho menos se encontraba tan fuera de sus cabales como el anónimo narrador de sus andanzas da a entender. Una de ellas se fundamenta en la batalla contra los rebaños de carneros; otra, en el ataque a los pellejos de vino; la tercera husmea en el modo en que pide explicaciones a Sancho tras la visita que éste realiza supuestamente a Dulcinea; pero la más decisiva es, sin duda, la que tiene que ver con cierto documento legal que el ingenioso hidalgo extiende a su escudero. Ocurre en el capítulo XXV de la primera parte. Don Quijote y Sancho Panza andan por Sierra Morena y el escudero solicita permiso para ausentarse unos días y visitar a su familia. Su amo se lo da y le hace un encargo: que aproveche el viaje para hacer llegar una misiva amorosa, que redacta allí mismo, a su anhelada Dulcinea y que firma como El Caballero de la Triste Figura. Sancho le recuerda que le había prometido compensación por la pérdida de su asno, y don Quijote, fiel a su palabra, pergeña también el texto de una carta con hechuras de pagaré dirigida a su sobrina: «Mandará vuesa merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de vuesa merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recibidos de contado; que con ésta y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto de este presente año». Sancho pide a don Quijote que firme esta segunda carta «con mucha claridad, porque la conozcan en viéndola». El caballero, sin embargo, le responde que «no es menester firmarla […], sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante».

En ese pasaje está el gran meollo de la cuestión, la prueba que Cervantes, o su narrador, nos brinda para concedernos la certeza de que don Quijote no está loco, sino que se lo hace. El caballero no tiene problema en firmar la carta que escribe a Dulcinea del Toboso, porque tal escrito obedece a las pautas de la ficción en las que él mismo enmarca su personaje —recordemos que Dulcinea no es tal, sino una labradora de una aldea manchega llamada Aldonza Lorenzo y a la que don Quijote reviste de portes nobiliarios para convertirla en una dama digna de sus amores— y, por lo tanto, es perfectamente natural que identifique el texto con el nombre con el que se mueve en el mundo que él mismo forja a su alrededor. La carta que expide a Sancho, en cambio, pretende tener valor legal, es decir, se trata de un documento que debe servir al escudero para que obtenga, previa supervisión de alguien autorizado —en este caso, la sobrina de Alonso Quijano—, una suerte de remuneración consistente en los tres asnos que en ella se especifican. Don Quijote, por tanto, no puede firmar ese texto como tal, dado que sería tanto como atribuírselo a una personalidad ficticia, y tampoco como Alonso Quijano, porque eso supondría reconocer que es perfectamente consciente de su mutación, y de ahí que insista en extender simplemente una rúbrica que, a buen seguro, su sobrina conocería bien por haberla visto antes en multitud de ocasiones. Don Quijote, por tanto, sabe que él no es quien dice ser, sino otro que es quien verdaderamente puede hacer uso de sus bienes y sus posesiones y disponer de ellas del modo que su voluntad dicte. «Yo sé quién soy», dice unas cuantas páginas antes —en el capítulo V de la primera parte— a su vecino Pedro Alonso, cuando éste lo recoge totalmente desarbolado y lo conduce de vuelta a la aldea, consumado el fracaso de su primera salida. A la luz de los acontecimientos de Sierra Morena, es inevitable volver a esa frase para encontrarle un sentido bien distinto.

"Todos querríamos ser quijotes, y no sanchos, porque, como escribió Mario Vargas Llosa en su ensayo La verdad de las mentiras, la actitud del hidalgo honra a nuestra especie"

¿Estaba loco don Quijote? Aunque el narrador de sus andanzas lo asegure, en realidad durante toda la narración no deja de emitir señales que indican lo contrario y que nos presentan al buen hidalgo como un hombre que, a las puertas de la vejez y acechado por el feroz aburrimiento que domina sus rutinas en la Mancha, toma la resolución de echarse a los campos esgrimiendo un puñado de valores en desuso en un tiempo y un lugar que destilan decadencia. La locura de don Quijote es la lucidez de quien comprende que está rodeado de miserias y opta por combatirlas a través de una parodia que desnude a cuantos le rodean y les abandone a solas con su propia incomprensión. El sueño de quien opta por los ideales antes que por la resignación. Y todos querríamos ser quijotes, y no sanchos, porque, como escribió Mario Vargas Llosa en su ensayo La verdad de las mentiras, la actitud del hidalgo honra a nuestra especie. De ahí que cuando en su lecho de muerte finja recuperar esa lucidez que en realidad nunca perdió, su hasta entonces realista escudero le suplique que vuelva a las andadas. Por eso El Quijote, más de cuatrocientos años después de su publicación, nos sigue interpelando como el primer día: porque habla de la vocación de ser quien no se ha sido, es decir, de uno de los grandes sueños recurrentes de la humanidad entera. Y también el impulso del que nacen las novelas.

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