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Lenguas (de España) y literaturas

Lenguas (de España) y literaturas

Se han dado en las últimas semanas noticias que, pese a su relevancia relativa —rara vez ocupan la primera plana las cuestiones culturales, y casi nunca su repercusión desborda el ámbito en el que se inscriben—, han traído a colación el casi siempre controvertido tema de la pluralidad lingüística en España. Bernardo Atxaga, escritor vasco, ha ganado el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra; el catalán Raimón Portell obtuvo ese mismo galardón, en la categoría dedicada a la literatura infantil, por su novela Camins d’aigua; y a Pilar Pallares le correspondió el de poesía por su libro Tempo fósil, escrito en lengua gallega. El colofón lo puso Joan Margarit, que al término de la pasada semana veía cómo su nombre pasaba a engrosar la nómina de ganadores del Cervantes merced a una obra amplia y excelsa en la que se alternan el catalán y el español. Sea por puro azar, o sea porque alguien haya solicitado especial sensibilidad a los jurados, no deja de ser buena noticia que se visibilice lo que, no por conocido, deja de generar suspicacias: la coexistencia de varias lenguas en un mismo territorio y su aportación a un acervo cultural común del que todos deberíamos sentirnos depositarios.

"No es baladí que el propio Alfonso X eligiese el gallego para escribir sus Cantigas de Santa María, y tampoco está de más recordar que Miguel de Cervantes fue un devoto lector del Tirant lo Blanch"

No corren buenos tiempos para argumentar con quienes sólo entienden la historia como una ascua que arrimar a su sardina ni encuentran mejor pasatiempo que el de enfrascarse en una guerra de banderas tan pintoresca y boba como inútil. En la endiablada competición con la que buscan dirimir quiénes, y en razón de qué, son más patriotas, se pierde la perspectiva sobre el devenir que nos ha traído al lugar en el que estamos y se esquivan cuestiones importantes para comprender que todos provenimos de un mismo tronco común y formamos parte del mismo ramaje. Casi aburre recordar que los romanos trajeron el latín a la península ibérica y que el idioma fue poco a poco aclimatándose a su entorno, adoptando fórmulas variantes que se afianzaron en territorios dispersos y que pervivieron después de que la lengua madre se extinguiera con el imperio que le había dado expansión y fortuna. La filología tiende a considerar que esos dialectos que nacieron a partir del corpus latino —el gallego-portugués, el asturleonés, el navarro-aragonés, el catalán y las distintas variantes mozárabes— adquirieron la categoría de lenguas justamente cuando desapareció el idioma del que procedían. Todas ellas convivieron —también el euskera, que ya se hablaba antes del desembarco del latín y logró resistir al empuje de éste— durante varios siglos, por más que experimentaran suertes desiguales y evidentemente vinculadas a la suerte política que iban corriendo sus ámbitos geográficos respectivos. Cuando Alfonso X decidió en su corte de Toledo que el castellano sustituyese al latín en los documentos oficiales, este idioma empezó a asumir la hegemonía comunicativa en lo que un tiempo después se convertiría en el Reino de España.

Ahora bien, el hecho de que una lengua destacara sobre las demás no quiere decir que éstas quedasen abolidas, sino que se mantuvieron vigentes en los territorios que las habían visto nacer. Unas vieron cómo su peso se iba debilitando, al quedar circunscrito su uso a áreas rurales y generalmente apartadas de los incipientes núcleos urbanos desde los que se gestionaban la gobernanza y los negocios, y otras mantuvieron su arraigo y hasta conocieron un nuevo vigor, ya que gozaron de una temprana tradición literaria y contaron con una burguesía que les dio uso en sus relaciones y sus tratos comerciales. El castellano adquirió una posición principal que iría consolidando con el paso de los años, sí, pero sus lenguas hermanas se las fueron arreglando para sobrevivir, mejor o peor, y fijar una impronta en sus zonas de influencia. Y en ningún caso las distintas lenguas renunciaron a intercomunicarse cada vez que era posible. No es baladí que el propio Alfonso X eligiese el gallego para escribir sus Cantigas de Santa María, y tampoco está de más recordar que Miguel de Cervantes fue un devoto lector del Tirant lo Blanch que escribiera el valenciano Joanot Martorell.

"El Antiguo Testamento ya hizo lo que pudo por presentar el plurilingüismo como una maldición bíblica"

Aun así, no hemos llegado a nuestro tiempo sin fricciones. El Antiguo Testamento ya hizo lo que pudo por presentar el plurilingüismo como una maldición bíblica. El auge de los nacionalismos llevó a que los distintos idiomas adquirieran el estatus de hecho diferencial. Franco, buen conocedor de la doctrina católica, dilapidó el intento de la II República de integrar de manera natural la diversidad lingüística dentro de un mismo Estado. Con esos mimbres, las lenguas de España, y sus literaturas, han sido protagonistas preferentes, y siempre de manera injusta, de cuantos conflictos territoriales se han venido desencadenando a partir de la Transición. Suele decirse que la promoción de los idiomas periféricos —permítaseme el adjetivo «periféricos» para aglutinar a las lenguas españolas distintas del español— consolida y espolea al nacionalismo, pero basta un mero repaso a la experiencia y la estadística para desarmar esa aseveración. De las seis autonomías que cuentan con lenguas cooficiales, sólo en dos —Cataluña y Euskadi— ha gobernado de manera clara desde que se restauró la democracia un nacionalismo que ha sido más o menos soberanista en función de sus circunstancias. En las otras cuatro —Galicia, Navarra, Comunidad Valenciana y Baleares— ha sido el PP quien durante más tiempo ha manejado la batuta del poder. Y no debemos dejar de señalar que en las mencionadas Cataluña y Euskadi el nacionalismo gozaba de gran predicamento desde muchos años antes de que sus lenguas adquiriesen el reconocimiento oficial. Basta con escarbar un poco en sus fundamentos para llegar a la conclusión de que fue y es la economía, no la sociolingüística, la que hace girar los goznes de sus reivindicaciones, por más que los propios nacionalismos empleen las lenguas como cebo con el que captar nuevos adeptos y afianzar a los ya convencidos. La estrategia da resultado, es evidente, pero no deberíamos culpar de ello a los idiomas, sino a quienes han permitido, por acción u omisión, que la convivencia de varias lenguas dentro de un mismo predio pueda llegar a convertirse en una razón para la afrenta. Lejos de congratularnos por vivir en un país donde la confluencia de culturas variopintas ha conformado un carácter diverso y fascinante, de buscar en el diálogo y en el intercambio un espacio común donde crecer y desde el que hacernos fuertes, nos obstinamos en levantar parapetos para encaramarnos sobre ellos y lanzar pedradas al vacío.

"Demasiadas veces nos cuesta aceptar que la unidad nace de la suma de muchas particularidades"

Demasiadas veces nos cuesta aceptar que la unidad nace de la suma de muchas particularidades, o que las partes deben asumir un marco trazado desde el todo y ese todo, en justa correspondencia, ha de perfilar un entorno en el que todas las partes encuentren acomodo. Nos cuesta interiorizar que tan valiosos resultan para nuestro acervo Calderón, Lorca, Pardo Bazán y Galdós como Rosalía de Castro, Gabriel Aresti o el propio Joan Margarit, cuyo reconocimiento con el Cervantes debió de disgustar, a tenor de las reacciones, tanto a los apóstoles de la españolidad como a los catalanistas más patriotas. Tampoco nos da por razonar que, si creemos que Galicia, Euskadi o Cataluña son parte de España, es lógico deducir que el gallego, el euskera y el catalán son a su vez lenguas de España y merecen ser reconocidas y valoradas como tales. Que en aras de ciertos intereses políticos se cometan excesos con ellas, que se las vapulee o se las convierta en estandartes con los que arropar veleidades nada amables, no implica que tengan que ver menoscabado su derecho a existir, ni justifica el desprecio con que tristemente las obsequian quienes las desconocen.

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