Un montón de niños, apartados de las escuelas y de los circuitos sociales establecidos, aprenden erráticamente en las calles, intentando hacer sobrevivir a sus sonrisas infantiles.
La toga, un cuento de Felipe Trigo
Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.
Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.
A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oír vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.
—¡Señolito, el Helaldo! —dice un chicuelo tan alto como el periódico.
Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.
Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manita aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda… como todos los niños, en fin.
«¡Los golfos!», es cuanto dice al verlos el hombre grave, lo mismo que dice bajo los árboles del Retiro: «¡Los mosquitos!». El que más, recuerda en ellos el Gavroche; los halla chistosos y simpáticos, y se figura que van a ser eternamente gorriones de la gran ciudad, para dormir en los huecos de las estatuas y saltar de día al frente de los batallones. Está bien, pues; que no hagan nada; ya servirán de efecto armónico a los poetas, como las golondrinas y las hierbas de las tapias. El orden social, que por dos pesetas se encarga un guardia de representar, mira a los golfos y les da una patada de cuando en cuando.
¡Ah, pero se es injusto en tratarlos así, de haraganes! Distan de serlo. Esos pobres niños del Helaldo y La Colespondencia muestran la curiosidad y la voluntad de aprender que todos los de su edad, cuando se empieza a desplegar su alma. La tienen blanca, de ángel, y con ella han empezado su carrera y se aplican en su primera enseñanza.
¡Y que no les enseñan los puntapiés de orden público! A los seis años ya saben correr y quitar pañuelos, mirando con un ojo al bolsillo y con el otro al guardia. Es el ingreso de bachillerato. Mientras lo cursan, los agentes siguen observándolos con atención, llevándolos tal cual vez a recoger diplomas en la Prevención del distrito, y repartiéndoles trompadas y pescozones. Aunque con filosofía: «aún no estorban», dice la sociedad. Y como no estorban, hasta los quince o veinte años, filiados ya en los gubernamentales registros, se pasan la vida, a fuer de estudiantes alegres, corriendo de los guardias en la calle y convidándolos a cariñena en las tabernas.
Facultad Mayor. Se indica por el ingreso del educando en la cárcel, a consecuencia de un robo o de un navajazo en quimera. Cosa leve y grandes adelantos. El que no es completamente imbécil, saca la licenciatura en tres años, y como ya está hecho lo más, he aquí que viene un día el saqueo del palacio de un marqués, en cuadrilla, con asesinato del dueño…
La sociedad se conmueve.
—Ese hombre —dice frunciendo el ceño ante el asesino— estorba ya. Venguémonos; ha terminado su carrera.
Y efectivamente, entra poco después en el calabozo; le pesan y miden los antropólogos; encuentran que tiene la frente deprimida, el pelo lanoso y áspero, las orejas en asa y los pómulos salientes. No recuerdan ya que cuando pequeñín tenía la cabeza de los angelillos, cuando pregonaba el Helaldo, ni recuerdan que la ferocidad de su sonrisa con dientes de caballo había sido primero, «en boca de niño, sonrisa de amor».
—¡Criminal nato! —gritan los antropólogos. Porque, eso sí; la ciencia es rotunda.
Ha terminado su carrera. Se le viste la hopa y el birrete de los ajusticiados.
Es decir, la toga.
•••••
Cuando menos eso me pareció a mí una tarde muy triste en que yo pude contemplar a un hombre con bonete y sotana negros, sentado junto a un palo, agarrotado por el pescuezo y con la lengua fuera.
Tenía yo también recién ganada mi toga, y no sé qué extraños giros de pensamiento hiciéronme ver un poco de vergüenza en mi traje talar y un poco de grandeza entre los pliegues de aquella túnica que envolvía a aquel muerto con la cabeza tronchada y el gesto de apocalíptico reproche…
¡Quizá emprendimos la carrera al mismo tiempo! Yo, en el regazo de mi madre. Él, en el desprecio de la Humanidad.
Y me estremecí al pensar que si hubiese sido lo contrario, yo sería entonces el ahorcado, y el ahorcado el doctor.
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