—Doy por hecho que le han informado debidamente de las normas que se aplican en este área en cuanto crucemos esa puerta —retomó el alcaide.
—Tres veces, dos más de las que precisaba para comprenderlas, asimilarlas y cumplirlas. Por ese orden —Nelson McMahon chasqueó la lengua.
—Son del todo necesarias.
—Nadie lo pone en duda.
—Aquí están los tipos más peligrosos del Reino Unido.
—¡He aquí la paradoja!
—¿Perdón?
—Que sean los tipos más peligrosos del Reino Unido y que estén aquí aislados del resto de presos comunes para evitar que los otros, los vulgares —aclaró con retintín—, hagan picadillo a los excepcionales.
El alcaide se mordió el labio inferior y meneó la cabeza, exasperado. (…)
—Hasta los presos comunes tienen sentido de la justicia —alegó al tiempo que le invitaba a pasar, ahora mediante un caballeroso ademán.
—Por tanto, podría decirse que estos hombres son peligrosos dependiendo de las circunstancias que los rodeen, ¿no es así?
El otro caviló unos segundos, los suficientes para darse cuenta de que estaba a punto de caer en una tela de araña de la que le iba a resultar muy complicado escapar.
—No sé si usted es del todo consciente del tipo de persona a la que ha venido a evaluar, doctor.
Viktor Lavrov compuso un gesto serio, casi creíble, y se detuvo antes de volverse hacia él.
—Ese «del todo» implica demasiado para tratarse de una expresión del todo ambigua, señor McMahon. En esta cartera —le mostró— llevo decenas de folios sobre el caso de Peter Sutcliffe, más conocido como «El destripador de Yorkshire». A saber: informes forenses y psiquiátricos, las diligencias completas de la policía de West Yorkshire, así como las del personal especializado asignado por Scotland Yard, incluidas las conclusiones generales firmadas de puño y letra por George Alexander Oldfield, máximo exponente en el proceso de investigación. También cuento con la transcripción completa del juicio y la sentencia, por supuesto. Mi propósito no es otro que obtener posibles evidencias psicopatológicas a través de una entrevista psiquiátrica con el objeto de poder elaborar una memoria que, con claridad y dentro de la terminología de su sistema jurídico vigente, pueda ser de utilidad para esclarecer el caos que nos ocupa. De cualquier forma, hay una frase que yo sitúo en la categoría de verdades indubitables y universales que podría atomizar lo dicho con anterioridad: nunca se convence del todo a nadie de nada.
¿Se puede empezar una novela de mejor manera que esta? Yo digo que no.
Podríamos repasar la obra de César, hablar de su prosa, su manera de estructurar las tramas, su capacidad para construir personajes… pero no. De eso hemos hablado en las anteriores entradas de este blog, y no merece la pena repetirse. Como ya he dicho alguna vez, en mi intrascendente opinión, César Pérez Gellida es el mejor escritor de novela negra de este país, y no ha bajado el nivel. Asumido esto, con Todo lo peor ha hecho lo que suele hacer el vallisoletano: marcarse un novelón que se cuela directamente entre los diez mejores libros del año. En mi Top 5, por si a alguien le interesa.
En Todo lo peor tenemos a un Viktor Lavrov que tendrá que enfrentarse a un siniestro y mesiánico asesino de homosexuales mientras trata de ganar para el KGB una particular carrera de espionaje contra el resto de servicios de inteligencia internacionales. Y hasta ahí vamos a leer, porque el Universo Gellida es tan grande que no merece la pena explicar más.
Como siempre, los textos de César destilan inteligencia en cada párrafo. Inteligencia que se desarrolla en cada diálogo. Diálogos (punto fuerte del autor) con una potencia narrativa y con un objeto de conducción de la historia que recuerda al mismísimo David Fincher. La inteligencia es una de las dos máximas que rigen todas las historias de Gellida. La otra máxima es El Conocimiento. Con mayúsculas. El autor siempre nos pone una de las premisas fundamentales del pensamiento sobrevolando el texto. Filosofía pura. En otros libros le tocó a Nietzsche, Descartes, Spinoza… En este momento le ha tocado a Schopenhauer y su teoría del pensamiento único, teoría que refiere a aquel pensamiento que se sostiene a sí mismo, constituyendo una unidad lógica independiente que no necesita de otros pensamientos para probar su consistencia.
En el inicio del libro se abraza la idea que ronda toda la novela, y ésta no es otra que todavía existe el peligroso muro de cuando otras opiniones se nos vuelven infranqueables. “Pensamos que estamos en el lado correcto, que nuestro pensamiento es el único que vale, y el del otro nos cuesta mucho entenderlo.” —en palabras del propio Gellida—.
Esta conversación entre Viktor Lavrov y Peter Sutcliffe, que por otro lado es la sublimación de cómo desarrollar un diálogo, escenifica este duelo intelectual por preservar el territorio.
—Esto ocurrió dos años antes de que asesinara a Wilma McCann. ¿Piensa, por tanto, que Dios tenía un plan para usted?
—Lo tenía, en efecto.
—¿Y no habría sido más sencillo que, igual que hizo con Abraham evitando que hundiera el cuchillo en el pecho de su hijo Ismael, Dios le hubiera detenido en el último momento?
—Yo no intervengo en los designios de Dios, solo soy su siervo.
—¿Se considera un buen cristiano?
—Soy el siervo de Dios —perseveró convencido.
—En su declaración asegura que lee la Biblia a diario.
—Es absolutamente cierto. Tengo que agradecer al alcaide McMahon que me haya permitido tener conmigo mi ejemplar de las Sagradas Escrituras —añadió con solemnidad para la galería.
—No es cierto.
—¿Cómo dice?
—Digo que no es cierto que el ejemplar de la Biblia que tiene en su celda sea o haya sido en otro tiempo de su propiedad. El ejemplar que tiene en su celda se adquirió nuevo, y nuevo se conserva, como yo mismo he comprobado antes de empezar esta conversación. Diría que ni siquiera lo ha abierto, dado que el cordón marcapáginas sigue estando en el mismo sitio que estaba cuando salió de la imprenta: justo después de la tapa. También he preguntado a los guardias asignados a su sección del módulo C y ninguno recuerda haberle visto leyendo la Biblia, ni siquiera con el libro en la mano —precisó.
—Reconozco que desde que estoy aquí apenas he podido concentrarme como requiere la lectura de la palabra de Dios. Además, podría decirse que me la sé de memoria.
—Vuelve usted a mentir, señor Sutcliffe.
—Sorpréndame —le retó.
—Si fuera cierto que se la sabe de memoria me habría corregido de inmediato cuando he citado un pasaje tan conocido del Antiguo Testamento como es el sacrificio de Abraham y me he referido a su hijo como Ismael en vez de Isaac. Cualquier aspirante a monaguillo se habría reído de mí, y usted ni se ha inmutado.
La perspectiva materialista o newtoniana del universo nos conduce a cosificar todo con lo que interaccionamos. Incluso lo inmaterial, como un pensamiento, acaba tomando forma y se convierte en objeto de conflicto. A día de hoy, en la era de las RRSS, el pensamiento se convierte en nuestro primer objetivo de ataque. Así, una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una posesión, una propiedad, algo que debe ser defendido para que no sea conquistado. Este tema es mainstream desde tiempos de Platón. Cuando una creencia nos domina, llegamos a pensar que todo el mundo piensa, o debería pensar, lo mismo. Es fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa molestia, sino nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes. No es su creencia el problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Platón, en La República, sostiene que la opinión pública «es un lugar intermedio entre la ignorancia y el conocimiento». En el siglo XVII, Hume la consideraba como “una fuerza política que sostiene o derriba los gobiernos.” Desde ahí viene la necesidad de encauzar y controlar a la opinión pública. Rousseau también menciona: “El hombre moderno ha sustituido la moralidad del natural por la inmoralidad que representa vivir no para sí, sino de cara a la opinión pública.” Ya vemos que la diatriba viene de lejos. El mismo perro con diferente collar, que diría el calvo. Este tema sigue de rabiosa actualidad, por desgracia.
Gellida ahonda en esto de manera constante. Todo pensamiento consciente, repetido durante un tiempo, se convierte en un programa mental invisible (¿os recuerda esto algo a los programas de adiestramiento del KGB?). Con el tiempo acumulamos opiniones, creencias, que pasan a conformar lo que llamamos identidad construida o ego. Si alguien agrede esas posesiones mentales, en realidad es como si lanzara un ataque personal, porque confundimos pensamiento e identidad. No parece sensato confundir lo que somos con lo que pensamos, pero esto no lo tienen tan claro quienes se aferran a sus creencias con desesperación. Es aquí donde descansan las fortalezas intelectuales de los personajes construidos por César. El cerebro de Viktor, extensión del cerebro del autor, a mi parecer, es el más brillante que ha dado el imaginario Gellida. Alguien que no confunde la parte con el todo, ni el continente con el contenido. Manipulador, inexpresivo e impredecible a partes iguales. Asertivo hasta la saciedad, conocedor de límites propios y ajenos. Un genio.
Todo lo peor es un thriller negro imprescindible. Adictivo, bien documentado, oscuro y que nos da las pinceladas de historia que todos esperamos de Gellida. Aprender divirtiéndonos. Puede que ese sea uno de los mayores méritos de este autor. El libro número diez del universo de Ramiro Sancho, del que sospecho que vamos a alejarnos por una temporada.
No sé cuándo Gellida va a tomar por asalto las listas de ventas. La verdad es que ya se lo merece. Más que muchos de los que están. Creo que será cuando menos nos lo esperemos, o cuando menos lo espere él. De momento, solo nos queda disfrutar de la lectura.
Todo llegará. Tiene talento, amigos, lectores, seguidores, cuerda para rato y un secador de pelo. ¿Acaso hace falta algo más?
Disfrutad del libro y de Gellida.
Sed buenos.
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Autor: César Pérez Gellida. Título: Todo lo peor. Editorial: SUMA. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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