La gran sorpresa de la narrativa española de 2018 la dio Manuel Vilas con Ordesa, cuyo éxito chocó a todo el mundo. A la propia editorial, que había hecho su apuesta a favor de una gorda novela del novel Rafael Navarro de Castro centrada en la temática de la naturaleza tan actual, La tierra desnuda, y que obtuvo, me parece, escasa repercusión. Se mostraba así, una vez más, el enigma que acompaña a la acogida de una obra, lo que convierte la edición en una aventura imprevisible. También extrañó —gratamente, claro— al autor, según reconoció con sinceridad. No era para menos, porque el escritor aragonés pertenece al grupo de narradores de exigencia literaria cuyo horizonte comercial ellos mismos restringen a unos pocos miles de ejemplares de venta, a lo que suele llamarse succès d’estime, frente a las expectativas de popularidad y ventas grandes.
Llevado de esa calurosa recepción, Vilas acometió de inmediato la escritura de Alegría, prolongación de Ordesa, pero no secuela oportunista o disimulada, porque la propia novela lo dice con claridad y también lo explica su trama anecdótica, caso de que tal expresión le sea pertinente. El hilo conductor del relato complementario del anterior consiste en hilvanar episodios de la cadena de presentaciones, coloquios, conferencias y congresos habidos por medio mundo en torno precisamente a la historia familiar que refiere Ordesa. Esto influye, de entrada, en la composición de la obra que pierde el inspirado zigzagueo por la trayectoria biográfica del autor, centrada en la memoria de los padres, la ruptura con la primera esposa y las fases autodestructivas, y se convierte ahora, en realidad, en un dietario. Aunque a estas alturas de la historia nadie se atreva a decir qué sea una novela, pocas dudas caben de que Alegría no lo es en sentido estricto. Su estructura pertenece al género del diario.
Pero esta forma externa no supone una brecha insalvable entre Ordesa y Alegría. Dos grandes asuntos se engarzaban en Ordesa: los padres y España, según expliqué en su momento en Cuadernos Hispanoamericanos. En Alegría cuenta Vilas sus estancias en Estados Unidos, pero con muchos viajes a Madrid “porque no podía vivir sin España”. Y añade que en esas circunstancias surgió “un acontecimiento maravilloso: acabé identificando a mi padre y a mi madre con España, con la mejor versión de España, quiero decir”. De modo que esta peculiarísima característica presente en Vilas desde sus mismo inicios en 2008 con un libro que exhibía el retador título de España —rasgo que lo singulariza por completo entre los narradores de su generación “nocilla”, tan cosmopolitas, sofisticados y posmodernos ellos— se mantiene ahora para acompañar a la familia.
Los padres, todavía presentes en el nuevo relato, fueron antes el centro de su narración, y aquí, en la continuación, la familia se amplía a otros miembros, a su segunda mujer, llamada Mozart (Mo), al tío Alberto, a algunos amigos de antaño a quienes trata como si fuesen del clan y, sobre todo, a Vladi, el hijo. Sin disminuir el significado de estos personajes que forman una dilatada progenie en la que Vilas asienta la filiación de su linaje (algo, por cierto, que constituía casi una fijación de Leopoldo Alas, Clarín); sin rebajar su importancia, digo, Alegría es ante todo la novela del hijo, lo cual resulta muy coherente con el pensamiento profundo del autor porque prolonga la estirpe hasta los descendientes. Los encuentros con Vladi, el que éste le haga caso, responda al teléfono o comparta con él un bocadillo, es el summum de la felicidad. En ello cifra la alegría total, tan ansiada, tan esquiva, tan difícil.
Alegría expone los acordes existenciales y metafísicos de Manuel Vilas. La vida tiene para él un sentido muy precario. Llega a sintetizarla como un derribo, como la derrota en una guerra. Traza el dibujo de la existencia con tonos muy negativos: el gran acorde de la soledad, acompañado de sufrimiento, humillación y sentirse marginado. Por momentos uno podría pensar en el sinsentido sartreano o, mejor aún, en el sufrimiento como medio de liberación expresado por la literatura eslava. A punto está Vilas de ser escritor dostoievsquiano porque, sin llegar a las desmesuras del ruso, la inestabilidad emocional del narrador lo impregna todo y deja de ser algo accidental en la persona para convertirse en su estado corriente. Todo le produce al autobiográfico protagonista desconcierto, temor, manías y estados depresivos.
En el horizonte de situación anímica tan turbadora se percibe, claro, la muerte, motivo inevitable de la escritura filosófica de Vilas. Tal clase de dilemas y desórdenes del alma son cosa antigua en la literatura porque forman parte de nuestra naturaleza. Lo peculiar del aragonés se halla en el pensamiento paradojal (feo término, pero admitido por la RAE) que lo sostiene. Destrucciones y sinsentido se emparejan con la proclamación de la belleza, de los privilegios de la vida, de la hermosura de la existencia, de la alegría derivada en polémica incoherencia de las aflicciones. Desde Unamuno, no recuerdo yo escritor español que se traiga semejante trajín mental marcado por la contradicción.
Vilas elabora un radical discurso intimista. Pero tiene la habilidad de airearlo y sacarlo del peligroso territorio del ensimismamiento. Sus cavilaciones mentales se emplazan en un medio suficientemente testimonial. En la raíz de su historia se halla una anotación de clase, el origen social humilde de los suyos y su propia pertenencia a una clase modesta. También anota datos del sistema económico vigente. El capitalismo constituye un hilo temático de la narración. Aunque no lo hace con discursos ideológicos sino con apuntes irónicos. El capitalismo, dice, te roba la alegría. Por eso hay que ser más listos que el capitalismo, hay que robarle a él. En consecuencia lo refuta con sus propias armas, con la simpática ocurrencia de hacerle trampas en el restaurante donde el narrador y su hijo Vladi beben Coca-Cola los dos por el precio de uno.
Vilas se asoma con desparpajo y agudeza a la extrañeza de la vida. Tal es el sentido de Alegría. Él mismo lo aclara: “Como escritor, mi responsabilidad moral es recordar la existencia del misterio”. Igual propósito definía Ordesa. Pero Alegría tiene en la historia anterior un peligroso término de comparación. Aquélla es una obra escrita en estado de gracia, y tomo la exacta descripción del periodista, poeta y penetrante lector Manuel Llorente. No ocurre lo mismo en ésta. Alguna circunstancia rechina y siembra la duda de un narcisismo excesivo, aunque sea ocasión de más reflexiones del narrador; así el encuentro con Felipe González. Se nota demasiado el hilo forzoso de seguir paso a paso el éxito de Ordesa. El relato se hace algo mecánico, como escrito sobre una falsilla obligada, y no alcanza la fuerza imantante de la historia de los padres. La paradoja pierde parte de su fuerza expresiva como descubrimiento y sorpresa al convertirse en recurso retórico. Quizás se ha precipitado Vilas en hacer esta crónica a demasiado escasa distancia del memorial al que continúa (lo sabemos escribiendo ya el 19 de julio de 2018). El reto, de todos modos, lo tiene en el futuro. Ha añadido una atractiva aportación a explorar el misterio de la vida, pero qué más hacer cuando esta veta da suficientes señales de agotamiento. La trayectoria de este escritor inteligente y personal invita a mirarlo con confianza y a pensar que Alegría ha sido solo un impasse.
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Autor: Manuel Vilas. Título: Alegría. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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