La literatura es lo que surge de coger la vida y apretarla contra el corazón.
—Camilo José Cela
No recuerdo exactamente quién lo dijo, pero es cierto que a veces uno termina un libro y querría ir a darle las gracias personalmente al autor, estrecharle la mano, unas palabras ensalzando el talento y la obra y poco más, para evitar el riesgo de que —como dicen que pasa siempre— el autor en cuestión lo decepcione a uno. He leído estos días un libro que, a lo sumo y por desgracia, tendrá, me temo, unos centenares de lectores tirando por lo alto. Se trata de Madera de boj, la última de las obras maestras de Camilo José Cela. Es éste, claro está, uno de esos libros de los que hablaba, pero como no puedo ir a darle la mano a Cela —ni siquiera a su hijo, al que me une reciente amistad— escribo estas palabras.
Madera de boj es la novela que Cela estaba escribiendo el año (1989) en el que alguien llamó a su casa desde Estocolmo para decirle que le habían concedido el Premio Nobel, un premio que, como es sabido, Cela se trabajó con esa machacona insistencia con la que los que saben hacer estas cosas se trabajan los premios literarios, dando validez una vez más a su lema vital, “el que resiste, gana”, aunque habría que modificarlo aquí por “el que insiste, gana”. Tanto da. Cela merecía ese premio, un galardón mucho más merecido aún desde que éste, años más tarde, recayese en escritores tan menores como Saramago, Le Clézio o Ishiguro.
La concesión del Nobel, como decía, sorprendía a Cela escribiendo la tercera y última parte de su Trilogía de Galicia, compuesta por Mazurca para dos muertos (sobre la Galicia rural) y La cruz de San Andrés (sobre la Galicia urbana). Faltaba la Galicia marinera, y en ello estaba hasta que todo se trastocó, naciendo el Cela que a juicio de muchos (entre los que me encuentro) se hizo antipático, altanero, grosero y una caricatura del que había sido durante tantos años en una España donde sobrevolaba, de puro carisma y talento, sobre todos los escritores como una suerte de deidad incuestionable. Podría decirse que España ganó un Nobel y muchos, de alguna forma, perdieron al gran escritor (junto con Juan Benet) de la segunda mitad del siglo XX español. Pero no fue así. Tras años de sobrexposición mediática y sentimental, con la universidad que lleva su nombre en pie y la posteridad asegurada, empeñado en ganarse la enemiga de muchos, Cela siguió trabajando en el fin de su trilogía de Galicia, entregando a la imprenta Madera de boj en 1999, diez años después de la llamada de la Academia Sueca.
Madera de boj no tiene argumento, ni trama, casi todas sus novelas —sobre todo las de la última época— carecen de plot, como tampoco lo había en las novelas de Juan Benet, algo que les hizo quizá no tener demasiados lectores, pero sí los mejores de entre ellos, que son los que al final, con un buen juicio acorde a la estética y al arte literario y junto con una crítica culta y elevada, otorgan el pasaporte hacia la inmortalidad. No tienen argumento porque como dijo Cela muchas veces y como también hace decir al narrador de Madera de boj:
«La vida no tiene argumento, cuando creemos que vamos a un sitio a hacer determinadas heroicidades la brújula empieza a girar enloquecidamente y nos lleva cubiertos de mierda a donde le da la gana, a la catequesis, al prostíbulo, al cuartel o directamente al camposanto».
Eso del planteamiento, el nudo y el desenlace, que son las tres normas que se deben tener presentes, el modelo es Emilio Zola o doña Emilia Pardo Bazán, ahora ya no es como antes, ahora la gente ha descubierto que la novela es un reflejo de la vida y la vida no tiene más desenlace que la muerte, esa pirueta que no es nunca igual.
En el argumento inexistente de la novela sólo podemos hallar tres o cuatro cosas claras: un narrador mariñeiro que parece viajar en un barco que recorre la Costa da Morte hablándole a otro sujeto, la Galicia mitológica y llena de leyendas, el habla popular actual de la zona y sus habitantes y todos los naufragios que ha habido frente a la costa asesina desde que se tienen registros. Todo ello sin puntos ni punto y aparte, una larga letanía hipnótica y llena de frases memorables y disparatadas separadas con comas en cuatro bloques que permiten descansar al estupefacto lector, que llega al final (el que llega, claro) con el mismo mareo que debió de aquejar al oyente de tamaña retahíla lírica y sin igual.
La exégesis de la novela me sirve para hablar de Cela, para recordarlo y para ensalzarlo en estos tiempos de inanidad literaria, donde los escritores (salvo unos pocos anecdóticos novelistas, más bien marginales, empeñados en cuidar la ambición y la devoción al arte retórico) apenas salen de la autoficción, una suerte de nuevo realismo social y la vuelta al barrio con historietas minúsculas y redactadas sin estilo alguno, cosas que caducarán en unos días como hacen los yogures, escritores que —dicho sea de paso y de ahí también estas palabras— suelen machacar a Cela siempre que pueden, con cosas de dentro y cosas de fuera de la literatura.
«A Cela ya no lo lee nadie», dijo hace poco uno de estos escritores de la nada. «Su léxico y su barroquismo es incompatible con los lectores de hoy», remataba con desprecio el novelista catalán. Algo, esto último, con lo que tengo que coincidir, no sin cierta desazón. Casi nadie está dispuesto a hacer hoy un mínimo esfuerzo por leer algo grande, y quizá este artículo sea para esos casi nadie, para que, si no lo han hecho, se atrevan a acercarse a la colosal obra de Camilo José Cela; para que se olviden de sus últimos años en la tierra y se centren en los primeros cincuenta, en el camino lleno de pepitas de oro —como el que en Madera de boj recorría Cornualles, Bretaña y Galicia— donde destacan obras como la conocida La familia de Pascual Duarte (1942), Pabellón de reposo (1943), La colmena (1951), Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953), San Camilo, 1936 (1969), y Oficio de tinieblas (1973) entre un sin fin de miscelánea, novelas cortas, fábulas, cuentos y un género inventado por él, el Apunte Carpetovetónico. Si el lector es un viajero, no hallará ningún escritor que haya pateado y escrito tanto sobre España, un peregrinaje infinito y circular comenzado en Castilla La Mancha con Viaje a la Alcarria y terminado en el mismo sitio. También hay ensayos, artículos, correspondencia infinita, labor editorial y una revista de culto llamada Papeles de Son Armadans, con sede en Mallorca y donde dio voz al exilio y a autores que se expresaban en catalán, gallego y euskera.
Cela fue, como digo, el último gran escritor español, no sólo por su vasta y magnífica obra, sino por la constante innovación formal que conseguía en cada nuevo desafío con el lenguaje, sabiendo que dejaría muchos lectores por el camino. “No existe la inspiración, ni siquiera los géneros literarios, sólo existe el trabajo: el escritor, el folio en blanco y el lenguaje”, decía. Por ello no doy crédito a que —como ayer mismo leía en una entrevista con Sánchez Ferlosio— haya quien diga que Cela siempre hacía lo mismo, porque fue justo al revés. Cela empezó su carrera triturando el realismo social ramplón con una novela mezcla de tremendismo y género policial, donde criticaba ferozmente una España a la que algunos lo creyeron afecto. Hizo una novela sobre la enfermedad propia (patografía) tuberculosa, Pabellón de reposo. Bebió de Faulkner y de Joyce (Mrs. Caldwell, San Camilo), experimentó con el habla popular y lo fijó como nadie, llegando hasta el extremo de la experimentación estilística con Oficio de tinieblas y Cristo versus Arizona.
A Cela, es cierto, lo persiguió toda la vida un pasado de censor y delator, y tampoco fue generoso con otros escritores en su última etapa, sobre todo más jóvenes; quizá creyó que podrían hacerle sombra, algo que por supuesto no logró ni ha logrado casi nadie. No puedo defenderlo en esto, pero sí soy capaz de entender (empatía, dicen ahora los políticos) lo que fue una guerra y unas circunstancias donde nadie es valiente, nadie. Es absurdo pensar que existen héroes, y mucho menos en tiempos de miedo, caos y miseria. Dicen que no fue dadivoso, que fue incluso beligerante, con otros escritores, y no tengo por qué dudarlo, pero, ¿qué escritor es generoso con otro escritor? Eso no ha cambiado, sólo que ahora el pastel es más pequeño, y la envidia —el mal hispánico, decía Cela— es todavía mayor y más amarga.
Lean a Cela y elévense.
Saramago un escritor menor… Lo que sí que parece menor es su tino.