La Andalucía de Las mujeres de la familia Medina no habría existido de no haber existido Londres.
Armé esta historia en octubre y lo hice desde mi pequeño ático en Greenwich, un bonito y singular barrio al sureste de la capital británica asentado alrededor del Támesis. Contra mi ventana en voladizo se levantaba mi escenario visual: las chimeneas sobre los tejados de tiza coronaban Annandale Road, que en esta época del año siempre lucía un manto espeso con las hojas de magnolio crujiendo bajo los pies, siempre con prisa, de mis vecinos londinenses. Del contraste de temperaturas entre lo de fuera y lo de dentro surgió Las mujeres de la familia Medina.
¿Saben eso que dicen de que una no sabe lo que tiene hasta que lo pierde? ¿De que “el español que no ha vivido en América no ha visto España”? No exactamente que hubiera perdido España, Andalucía, Dos Hermanas, pero algo parecido. Una percibe la realidad desde ineludibles marcos referenciales, marcos de los que una no puede deshacerse en el proceso de la percepción por una cuestión puramente fenomenológica. Fue el vuelco radical de aquellas claves contextuales lo que cambió definitivamente mi mirada.
“Como mujer, mi patria es el mundo”, yo me había dicho, pero resultó no serlo. El exilio te proporciona nuevos marcos desde los que observar tu universo: lo viejo y lo nuevo, lo familiar y lo pretendido. Hoy no cambiaría mis muchos años en Londres por cien best sellers, pero no dulcifiquemos lo que en esencia es amargo: emigrar es perder, es alejarte, es renunciar.
Las mujeres de la familia Medina se convirtió en mi nuevo suelo. Podía cruzar mi parque de Greenwich antes de entrar a dar clases de psicoeducación a mi grupo de alumnas y cambiar con un golpe de mente las rosas por los vinagrillos, los arbustos por matojos de espinacas. Todo sin necesidad de estar en casa, de dejar mi cuerpo, de tener que elegir si quedarme o volver.
Aunque bien visto, esta historia no se gestó solo allí. De pequeña me obsesionaban las historias de mi familia. Cuando en el colegio nos consultaban a qué se dedicaban nuestros padres, yo respondía orgullosa que al estraperlo, que me parecía una palabra que sonaba muy bonita. También preguntaba a mi padre, que en paz descanse, cómo había conocido a mi madre, a lo que él contestaba con una rubricada elaboración sobre un carruaje, un pañuelo con inicial bordada y una especie de peregrinación amorosa por complicados laberintos con final feliz. Ellos me enseñaron que no importa tanto si las historias son verdad o mentira —realidad y fantasía pertenecen al mismo espacio pensante—, sino que lo que importa es el peso que produce la narración compartida en la dirección de los lazos generacionales.
Manuela Medina, mi protagonista, se había ido. Había necesitado romper con todo y volver a empezar de nuevo. Hacía más de veinte años que había escapado del lugar al que pertenecían no solo ella sino todas sus raíces, su casta y su sentido completo de pertenencia, y desde aquel lugar que compartíamos ambas yo quería explorar qué significaban aquellos conceptos enormes a través de la ficción, que es siempre verdad y es mentira. Desde luego que Manuela no soy yo, pero su mirada me ofrecía una bisagra conveniente para, desde mis pies y mi suelo, partir de mi mundo al suyo.
Un tablero para trabajar en cómo nos vinculamos a esa primera persona y cómo, sobre la base de esa relación, establecemos el resto de los vínculos posteriores. La idea de explorar la condición del ser madre a través de la universalidad del ser hija me planteaba cuestiones de las que me resultaba imposible desasirme:
¿Qué peso tienen sobre la identidad todo lo heredado y lo aprendido?
¿Puede un individuo luchar contra lo que acarrea el apellido?
¿Somos capaces de escapar a nuestro destino?
¿Cómo y cuánto influyen nuestros padres en nuestra manera de entender los hijos?
¿Es la muerte esencialmente distinta de la vida?
¿Somos las hijas algo más que futuras madres?
Desde esa base de pirámide, ideé sus tres aristas: tres personajes principales como tres grandes instancias psíquicas. Manuela habría de ser la protagonista, un Superyó moralizador y represor cuyo contrapunto lo pondría Dolores, su madre, que vendría a representar las pulsiones y los deseos más básicos del Ello. La fuerza mediadora habría así de venir de la mano de prima Estrellita, el Yo de nuestra historia, que no es protagonista porque, a diferencia de Manuela, nunca necesitó serlo.
Manuela transitaría las fases del duelo de su madre que describió la famosa psiquiatra Kübler-Ross con una particularidad: lo haría los meses antes de que la muerte alcanzase la finca de las mujeres Medina. Como en tantos casos de enfermedad terminal del moribundo, la familia haría buena parte del proceso de masticación antes y no después, y cada personaje afrontaría el final de manera distinta, así como lo harían con la vida. Tres instancias, tres actitudes, tres miradas desde las que sortear las trampas de la novela sin ser ninguna más verdad o más mentira.
Y de esta manera extraña, como lo es la muerte y como es la vida, brotó todo. Algo tuve claro desde el principio: Las mujeres de la familia Medina, a pesar de la muerte, de los secretos, de las vergüenzas familiares y las rencillas, rebosaría luz. La luz blanca de las sábanas blancas sobre los cordeles del patio de la finca bajo el azul del cielo del fondo. La luz pálida de los cirios encendidos a los pies de la cama de Dolores Medina. La luz intermitente que se asomaría por entre las ramas de los 80.000 olivos que componen el legado de la familia. La luz que comparten los principios y los finales. La luz que nunca tuvo Londres y que siempre sobra en Andalucía.
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Autora: María Fornet. Título: Las mujeres de la familia Medina. Editorial: Berenice. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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