Para algunos sentimentales, entre los que me encuentro, las celebraciones navideñas empiezan recordando que, para empezar, Marley estaba muerto. Serán muchos quienes puedan recitar de carrerilla lo que viene después. La novela que Charles Dickens publicó el 19 de diciembre de 1843 en la editorial Chapman & Halls ha adquirido tal vuelo en los más de ciento setenta y cinco años transcurridos desde su alumbramiento que incluso aquellos que nunca la han leído podrían resumir su argumento e incluso sentirse vagamente interpelados por lo que se cuenta. Canción de Navidad es, no cabe duda, un clásico propio de la época a la que se refiere su título. Y como ocurre a menudo, esa condición —que, en cierto modo, conlleva siempre una domesticación— ha mitigado, cuando no abolido por completo, el sentido original que tuvo en su momento y que la convirtió en una pieza que bien podía emparentarse con la literatura subversiva.
A finales de 1842, Charles Dickens era ya un escritor de éxito. Había publicado Los papeles póstumos del Club Pickwick, Oliver Twist, Nicholas Nickleby, La tienda de antigüedades y Barnaby Rudge, títulos que le habían otorgado el favor de los lectores y colocaban su nombre en la primera línea de las letras inglesas. Por esas fechas comenzó a publicar, por entregas mensuales, la novela Martin Chuzzlewit, de temática picaresca, que le dejó bastante satisfecho, pero no obtuvo la acogida deseada. La casa editorial, en consecuencia, amenazó con rebajarle su paga mensual si no era capaz de entregar una nueva obra con la que recuperase sus antiguas, y apreciables, cifras de ventas.
El escritor tenía ya cuatro hijos, tenía otro en camino y su situación económica, aunque no era desesperada, tampoco resultaba excesivamente boyante. Además, conocía bien lo que era la pobreza. Había comenzado a trabajar a la edad de doce años, después de que su padre ingresara en prisión, en una fábrica de betún para calzado. Cobraba allí seis chelines semanales con los que se pagaba el hospedaje y ayudaba a su familia. Esos recuerdos infantiles tuvieron que avivarse cuando, en los primeros días de 1843, visitó las minas de estaño de Cornualles, donde se indignó al conocer de primera mano las pésimas condiciones en que trabajaban los niños. Algo después, visitó una escuela mantenida por la caridad en la que se daba acogida a menores de edad pobres y analfabetos que vagabundeaban por las calles. Su indignación creció cuando leyó el Second Report of the Children’s Employment Commission, un informe parlamentario en el que se analizaban las consecuencias que acarreaba la Revolución Industrial para los niños adscritos a la clase obrera. La espita saltó en una cena de beneficencia a favor de la enfermería de Chaterhouse Square, en cuyo transcurso criticó duramente a la gente de recursos, a la que llegó a definir como «ganado elegante, babeante, sobrealimentado, apoplético.» El 5 de octubre de 1843, en una recaudación de fondos, dio un discurso en el que exhortó a trabajadores y empresarios para que se unieran en la lucha contra la ignorancia embarcándose en una reforma educativa que garantizase la instrucción de todos los niños ingleses.
A esa preocupación social se unía el auge que desde un tiempo atrás venían experimentando los fastos navideños, que habían comenzado a resurgir tras una buena temporada de languidez. En el siglo XIX, la reina Victoria y el príncipe Alberto habían extendido por sus dominios la tradición del árbol de Navidad, y se estaba viendo cómo resurgía el fervor por los villancicos. A Dickens empezaron a entusiasmarle esas fechas porque creía que su propia esencia podía contribuir a una mejoría general. Su convicción se fundamentaba en una tesis que ya había esgrimido Washington Irving al sostener que la nostalgia por las Navidades pasadas podía ser un buen medio para recuperar la armonía que se había extraviado en las sociedades contemporáneas. Empezó a aprovechar la efeméride del supuesto nacimiento del Mesías como marco para sus ficciones ya en Los papeles póstumos del Club Pickwick, donde se inserta un relato («La historia de los duendes que se llevaron a un enterrador») en el que no cuesta hallar un antecedente directo de la que se acabaría convirtiendo en la novela navideña por antonomasia.
Así que, tras aquella recaudación de fondos en la que apostó públicamente por una revisión profunda del sistema educativo, Dickens se convenció de que la mejor manera de difundir su crítica al sistema era urdir una historia navideña emotiva que pudiera interpelar a todos los estratos, de forma que personas de toda clase y condición pudieran llegar a compartir sus postulados. En aquel mismo octubre comenzó a escribir Canción de Navidad, cuyo título original fue A Christmas Carol. In Prose. Being a Ghost Story of Christmas, siguiendo un argumento que concibió durante largas caminatas nocturnas por los alrededores de Londres. El proceso de escritura duró seis semanas y, según su cuñada, durante todo ese tiempo el escritor «lloró, rio y volvió a llorar, y se emocionó de la manera más extraordinaria». La trama es tan conocida que casi ni merece la pena resumirla: distribuida en cinco capítulos o «estrofas», cuenta cómo un viejo y avaro prestamista que responde por Ebenezer Scrooge recibe la visita de tres espíritus —el de las Navidades pasadas, el de las Navidades presentes y el de las Navidades futuras— que le colocan ante el espejo de su propia mezquindad y le hacen notar las consecuencias que tendrá ésta si no remedia a tiempo sus propias acciones. Hay quien dice que la figura de Scrooge es en realidad un trasunto del padre de Dickens, aunque otros piensan que se trata de una caricatura del parlamentario John Elwes o del banquero Jemmy Wood. También hay quien sostiene que las ideas de Scrooge acerca del reparto de la riqueza concuerdan con las que exponía el economista Thomas Malthus. Sea como fuere, el personaje caló de tal forma en el imaginario colectivo que el apellido scrooge se ha incorporado como adjetivo a la lengua inglesa con el significado de «avaro».
La recepción de la obra fue notable. Tal y como Dickens preveía, su historia atrajo un interés que se extendió por todas las capas sociales. La revista The Athenaeum la definió como «un plato exquisito digno de servirse ante un rey». El poeta Thomas Hood aseguró que «si las Navidades, con sus antiguas y acogedoras tradiciones, y sus celebraciones sociales y caritativas, llegaron a estar en declive, éste es el libro que las hará despegar de nuevo.» Margaret Ophilant, aunque no estaba del todo satisfecha con la obra, dijo que era «un nuevo evangelio» que podía conseguir que la gente mejorara su actitud. Quien esto escribe sólo puede aportar que se trata de un relato amistoso y divertidísimo, emotivo y audaz, tan cálido en algunos pasajes como desasosegante en otros. Arranca con uno de esos primeros párrafos que irremediablemente despiertan ganas de más:
«Para empezar, Marley estaba muerto. De eso no cabía la menor duda. En el acta de defunción figuraban las rúbricas del clérigo, el secretario, el director de la funeraria y la persona que presidía el duelo. También la de Scrooge. Y su nombre bastaba para validar en el Mercado de Valores todo cuanto deseara emprender. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.»
Y ahora, a ver quién resiste la tentación de seguir leyendo.
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