Ahora, que la novela negra es una suerte de crisol desde el que es posible analizar cualquier cosa, el universo entero, cuesta creerlo. Sin embargo, hace cuatro décadas, a finales de los 70, el academicismo aún la despreciaba tanto como a la rosa y al resto de las ficciones de género. No eran muchos los lectores españoles que, cansados de las obras con mensaje, conciencia, compromiso social y el resto de las grandezas, que hasta unos años antes impuso el canon de la época —según el cual se exigía a toda la creación artística y literaria un clamor contra la situación política del país—, descubrieron el noir estadounidense en la impagable colección Libro Amigo de la Editorial Bruguera. Aquellos primeros aficionados tuvieron en la fugaz revista Gimlet —dirigida por Manuel Vázquez Montalbán, el heraldo del renacer del género en España—, una de sus primeras guías de la novela negra. Pero antes de abrir su primer número, que llegó a los quioscos en febrero de 1981, ya sabían que el noir tenía dos pilares: Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
Desde esa perspectiva puede decirse que Hammett, quien incluso llegó a inspirar una película a Wim Wenders —El hombre de Chinatown (1982)—, uno de los grandes del cine de autor del momento, ha caído en el olvido. No hace mucho, en una conversación mantenida en Skype con periodistas españoles, Michael Connelly, uno de los autores más celebrados del neo noir —si podemos hacer extensible a la novela el término por el que se conoce su equivalente fílmico—, atribuyó la indiferencia que el creador de Sam Spade inspira al común de esa legión inconmensurable de lectores, con la que cuenta el género en nuestros días, a lo pasada de moda que ha quedado la obra de Hammett en nuestro tiempo.
Hoy por hoy, de Raymond Chandler nadie podría decir lo mismo. En una de sus frecuentes visitas a España para participar en uno de esos festivales de novela negra donde acude a presentar sus nuevas ficciones, Jo Nesbø —uno de los autores más destacados del nordic noir—, puesto a señalar la vigencia y la influencia que el creador de Philip Marlowe tiene en el conjunto de la novela negra, recordó que había leído antes a los discípulos y admiradores de Raymond Chandler que al propio Chandler. Pues bien, todo ese Chandler que hoy se idolatra aún más que en el pasado siglo, nace con El sueño eterno, de cuya publicación —que fue inglesa, que no estadounidense— se cumplen 80 años en nuestro agonizante 2019.
Primera novela de Marlowe
No deja de ser toda una paradoja que fuera un editor londinense, Hamish Hamilton para ser exactos, quien diese a la estampa la novela que habría de acabar con uno de los paradigmas más sólidos del relato detectivesco, el marcado por un personaje tan genuinamente inglés como Sherlock Holmes, el “detective consultor”, que llamó el propio Arthur Conan Doyle a su investigador en su primera entrega, Estudio en escarlata (1887).
Bien es cierto que Chandler era un anglófilo redomado. Así, aunque nació en el Chicago de 1888, cursó estudios de literatura inglesa en el Dulwich College, el mismo centro donde se formaron escritores como C.S. Forester y P.G. Wodehouse, so British ambos. Nacionalizado británico en 1907, trabajó en el almirantazgo de la Royal Navy y recordaba con más cariño la redacción del London Daily Express, donde firmó algunas de sus primeras colaboraciones periodísticas, que Hollywood, donde, entre otros, escribió guiones para Billy Wilder —Perdición, 1944— o Alfred Hitchcock —Extraños en un tren, 1951—.
Con todo, pese a que Chandler, de espíritu, fuese tan genuinamente inglés como Holmes y el inefable doctor Watson juntos —incluso fumaba en pipa—, Philip Marlowe, su personaje —aunque quizás deba su nombre al poeta isabelino Christopher Marlowe— es genuinamente americano.
El asunto de El sueño eterno es bien sabido: el general Sternwood contrata a Marlowe para que le libre de Geiger, un chantajista que pretende extorsionarle a cuenta de las deudas de juego de su hija Carmen. Pero a Vivien, la hija mayor del general, lo que en verdad le preocupa es averiguar por qué le interesa al detective Rusty Regan, su exmarido, que se ha fugado con la esposa de un hampón local.
Ésa es, en líneas generales, la historia con la que hizo su aparición el detective por excelencia de la novela negra. Por aquel entonces, nadie sabía nada de él. Ni siquiera los lectores de El confidente, un relato publicado en un pulp de 1934, donde tuvo una primera aparición un Marlowe embrionario.
Habría que esperar hasta 1953 para que el propio Philip se presentase a sus lectores en un fragmento de El largo adiós: “Soy un detective privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, estoy soltero, ya no soy joven y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy californiano, de Santa Rosa. No tengo padres, hermanas o hermanos. Cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas de cualquier profesión con los tiempos que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta algo”.
Un nuevo paradigma
Como se recordará, en El sueño eterno Chandler nos presenta a Marlowe ya iniciada la investigación. Se ignora por completo su pasado y sólo regresa a su desolada oficina cuando no hay pesquisas que le lleven a ningún otro lado. Su intelecto dista tanto del de Holmes como ese Bay City, el territorio mítico de Chandler —trasunto de Santa Mónica (California)— de la londinense Baker Street, donde reside el detective de Conan Doyle.
De vocación tardía, Chandler decidió dedicarse a la escritura profesional tras perder su ventajoso empleo como directivo en una compañía petrolera californiana a consecuencia de su alcoholismo, su informalidad y sus constantes líos con las secretarias. En una carta remitida a Julian Symons, que éste recuerda en su Historia del relato policial (1972), el creador de Marlowe reconoce a su corresponsal que la lectura de hard boiled en revistas pulp, a la que se entregó con avidez entonces, y no sus estudios de literatura inglesa, constituyó su aprendizaje del oficio. “Ésta podía ser una buena manera de empezar a escribir narrativa y conseguir, a cambio, una pequeña cantidad de dinero”.
En buena lógica, los primeros relatos de Chandler aparecieron en Black Mask, el pulp en el que se consolidó el hard boiled. En esas mismas páginas había descubierto a Hammett, e hizo de él su reconocido maestro. Dicen los expertos que el hard boiled, que a su juicio es la semilla de la novela negra, se diferencia de ésta última en su propensión a la violencia y al sexo explícito. Asimismo, suele estar protagonizada por el asesino, que no por el investigador. Acaso sea más cierto que lo de “novela negra” es una denominación posterior, debida al color que la editorial francesa Gallimard daba a sus novelas policíacas. De ahí que nos suene mejor noir que black. De ahí que incluso los lectores estadounidenses llamen noir al género. De ser así, casi podría adscribirse El sueño eterno al hard boiled. Habrá que hacer notar que Carmen Sternwood está desnuda y narcotizada cuando Geiger es mortalmente herido en su apartamento. “Tantas pistolas en la ciudad y tan pocos cerebros”, observa Marlowe en una de sus frases de El sueño eterno más celebradas. Demasiadas armas para una ficción detectivesca en la estela de las de Holmes.
Blackmailers Don’t Shoot (1933) fue la primera de aquellas piezas que Chandler publicó en Black Mask; Perchance to Dream (1939) la última. Tanto en ellas como en las diecisiete que hubo entre medias, el escritor fue perfilando los parámetros por los que se movería Marlowe: espacios urbanos claustrofóbicos de cualquier gran ciudad del sur de California. A menudo, los capítulos de El sueño eterno se desarrollan en lugares cerrados. Lo más próximo a los exteriores son las cabinas telefónicas y los coches. Frente a la flema de Holmes —empero su afición a la cocaína— está el apego a la botella de Marlowe. El inglés llega a sus conclusiones “elementales” en base a su prodigioso intelecto; el californiano siguiendo las pistas con serenidad, aunque para ello tenga que sufrir palizas inimaginables en su colega británico. Ahora bien, frente al lirismo de Marlowe —cuyo escepticismo no es sino la forma más sublime de creer en todo, empezando por la justicia— tiene muy poco que hacer Holmes, sin más sentimiento que el que pueda tener la ciencia empírica.
Además de este nuevo paradigma, imitado hasta la saciedad por sus acólitos, Chandler introdujo en el género esas tramas corruptas, a veces amparadas en la legalidad, otras ocultas al margen de la ley, siempre un reflejo de las que florecieron en los Estados Unidos tras la prohibición. Sería una perogrullada incidir en la importancia que estas organizaciones criminales tuvieron en el desarrollo posterior del noir.
Un clásico del siglo XX
“Chandler tenía una especial sensibilidad para el sonido y el valor de las palabras”, señala Symons, puesto a elogiar con entusiasmo los diálogos de El sueño eterno. Al punto, trae a colación la pregunta que Marlowe formula a una “rubia” a la que acaba de propinar un culatazo: “¿Le he hecho mucho daño en la cabeza?” A lo que la chica responde: “Usted y todos los hombres que he conocido”.
Desde la sensibilidad de nuestros días, habría mucho que decir a este respecto. Eso sí, si llamamos clásico a aquello que por más que pasen los años sigue permaneciendo como ejemplo, El sueño eterno lo es y con mayúsculas. Sus ediciones y traducciones se vienen sucediendo desde 1939. En 1946 llegó la primera adaptación cinematográfica. Dirigida por Howard Hawks, William Faulkner encabezaba el equipo de guionistas. Con Humphrey Bogart incorporando a Marlowe, Hawks supo estar a la altura del original y la película, a su vez un clásico del cine negro, no desmerece a la novela en que se basa. Ya en la primavera de 1999 el diario parisino Le Monde incluyó, pese al chauvinismo de la lista, El sueño eterno entre los cien mejores libros del siglo XX. “Creo que podría seducir a una duquesa, pero estoy seguro de que no mancillaría a una virgen”, dijo Chandler de Marlowe.
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