De manera muy resumida, podría decirse que todo gran autor proviene de dentelladas y de percepciones. Dentelladas de realidad desnuda que proporcionan la percepción de que todo esto que llamamos vida, que llamamos mundo, tiene que ser algo más que un enorme fracaso (que es a lo que el telonazo final parece apuntar): el fracaso de los caminos no resueltos, de los ríos que, ni siquiera mezclados a otros ríos, como la “boca espumosa” de Alfeo y la “fuente borboteante” de Aretusa, parecen llegar a ninguna parte, excepto el mar de una no sabemos si habitable oscuridad. Convencidos de que todo esto es sólo trayectoria, un empujón hacia adelante y diversos experimentos con la luz, nos ponemos en manos de aquellos que iluminan el camino por nosotros. Aunque ahora, en el tiempo de la narrativa ecológicamente responsable, parezca otra cosa, escribir es algo más que contar una historia (incluso una no-historia). Sobre todo es rescatar fugitivos retazos de vida atenta entre episodios de monotonía duradera, tomar de la fronda de los árboles salvajes la naranja iluminada del acontecimiento, o salvar de su silencio al verdadero sentido de los objetos todavía por iluminar, a través de la única palabra capaz de describirlos como son y no por su apariencia. La “realidad desnuda” no es tan sólo el golpe contra el muro de los daños reales; es también la felicidad consciente de que seamos un rapto de luz entre esos muros. Jugamos a mirar sus sombras proyectadas, a definir siluetas y dintornos, a no confundirlas con la hiedra (o a confundirlas voluntariamente). ¿Para qué? Quién sabe. Uno debe siempre tener cómo entretenerse cuando el viaje es largo y su continuación incierta; pero son demasiadas molestias para que toda una tradición, iniciada en el primer hombre que vio una mujer en un trocito de piedra, o en el que separó accidentalmente la pulpa de la cáscara, venga a cuento de nada.
El mérito de reconocer en Bernhard a un autor grandioso, de los más grandes, sin ninguna duda, que ha deparado al mundo la literatura europea del siglo XX, está en la genética de todo buen lector, de manera que podemos considerar esa cualidad un mérito relativo. Nada más inmediato que el asombro, la sensación, poco menos que de cosmólogos, de haber descubierto algo nuevo, la primera vez que nos encontramos ante ese discurso hipnótico y maravillosamente intrincado que, como el halcón de Yeats, gira y gira en su creciente espiral, sin soltarse de ese punto central en el que uno nunca deja de atisbar al individuo solitario, totalmente emancipado de lo convencional y hasta de lo conveniente, que observa el devenir de las cosas desde una histérica y aterradora periferia. En novelas autobiográficas como El aliento o El origen ese estilo llega a una sobrenatural perfección, dentro de una tonalidad mucho más sombría, mientras que en otras, como Tala o la no menos autobiográfica El sobrino de Wittgenstein, esa perfección de estilo sube unos cuantos tonos más al añadirse a la música sombría un acorde grotesco que va apareciendo en la forma de un pensamiento insistentemente repetido, con sencillos efectos de estilo que se corresponderían a las variaciones en la música (la formación de Bernhard es, precisamente, la de músico), hasta que finalmente la repetición reviste un fatalista y negrísimo sentido del humor que, en la cúspide de las variaciones, logra la carcajada del lector sólo con recurrir al ritornello de una única frase (logro similar al que se consigue con sólo amenazar con un dedo al niño que ya está retorciéndose en el suelo, rendido de cosquillas). ¿Algunas de esas variantes?: “Mañana en Augsburgo”, de la obra teatral La fuerza de la costumbre, “pensaba yo en mi sillón de orejas”, de Tala, “me dije a mí mismo en mi sillón de hierro”, de Hormigón, o la palabra disparate repetida varias veces justo antes de repetir la palabra aforístico, en El malogrado. Hay un libro tardío de Bernhard que podría servir como apéndice a sus novelas autobiográficas, titulado Mis premios, donde ese humor de hipocondríaco aparece incluso sin que el autor apenas tenga que hacer uso de sus famosas espirales, deteniéndose en el borde mismo de una suerte de autoparodia de la autoparodia. Quienes acusan a Bernhard de ser deprimente —acusación que, sorprendentemente, también suele pesar sobre Kafka— es porque no han descendido lo suficiente como para sentirse consolados en la destrucción de todas las cosas que supone su absoluta reducción al absurdo.
En Hormigón, publicada en 1982, su protagonista, Rudolf, es un musicólogo vienés, residente en Peiskam, que pretende escribir una obra sobre Felix Mendelssohn Bartholdy, pero en su lugar agarra papel y pluma y relata su miserable colección de desgracias —empezando por la desgracia de tener una hermana, de verse continuamente interrumpido por toda clase de obstáculos— en un hotel de Palma de Mallorca donde, tras soportar ese “horror de los horrores” de viajar en avión, ha acudido a refugiarse para escribir su obra sobre Mendelssohn Bartholdy. En Extinción, publicada en 1986, su protagonista, Murau, obsesionado con la ciudad donde ha nacido y vivido, Wolfsegg, regresa a ese lugar que un día fue su paraíso y luego un auténtico infierno y, con la excusa de contarle el viaje a su alumno Gambetti, se propone en realidad, escribiendo sobre Wolfsegg, acabar con Wolfsegg. Esto en lo concerniente a lo que no son sino accidentes del paisaje, o, más bien, sus puntos de referencia. Porque lo que importa no son tanto los mimbres de la trama como la forma en que esa trama —ligera como la propia vida— es contada. Esto es, precisamente, lo que importa en toda alta literatura. Hay autores para quienes el material que necesita ser contado tiene la apariencia de frutos encendidos, y nos envuelven con su luz y su sabor, con sus perfumes sabiamente empujados por una sabia brisa: Nabokov, por ejemplo, o Flaubert, o Proust. Otros, como Bernhard, descuelgan esa fruta, una naranja, por ejemplo, y proceden a pelarla minuciosamente; y cuando ya han terminado con el epicarpo, pasan a pelar minuciosamente el mesocarpo; y cuando ya han terminado con el mesocarpo pasan al albedo, y luego pelan las septas y trocean los gajos, y después a cada gajo le retiran sus septas, que también trocean. Al final queda la pulpa por un lado y las pieles amargas, pero perfectamente separadas —como un vendaje o algo que anunciase una herida o una momia—, por otro. El proceso es tan divertido de observar como cualquier tarea desempeñada repetitivamente cuando hemos superado la frontera del aturdimiento y ya no tenemos atención para ninguna otra cosa. Y aún mejor es el hecho de que contemos aquí con un detalle añadido que, como espectadores maliciosos que somos, redunda todavía más en nuestro placer: porque el pelador, que aún podría decidirse por los perfumes jugosos y los sabores dulces, se olvida voluntariamente de la pulpa, recoge las espirales de naranja, se come a pequeños mordisquitos —con cara de estar pasándolo muy mal— la parte más rugosa y más amarga, y luego, con el mismo desprecio hacia sí mismo y hacia el maldito árbol, procede a descolgar otra naranja.
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Autor: Thomas Bernhard.
Título: Hormigón. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Título: Extinción. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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