Imagen de los aliados del emperador retirado Sutoku rescatando a Tametomo (Kuniyoshi, 1851). Foto: Cortesía Taschen
El influjo de los ideales de Occidente ha hecho surgir diversas preguntas a lo largo del tiempo acerca del arte clásico japonés. Algunos artistas y expertos tienen la impresión de que el sistema comercial y colaborativo mediante el cual fueron creadas las clásicas estampas japonesas, un singular género nipón que floreció durante dos siglos y medio, involucrando artistas, grabadores e impresores, las descalifica para poder ser llamadas “auténtico arte”. En la actualidad obras como la del artista Yamamoto Kanae (1882-1946) El pescador, de 1904, considerada como la primera estampa japonesa realizada por una sola persona y que marcó el inicio de un movimiento llamado sosaku hanga (estampas creativas), es el hito que rompió con la convención antes establecida por los japoneses de división del trabajo creativo y de distribución del editor.
Sin embargo, la historia de los grabados japoneses invita a reflexionar sobre la auténtica naturaleza artística de este género, como queda de manifiesto en el libro Japanese Woodblock Prints, que acaba de publicar el sello editorial Taschen en una magnífica edición que ofrece una muestra representativa de las obras maestras del arte japonés del estampado con planchas de madera desde sus inicios, en el siglo XVII, hasta la segunda Guerra Mundial.
Como explica el editor al cuidado de esta obra, el especialista en arte asiático y director del Clark Center de Arte Japonés del Instituto de Arte de Minneapolis, Andreas Marks, “algunos artistas como Utamaro o Hokusai son hoy bastante conocidos, ya que crearon una gran cantidad de sorprendentes obras que sobresalen del resto, pero el esfuerzo de este libro es ofrecer una visión equilibrada de sus 250 años de historia y no solo una visión de los creadores estelares que pueden encontrarse en libros y exposiciones que suelen excluir ciertos periodos”.
Marks destaca que ha tratado de ser objetivo en la selección de los dos centenares de piezas que se recogen en este libro, aunque desde luego prima su elección personal, pero subraya que ha tenido muy en cuenta el hecho de ofrecer algunos ejemplos bastante raros, aun para aquellos especialistas familiarizados con el género.
El origen del grabado japonés tiene sus cimientos en el conocimiento de imprimir textos en planchas de madera que llegó a Japón de China, cuyos más antiguos ejemplos que sobreviven hoy en día corresponden a textos sobre rituales budistas del siglo VIII.
En los comienzos del siglo XVII, el grabado de libros en planchas de madera se hizo muy popular en Kyoto y los libros se convirtieron en un objeto de lujo. Entre 2 mil y 3 mil copias, para aquella época una cantidad bastante considerable, fueron al parecer vendidas del libro de ficción Relatos de Kiyomizu, publicado en 1638.
“Muchos de los primeros libros ilustrados que se publicaron son de naturaleza erótica y contienen imágenes explícitas, los primeros de los cuales datan de mediados del siglo XVII”, dice Marks, quien añade que al tiempo que los libros se iban comercializando, el número de editores también creció gradualmente, hasta llegar a contabilizarse un centenar, y los libros se vendían lo mismo en tiendas que en puestos ambulantes en las calles, hasta que un pequeño número de ellos comenzaron a publicar láminas de grabados independientes.
“El proceso de edición era el mismo para los libros y para la producción de las estampas independientes; en concreto imprimiendo en tinta negra a partir de una plancha de madera, proceso conocido como sumi-zuri-e”, relata el editor.
En contraste con lo que ocurría con una pintura, el grabador no tenía todo el control de sus obras, pues era el impresor quien ostentaba la posesión y financiamiento del proyecto. Bajo su dirección, el artista dibujaba un diseño que era entregado al editor, quien los trasladaba al tallador para crear una plancha, la cual era devuelta al impresor, quien hacía tantas copias como le ordenase el editor.
“Este nuevo arte era asequible para la mayoría del público, y así se abrieron las puertas al mundo del disfrute del arte y el coleccionismo, hasta entonces limitado solo a los ricos guerreros y comerciantes. Además, como se trataba de una forma de producir y comerciar arte relativamente barata, esta nueva industria editorial continuó alimentando la compra del público con nuevos grabados, los cuales se adquirían más por afán consumista que para coleccionarlos, al tiempo que los compradores influían con la elección de sus adquisiciones en la fama, popularidad y éxito de los temas, formatos, artistas e incluso editores que los publicaban”, indica Marks.
Hoy, este arte único y fascinante que floreció solo en Japón es conocido como ukiyo-e o “imagen del mundo ligero”, aunque este término no se usara en aquella época en que los grabados fueron impresos. La palabra ukiyo proviene del budismo, donde se refiere a la vida transitoria, la cual cada persona debe hacer significativa y valiosa mediante la concentración en cualidades espirituales perdurables, en tanto que en la cultura urbana de Edo (hoy Tokio), fue redefinida como el gozo de los placeres fugaces.
El fundador de esta nueva forma de arte fue Hishikawa Moronobu (fallecido en 1694), un pintor que se trasladó a Edo para establecerse ahí como ilustrador de libros y quien ya en 1680 era conocido como “el maestro del ukiyo-e”. La mayoría de sus obras se publicaron en colecciones de doce diseños horizontales que se enfocaban en temas específicos. Otros pintores siguieron el ejemplo de Moronobu, como Sugimura Jihei (activo entre 1681 y 1709), quien a pesar de que hizo colecciones de grabados como Moronobu, es considerado el primero que hizo grabados independientes.
Por lo general, los editores vendían los grabados en sus propios establecimientos, y en algunas ocasiones cooperaban con editores de otras localidades con el fin de maximizar las ventas. Los primeros editores reconocidos se localizaban en el distrito de Nihonbashi, el corazón de Edo, desde donde comenzaban los principales caminos hacia el resto del Japón, y donde los grabados podían venderse tanto a los habitantes de la ciudad como a los viajeros de cualquier provincia.
Marks explica que son varios los temas desarrollados en esta etapa e incluyen escenas eróticas, guerreros, bellezas, animales y especialmente actores de kabuki, el primero de los cuales data de 1698 y representa un retrato del actor Sawamura Kodenji en el rol femenino de Tsuyu-no-mae, diseñado por Torii Kiyonobu (1664-1729), quien creó anuncios y manuales de teatro, estableciendo un monopolio para sí mismo y las sucesivas generaciones de sus discípulos que perduraría siglos, pues Kiyonobu fundó la escuela de artistas Torii, la cual empleaba su distintiva técnica de dibujo llamada hyotan-ashi mimizugaki, literalmente “dibujo calabaza con forma de pie, lombriz de tierra”, popular por sus líneas audaces y sus poses expresivas.
Respecto a las dimensiones de los grabados, Marks señala que se fueron regulando en la medida en que determinados tamaños de papel se popularizaban en cada época, como el llamado minogami de mediados del siglo XVIII. “Los pliegos de papel podían ser usados en su totalidad para un solo diseño o podían dividirse en distintos diseños cuyos segmentos eran calculados matemáticamente para después poder cortarlos y venderlos por separado. Un hosoban, por ejemplo, es un tercio de un oban y apareció por primera vez en 1700, antes de que predominara en el mercado entre 1740 y 1750, especialmente para grabados de actores. Los polípticos realizados en los hosoban, en su mayoría dípticos y trípticos, se convirtió en un formato más popular”.
Por ese tiempo, numerosos teatros kabuki funcionaban en Edo, y sistemáticamente representaban nuevas obras todos los meses, las cuales podían ser parte de su propio repertorio, variaciones del mismo o estrenos absolutos. En ese ambiente, las celebridades de Edo eran los muy bien pagados actores y las cortesanas de alto rango (tayu y oiran), quienes se ejercitaban en el arte de la caligrafía, los arreglos florales, la ceremonia del té y otras formas de entretenimiento, y sus fans los seguían a través de los grabados, ya que solo unos cuantos podían estar físicamente cerca de ellos.
Los primeros grabados coloreados se hacían a mano con una brocha y de forma individual. Se conocen como tan-e por el uso del pigmento naranja, aunque el amarillo también se empleaba. A finales de 1710, apareció en el mercado otro tipo de grabado que usaba el rojo (beni-e), el cual se caracterizaba por la aplicación de un pigmento de esa tonalidad extraído de la flor del cártamo. No obstante, más tarde se añadirían más colores a la paleta, especialmente el azul, el púrpura y el marrón.
En el segundo cuarto del siglo XVIII, el artista Okumura Masanobu (1686-1764) no solo diseñó grabados sino que también actuó como su propio editor y regentó una tienda. Además, solicitó una serie de créditos para varios proyectos, incluyendo urushi-e (grabados lacados), en los cuales se utilizaba pegamento de hueso (nikawa) en las áreas negras, para crear un efecto brillante similar a la laca e imágenes en perspectiva (uki-e) y grabados en formato columna (hashira-e) que podían colgarse fácilmente en espacios estrechos alrededor de las casas.
Más tarde, los típicos grabados de actores hosoban, estrechos y alargados, fueron reemplazados por los oban. “En 1765 el artista Suzuki Harunobu (1725-1770) perfeccionó las obras multicolor con sus calendarios, considerados los primeros ejemplos de grabados en colores vibrantes y casi perfectamente alienados, los cuales fueron llamados nishiki-e o brocados impresos, debido a su parecido con los lujosos tejidos. Este tipo de grabados dejó prácticamente obsoletas las producciones anteriores y se convirtió en el no va más alrededor del cual se consolidó el mercado de grabados en Japón hasta la decadencia de este arte a comienzos del siglo XX”, apunta Marks.
En este recuento histórico, Marks reúne un elenco de artistas entre los que destaca, además de Harunobu, quien fue patrocinado por clubes privados de poetas, especializándose en el diseño de grabados de hermosas mujeres que aparecen en sus obras como seres frágiles, sensuales y románticas, nombres como el de Isoda Koryusai (1735-1790) y Katsukawa Shunsho (1743-1793), quien fue uno de los primeros en introducir un nuevo tema al dibujar luchadores de sumo. Otros artistas destacados son Katsukawa Shunko (1743-1812) y Katsukawa Shun’ei (1762-1819), quienes expandieron los estándares de la representación de actores, aumentando el tamaño de sus obras y experimentando con grandes bustos y cabezas alargadas, los cuales aportan una visión más íntima de esas celebridades.
La época dorada de los grabados japoneses en madera llegó a finales del siglo XVIII. Uno de los principales artistas fue Torii Kiyonaga (1752-1815), quien definió una nueva estética aportando imágenes de bellas mujeres muy altas y esbeltas, las cuales expresan una gracia hasta ese momento desconocida. Al mismo tiempo, otros dos artistas, Hosoda Eishi (1756-1829) y especialmente Kitagawa Utamaro (1753-1806), coparon el mercado. En el caso de Utamaro, sus grabados fueron de inmediato aclamados desde que se consolidó como ilustrador de libros de distintas temáticas, incluyendo obras explícitamente eróticas como el Poema de la almohada (Utamakura), cuyo mayor logro deriva del uso de grandes cabezas y acercamientos en los retratos de bellas mujeres en las cuales se enfatiza el atractivo de sus rasgos faciales más que en sus suntuosos atuendos.
El boom de la industria gráfica preocupó al gobierno, que debía mantener un orden cívico y moral. Matsudaira Sadanobu (1758-1829), quien era el jefe del consejo militar, dio los primeros pasos para una regulación sobre lo que podía representarse en los grabados, y en 1790 se emitió un edicto mediante el cual se daba por terminado el mercado libre de impresos prohibiendo los textos y las temáticas obscenas, y se introdujo un sistema de censura mediante el cual todos los impresos debían obtener una autorización o sello de aprobación denominado kiwame.
En torno al año 1763, el pintor Utagawa Toyoharu (1735-1814) incorporó la técnica occidental del punto de fuga en su trabajo, creando así muchos uki-e o imágenes en perspectiva de edificios y paisajes. Este artista fundó la escuela Utagawa y tuvo dos discípulos relevantes: Utagawa Toyokuni (1769-1825) y Utagawa Toyohiro (1773-1828), quienes allanaron el camino a las escuelas para que predominaran la mayor parte del siglo XIX con sus retratos de actores.
Con el fin del siglo, la escuela Katsukawa fue hundiéndose en el olvido, con una notable excepción: un estudiante de la escuela Sunsho que se independizó de ésta a la muerte de su maestro y que a la sazón es quizá uno de los más famosos artistas japoneses: Katsushika Hokusai (1760-1849), quien se adiestró inicialmente como grabador de planchas. “Sus primeros diseños de actores son de una calidad media y parece que tuvo que sobrevivir durante cincuenta años básicamente como ilustrador de libros y creador de imágenes”, detalla Marks. “Sin embargo, a finales de 1790 se dedica principalmente a diseñar libros de poesía y surimono, una suerte de poemarios privados que se distribuían entre círculos de acaudalados poetas amateurs. En los primeros años del siglo XIX Hokusai estableció su propio estudio al cual asistían muchos alumnos, y volvió al mercado comercial, diseñando sobre todo series de pequeños grabados de paisajes y unos cuantos oban. Por otra parte, Hokusai pasó la mayor parte del tiempo ilustrando novelas junto con libros eróticos, como los tres volúmenes de Semillero de pinos en el primer día de la rata (Kinoe no komatsu), la cual contiene la imagen de una bañista que es complacida por dos pulpos, imagen que ha fascinado al público desde que fue diseñada, demostrando la desbordante imaginación de Hokusai, quien no obstante evidencia la influencia de su primer maestro, Shunsho, de quien evoca un temprano diseño. Publicado más o menos por esa época, en 1814, encontramos el libro Escenas incidentales de Hokusai (Hokusai manga), un manual de dibujo que muestra plantas, animales y gente, y cuyo éxito hizo que diversos editores le pidieran más escenas, llegando a publicar cerca de cuatro mil escenas en doce volúmenes durante su vida, más tres volúmenes de manera póstuma. Sus paisajes han sido muy famosos, sobre todo por Bajo la ola de Kanagawa (Kanagawa-oki nami-ura), comúnmente cocida como La gran ola, de su célebre serie Treinta y seis vistas del monte Fuji (Fugaku sanjurokkei), el cual fue publicado entre 1830 y 1833. Debido a su éxito, el editor Nishimuraya Yohachi siguió encargando más diseños de Hokusai y a pesar del título, se imprimieron de hecho 46 vistas.
El éxito de esas estampas de Hokusai dio un impulso a los grabados de paisajes, y así se realizaron escenas de cataratas, puentes e islas del reino de Ryukyu. Hokusai siguió dibujando y creando docenas de grabados de más vistas, como los dos volúmenes de la obra Cien vistas del Monte Fuji, el cual fue publicado entre 1834-35, y en la segunda mitad de la década de 1830 nuevos diseños aparecieron en el mercado de forma esporádica. El último grabado de Hokusai se publicó en 1840, cuando el artista contaba 80 años de edad.
Otro nombre insigne fue el de Utagawa Hiroshige (1797-1858) considerado el otro gran artista japonés del grabado. Su obra destaca a partir de la serie Las cincuenta y tres estaciones a lo largo de Tokaido (Tojaido gojusan tsgi no uchi), protagonizada por diversos paisajes que aparecen a lo largo de la Tokaido, la principal carretera que conecta Edo con Kyoto a través de la costa. Las estampas de Hiroshige se hicieron cada vez más populares a finales del siglo XIX y los editores siguieron imprimiendo sus obras más famosas, e incluso aparecieron reproducciones que ni siempre estaban firmadas, por lo que se ha causado una gran confusión entre los coleccionistas.
Nunca antes ni después tantas estampas se editaron y lanzaron al mercado como a mediados del siglo XIX, cuando el capitán americano Matthew Perry y su “Flota Negra” forzaron al Japón a abandonar su política de aislamiento, bajo la cual solo se podía comerciar con China, Corea y Holanda, y comenzaron relaciones con Estados Unidos (1853), de modo que los occidentales empezaron a llegar al país introduciendo sus ideas, ciencia y tecnología, todo lo cual produjo un nuevo género de estampas: el Yokohama-e o kaika-e (pinturas iluminadas).
Los avances en las técnicas de impresión trajeron consigo el surgimiento de revistas que publicaban fotografías de las escenas de guerra. El método tradicional del estampado con planchas de madera decayó y los editores solo muy esporádicamente volvieron a imprimir nuevo proyectos. Sin embargo, como refiere Marks, las estampas japonesas eran conocidas en Occidente por un puñado de personas gracias a la mediación de los holandeses, pero la apertura del Japón permitió que mucha gente, especialmente artistas, pudieran formar parte de esa nueva audiencia, como Vincent van Gogh o Claude Monet, quienes se inspiraron en esas composiciones, en su color e imaginería. Un intenso deseo por todo aquello que estuviera relacionado con Japón se instaló en occidente y fue alimentado con estampas originales así como reproducciones de los diseños de los más célebres artistas, y las creaciones de Harunobu, Utamaro, Hokusai e Hiroshige volvieron a imprimirse para el mercado extranjero. El empresario y editor Watanabe Shozaburo (1885-1962) fue uno de los más importantes en este periodo, ofreciendo estampas originales así como reproducciones, e incluso llegó a realizar encargos, como el que le hizo en 1907 al pintor Takahashi Shotei (1871-1945), quien diseñó estampas de paisajes que se vendieron en tiendas de antigüedades de Karuizawa, un pueblo muy popular entre los turistas occidentales, donde las estampas de Shotei eran ideales por su pequeño tamaño y su estilo nostálgico y expresivo.
En 1915, Watanabe se esforzó por expandir su portafolios creando un nuevo tipo de estampas que pudieran presentar nuevos ideales artísticos al tiempo que mantenían ciertas similitudes con las estampas tradicionales, haciendo un trabajo de colaboración en su producción, para lo cual reclutó al artista austriaco Fritz Capelari (1884-1950), quien diseñó doce obras para él, la primera titulada Paraguas. Debido al éxito que cosechó, Watanabe siguió reclutando artistas, aunque volvió a los japoneses, y llamó a Hashiguchi Goyo (1881-1921). Para transmitir autenticidad a estas nuevas estampas, llamadas shin hanga, entre el público occidental, se hicieron ediciones limitadas en lugar de imprimir cientos como en el pasado, consiguiendo así nuevos éxitos, lo que le impulsaron a contratar más artistas para hacer resurgir los cuatro pilares básicos del grabado japonés: bellezas, actores, paisajes y flores y pájaros. Y el género volvió a florecer hasta la Segunda Guerra Mundial, manteniéndose aún por un corto periodo gracias a un pequeño puñado de artistas, cerrando un ciclo de 250 años de trabajo artístico que, gracias a esta obra que ahora se publica es posible apreciar en todas sus dimensiones, permitiendo a los espectadores comprobar por sí mismos que se trata, aunque algunos pretendan discutirlo, de un arte en toda regla.
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