Para Jesús Capellán
Era viernes y comienzo de quincena, lo cual significaba que siguiendo una costumbre que se había convertido en agradable rutina, Watson invitaba a comer a Holmes en su club, el Arts, situado en Dover Street. Normalmente solían coger un cab para desplazarse pero esta vez, como la mañana estaba tan agradable, decidieron ir dando un paseo. El local era un lugar de encuentro y debate de escritores y literatos de la cultura británica, y sus salones y galerías habían visto pasar celebridades de la talla de Charles Dickens y Anthony Trollope. A Holmes le gustaba el ambiente del local, y en él se encontraba tan a gusto como en sus habitaciones de Baker Street. Le recordaba mucho al Diógenes, y en él había un servicio de una calidad inmejorable.
Antes de llegar a Piccadilly se sorprendieron al observar, junto a un elegante comercio de ropa, la presencia de un sujeto con uniforme de soldado y galones de cabo, sentado junto a una mesa en la que había rotulado un cartón con la siguiente leyenda: «Soy un superviviente de la batalla de Rorke’s Drift».
Holmes y Watson se miraron sorprendidos. Ambos eran conocedores de que aquella batalla había sido una de las mayores gestas del Ejército Colonial Británico, en la que unos 150 ingleses y 50 nativos habían rechazado, tras encarnizado combate, a 4.000 zulúes durante dos días de ininterrumpida y desesperada lucha, dejando un balance de unas 100 bajas. Watson le recordó a Holmes que se entregaron once Cruces Victoria a los defensores de la plaza, y que sin embargo después los supervivientes fueron abandonados a su suerte sin suministros y carentes de atención médica. Uno de los condecorados había sido el cabo Christian Ferdinand Schiess, quien murió cinco años después de los hechos en la más absoluta miseria, mientras viajaba rumbo a Inglaterra. Su única posesión era la medalla, que ahora reposaba en las vitrinas del Reginald Museum junto a otras que fueron entregadas en la misma ocasión.
Watson, que había librado también sus particulares batallas, se sintió emocionado, se le humedecieron los ojos, de inmediato le sugirió a Holmes que lo invitaran a comer, y el detective asintió conmovido, al observar que permanecía vivo el espíritu militar y patriótico de su compañero.
El soldado aceptó a regañadientes, pero al fin plegó la mesa, recogió y dobló cuidadosamente el cartón con el mensaje, también se echó al hombro una alargada funda de lona que llevaba consigo y se unió a la pareja. Quizá esa invitación había sido la única alegría que le habían deparado los últimos años de su vida. Parecía bastante mayor y cojeaba al andar, pero los dos amigos lo tomaron cada uno de un brazo y lo llevaron casi en volandas hasta un carruaje que los condujo al club.
Dado el estado de la vestimenta del cabo, Watson habló con el encargado, quien de una manera muy correcta se cuadró y saludó al soldado militarmente con el máximo respeto y cortesía. Dijo que era un honor que pisara las alfombras del Arts.
Él se sentó entre tan agradable compañía, y en un momento determinado sacó unos papeles ensebados, como tratando de demostrar de manera fehaciente su personalidad, extremo que no fue comprobado. Al terminar, algunos socios se empeñaron en hacer una colecta, a lo que el soldado se negó de una forma rotunda, y alzó la cabeza con legítimo orgullo.
Mientras se aseaba un poco en los servicios del establecimiento, su uniforme fue cepillado y planchado, y Holmes aprovechó su ausencia para dirigir la palabra a los socios del club dando algunas explicaciones respecto al soldado y agradeciéndoles su hospitalidad. Cuando el invitado apareció de nuevo en el salón-comedor venía muy cambiado y lucía en su guerrera la Cruz Victoria, que había aparecido en uno de los bolsillos de su uniforme. Fue recibido con aplausos, y un gran número de socios le dieron sus tarjetas por si quería un empleo. La sociedad civil estaba haciendo lo que no habían hecho los estamentos militares.
Cuando ya se marchaban, en el mismo recibidor, el soldado le preguntó a Watson si Holmes seguía almacenando en su museo particular objetos curiosos relacionados con sus relatos. Aclaró además que él era un fiel lector de Watson. Al contestar el ayudante del detective que sí, el soldado sacó de la bolsa de lona una lanza iklwa y se la entregó al detective, quien le preguntó por qué tenía un nombre tan difícil de pronunciar, y el soldado le respondió que haciéndolo correctamente era el mismo sonido que producía la lanza al ser extraída de las entrañas del enemigo.
Desde entonces, la singular lanza reposa en el museo que tiene Holmes en Fulworth entre el paraguas del señor James Phillimore y el rifle de aire comprimido del coronel Sebastian Moran.
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