Como penalista es habitual que las personas legas me pidan un libro para entender algo de Derecho. Siempre les doy El proceso, de Kafka. Cuando solo lo quieren sobre sus penas, les doy En la colonia penitenciaria, de Kafka, quién si no. Me los suelen aceptar y a las pocas semanas también devolver con las gracias por la excelencia de la novela y el relato, pero se quejan que del Derecho y sus penas ahora todavía entienden menos. Entonces, desde ahí, ya están preparadas para aproximarse a cualquier tomo académico.
Javier Melero obtuvo el consenso, con el que estoy de acuerdo, sobre su buena praxis como abogado en el muy mediático y mediatizado juicio del Procés. Desde una línea de defensa más técnica, ejerció la representación de Quim Forn, efímero consejero de Interior y aquí retratado con pluma complaciente, nunca cándida. Así, ciertos medios encontraron en él un asidero para ridiculizar otras intervenciones letradas, bastante ridículas per se, sobre tesis políticas en vez de jurídicas. Agua y aceite en cualquier delito. Más en este, retorcido hasta límites insospechados en su Instrucción, la que el propio Melero acepta como intercambio de golpes en las referencias pugilísticas que preñan su texto. El personaje, con las suficientes aristas naturales y otras tantas impostadas, pronto debió de ser objeto de interés editorial. De todo aquel ruido saldría el encargo cuyo título, ¿por qué no?, es El encargo.
Javier Melero escribe tan bien como parlamenta delante de un tribunal. Una prosa solvente, barroca en algunos pasajes y con dos errores ortotipográficos aberrantes a corregir, nos sitúa de inicio en los meses previos a las detenciones. En aquella época, todavía alegre de trinchera y coplas, el autor ya se sacude cualquier estigma político para dejar la obra lo más cercana a la asepsia. Y, curiosamente, en los prolegómenos del juicio se encuentra el mayor interés de su a veces relato periodístico, a veces ensayo, a veces novela testimonio. Esboza un curioso fresco de la política catalana a partir de los anteriores trabajos para Convergencia i Unió, partido siempre necesitado de penalistas, remontando encuentros y anécdotas desde el primer pujolismo hasta la inhabilitación de Artur Mas. Porque, lamento decirles, después no encontrarán ninguna revelación inédita a partir de su entrada en la sala de vistas del Supremo. Los lectores de perspectiva noticiosa no tienen nada en estas líneas que no hayan visto en cualquier televisión. A cambio, el propio Melero se impone como protagonista, dibujando un abogado carente de sentimientos procesales. Algo extremadamente conveniente: la aplicación de justicia nunca ha dependido de aquellos.
A través de sus gafas nacaradas, de mirada interesadamente neutra si asumen la incongruencia, se contempla lo mejor de la obra; mayestática, por cierto, en las descripciones físicas y de atuendos, con unas líneas que hubiera firmado Tom Wolfe. Mediante un alfabetismo cultural sorprendente, el abogado logra ser un observador perspicaz de la verdad material y de la verdad procesal, con frecuencia antagónicas, sin la alienación implícita que carga sobre los hombros de casi todos sus compañeros de estrado y despachos. Lo leo con media sonrisa, porque algunos fueron profesores míos. Resulta capaz de precisar opiniones formadas de cócteles, nudos de corbata, Wagner, artesonados renacentistas, especulación inmobiliaria, militares decimonónicos o los artículos de previo pronunciamiento del 666 LECrim (Ley de Enjuiciamiento Criminal). Si es que, al final, todo eso no es exactamente lo mismo. Además, colmo de la sofisticación, lo hace con unos capítulos titulados mediante canciones de rock and roll, de aceptarme una categorización tan extensiva. Cuando ya puede sonar a oxidado empezar con Sultans of Swing de Dire Straits y terminar con Heart of Gold de Neil Young, no duda en traer entre medias a The Handsome Family y Lera Lynn en un movimiento en el que se intuye un seguidor de True Detective. Incluso de la segunda temporada. Mal encaje tienen también sus citas de púgiles bajo dichos títulos. De hecho, la única que entra como un volado de derecha es de Hemingway, más escritor que boxeador.
En cualquier caso, el reto de hacer comprensible un relato jurídico para una persona lega es mayúsculo. Los penalistas tendemos a retorcer el lenguaje, sin llegar al paroxismo de los magistrados, para sustraer a los acusados y acusadores una controversia que deja de ser suya en cuanto se pisa el juzgado. Por algo, en nuestra praxis forense, a la Ley de Enjuiciamiento Criminal se le acostumbra a llamar Ley de Ritos. Terminología a evitar, memento de saberes arcanos, procedimientos crípticos y golpes de mazo que hay que traducir al que está debajo de él, normalmente ya machacado cuando pregunta. ¿Recuerdan mi primer párrafo con la recomendación de El proceso de Kafka? Para salir del envite, Javier Melero utiliza los diálogos con sus clientes, Forn y Borràs, y también un plano paralelo con Francesc Homs, de los personajes que más interés despiertan. Al otro lado de esa decisión acertada, hay algo de apócrifo en los chascarrillos que mantiene con miembros del tribunal o fiscales fuera de las sesiones judiciales. Tal es la ambición de aparentar camaradería entre los distintos operadores jurídicos. Tal es la fe del nunca converso.
El encargo pretende negar la violencia necesaria para el delito de rebelión, que solo veía Fiscalía y unas cuantas líneas editoriales. Sugestivos a tal fin los interrogatorios de los mandos policiales. Sin embargo, cuando podríamos estar lindando el clímax, el libro se cierra de golpe: abrupto sonido de tapas. Un final chusco para cotas de prosa anteriores. Nada hay y nada esperen en relación a la sentencia. La que condena por sedición según la tesis de la Abogacía del Estado, a la que Melero dedica dos párrafos diciendo que Rosa María Seoane merecía mejor suerte. Es de suponer que se refiere a la fortuna mediática de la que él goza, con su cliente igual de condenado que el de los otros letrados, quizá algunos no muy amigos después del retrato, además, por el delito que pedía aquella que no tenía la suerte merecida, pero sí la razón del Tribunal Supremo, solo infalible cuando dispone de la última palabra. Veremos dónde lo dejan aquí las instancias europeas.
El autor se ha presentado como un abogado aséptico, que se pone la toga un día para meter a alguien en prisión y al siguiente se la pone para liberar a otro alguien por el mismo delito; como un defensor del independentismo, sin ser independentista; como un objeto de admiración por ambos nacionalismos, detestando él los nacionalismos: como un supuesto boxeador tardío, que al final intuimos se limita a hacer sombra en el gimnasio; y, sobre todo, como un profesional experimentado que también pierde el juicio que considera justo. Al cerrar el libro, evoco en su perfil la soledad del hombre que camina solo por la portada, proyectando una sombra tendenciosamente larga. Hasta el cuerpo más pequeño lo hace en algún momento del día. Y ahí quizá está la trampa. Esa silueta impoluta puede ser la misma que la del cadáver destrozado del oficial de En la colonia penitenciaria, aquel que para demostrar su fe en un mecanismo inhumano, irracional, inasible, acaba por colocarse bajo sus engranajes. He ahí, en los jirones de carne, la evidencia de que el sistema judicial funciona. Porque justo en la Causa Especial 20907/2017 todos los acusados, abogados y jueces forman parte del propio sistema que criticaron a conveniencia, aunque también hayan tenido que ser desmembrados en público para demostrarlo.
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Autor: Javier Melero. Título: El encargo. Editorial: Ariel. Venta: Amazon
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