Ni siquiera guardo un recuerdo concreto sobre aquel libro, pero al menos proponía a los bachilleres una antinomia potente: o te entregas al consumismo o te entregas a otra cosa. Era Tener o ser, de Erich Fromm, seguramente, leído ahora, una cosa blanda y facilona a ojos de un cuarentón, pero, como entonces, a buen seguro muy estimulante para cualquier chaval de quince o dieciséis años. Creo que fue nuestra lectura obligatoria en tercero de BUP, en la asignatura de Filosofía, por el 1990 o así.
Hay algo que me fascina de los noventa, y es cómo los debates que tenían lugar en los medios de comunicación y, por tanto, también en los bares y hogares, resultan cándidos hasta lo ejemplar vistos desde 2020. En aquellos tiempos los teléfonos eróticos destrozaban familias, el niño llamaba a escondidas y le costaba a sus padres cien mil pesetas, eran una lacra social y había que prohibirlos… Treinta años después, Internet alberga toneladas de pornografía disponible de manera gratuita para cualquiera con un dispositivo al alcance de la mano; es decir, para cualquiera, niños incluidos. Sin embargo, la alarma es muy modesta, apenas un puñado de padres y otro de profesores (normalmente también padres) ven aquí un grave perjuicio para la educación de sus hijos.
En los 90 se veía demasiada televisión, la caja tonta la llamaban, había que andarse con cuidado, apagar el aparato más a menudo… Hoy encontramos televisiones por todas partes, hasta en los vagones de Metro han puesto televisiones, y las pantallas están sustituyendo a la cartelería tradicional en las calles de las grandes ciudades, por no hablar de todos esos móviles, tablets y ordenadores portátiles que se miran a todas horas. Vagamente, cuando no hay otra cosa de la que hablar, se señala que debería alejarse a los niños de las pantallas. El propio ayuntamiento de Madrid, que llena la ciudad de pantallas, seguramente ha hecho también una campaña contra las pantallas.
Tratando de saber lo que hay detrás de varias tendencias a mi juicio muy penosas de nuestro tiempo, creo que podría valerme lo siguiente: incuria intelectual. Es indudable que las pasiones humanas se mantienen intactas, y también los vicios, que no se ha inventado nada en miles de años y que cualquier flaqueza contemporánea tiene su réplica en el siglo XX, la Edad Media y hasta en las cavernas. Pero, qué quieren, yo echo de menos hoy en día un poco más de tostón; a los aguafiestas, a señores y señoras muy serios que nos reconvengan, que moralicen sin pudor, generando un vano dique para las inclinaciones más baratas y habituales. El hiperconsumo, la vanidad, la superficialidad…
Este dique o barrera o, cuando menos, contrapunto, ha desaparecido en el momento en el que el filósofo contemporáneo, el pensador y el escritor han decidido que no tienen nada que alegar, que todo está bien y es divertido. Ya nadie reprende a la sociedad por la obsesión consumista. Ya nadie se permite llamar telebasura a la telebasura. A fin de cuentas, da lo mismo Platón que Matrix, lo falso que lo verdadero, crear o plagiar. Para los tiempos que corren, un tipo, Erich Fromm, que se devana los sesos escribiendo un libro para convencernos de que no hay que expresarse a través de la incesante adquisición de productos materiales, sino mediante la celebración del espíritu es, sin duda, un gilipollas. ¡Si hasta hemos canonizado el fútbol, deporte de masas que en los 90 se consideraba simplemente el opio de los tontos sin cultura —todos hombres—, y hoy es tan bello, tan sano y tan aleccionador que no sólo “habría que enseñarlo en las escuelas” (según oímos a menudo en las retransmisiones) sino que la ausencia de mujeres en él no es, como se entendía a finales del siglo XX, una suerte para ellas, sino nada menos que toda una injusticia! Si viajáramos a los 90 y le dijéramos a la intelligentsia de la época que en 2019 no se iba a pedir desde los periódicos que hubiera MENOS fútbol, sino que hubiera MÁS, se echarían a llorar como sólo se llora por las causas definitivamente perdidas.
Así que aquí estamos, en 2020, y sin intelectuales de guardia. Conclusión: el fútbol es filosofía, y debe llegar a todos; la telebasura es sumamente respetable; el porno en la adolescencia viene muy bien (en sesiones de 8 horas al día); y quejarse es la nueva meritocracia. Esto último, sin duda, es una de esas tristes derivas de nuestro tiempo que me han llevado a componer a esta serie.
No sé ustedes, pero yo tengo la sensación de que todo el tiempo hay alguien quejándose y consiguiendo ventajas y privilegios como contrapartida a su incesante lamento. Hoy hacer méritos consiste en hacerse la víctima. Me acuerdo a menudo de un frase de Andrés Trapiello que leí en alguno de sus diarios: “La queja trae descrédito”. Creo recordar que el autor nos habla del escaso éxito de sus libros y que, lejos de hacer público el maltrato al que cree estar sometido, entiende más noble y hasta beneficioso guardarse para sí sus lloros. Que es exactamente lo que se ha hecho toda la vida, al menos en Castilla. Quejarse por quejarse, por cualquier cosa y a todas horas e hiperbólicamente, nunca había estado bien visto, era propio de almas poco fiables y voluntades inmaduras. Hoy no mereces la pena si no tienes muchas cosas de las que quejarte, si no eres la víctima favorita del destino, que ha convertido tu vida en un suplicio, bien que imaginario. Pues, como apunta Trapiello en esa misma página de su diario, suelen ser los que menos motivos tienen para la queja los que más la manosean. Por ello, cuando alguien se lamenta, debemos sentir envidia: qué vida regalada no tendrá este hombre o esta mujer que no para de solicitar nuestra atención. No en vano, es prácticamente imposible encontrar a alguien que se queje del cambio climático que no sea millonario. ¡Por fin ha encontrado algo de lo que ser víctima!
Qué lejos quedan, no ya los Erich Fromm, sino los esforzados y los valientes, los Unamuno, Genet o Gramsci escribiendo en la cárcel, las Rodoreda vagando en el exilio, los Kant de pueblo y campanario, las Arenal recorriendo cárceles, el estilita de Buñuel, los hidalgos españoles y los samuráis japoneses, las Moliner levantando ellas solas un diccionario entero, la sabiduría toda de la cultura toda del tiempo humano al completo sobre la faz de la Tierra. O el simple “saber sufrir” del futbolista José María Bakero.
Quejarse, para eso hemos quedado; para ser gente que se quejó.
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