Me adentro en la escritura de un texto como si entrara en un bosque oscuro, linterna en mano, sin saber qué me voy a encontrar. El proceso de creación siempre es un descubrimiento para mí.
Hay muchas formas de escribir libros. Se pueden escribir con la cabeza llena de respuestas, teniendo claro antes de escribir qué se va a decir, con el guion de la obra preparado. O se pueden escribir con la cabeza abarrotada de preguntas, buscando respuestas en el propio proceso de creación.
Pertenezco al segundo grupo. Para mí empezar a escribir un libro es entrar en un espacio oscuro. Cuando he empezado a escribir una novela o un cuento nunca he tenido muy claro lo que quería contar. Siempre siento que merece escribir, precisamente por lo que voy a descubrir en el proceso, como si alguien en mi interior me dijera: “Si ya sabes lo que vas a contar ¿para qué escribir un libro?”. Siempre he seguido una especie de intuición y, en lugar de un guion, he tenido entre manos una gran curiosidad por descubrir algo.
Y una imagen.
Todo comienza con una imagen. Es lo único que tengo muchas veces antes de escribir una novela o un cuento. Cuando comencé a escribir Las manos de mi madre solo contaba con la imagen de las manos de una madre sobre una sábana y una hija mirándolas fijamente, viendo en sus venas carreteras llenas de curvas, y esperando leer algo en ellas. Naturalmente, dentro de mí había muchos significados que yo aún no conocía y que fueron liberados por el propio proceso de escritura. El germen de La casa del padre también fue una imagen: un hombre mirando una cafetera eléctrica, pensando en que es un elemento obsoleto en la moderna cocina de su nueva casa; observando su goteo lento, sintiendo que él también está perdiendo sustancia y quedándose anticuado en un mundo cambiante. La lectura atenta de esa imagen, el intento de descifrar y liberar su significado, me ha guiado en la escritura de esta novela.
La casa del padre es una novela que me ha costado escribir. El hecho de que escriba en una primera fase sin guion ha tenido que ver en ello, pero también la preocupación por mostrar la complejidad del mundo y de las personas que viven en él y no caer en generalizaciones ni simplificaciones de la realidad. Dice Alice Munro que para ser interesante, una idea debe tener alguna complejidad moral, más que una arista. Y según Milan Kundera “una novela te enseña que el mundo es más complicado de lo que tú crees”. El gran reto para mí ha sido huir de los personajes planos y explicar su complejidad, por lo que he hecho un gran esfuerzo en mostrar sus contradicciones.
Otra preocupación durante la escritura de esta novela ha sido el movimiento. ¿Cómo hacer para representar en un texto un mundo y unas conciencias en movimiento constante? Sin duda, la evolución de los personajes, su cambio de perspectiva, las revelaciones sobre el lugar desde el que han mirado al mundo, la toma de conciencia de aspectos como la influencia que los mandatos de género han tenido en sus vidas… Todo ello me ha ayudado a que la novela no acabe siendo una fotografía, sino un artefacto en movimiento.
Se trata de una novela con muchas aristas, muchos hilos, historias que se cruzan, viajes del presente al pasado… Mantener la unidad del texto ha sido otro de los grandes retos en el proceso de escritura. He intentado que todo esté hilvanado, todos los elementos interconectados, al servicio de un fin concreto. He intentado crear un texto en el que, si se cambia un elemento, si se mueve algo, todo se mueve. Y la precisión, la imagen concreta, la visualización, mostrar en lugar de contar… también han estado muy presentes en mi cabeza, como si me rondara esa frase de Carson McCullers que asegura que “algunas buenas novelas son tan precisas como un número de teléfono”.
Dos de los personajes de esta novela son escritores. La casa del padre supone también una reflexión sobre la escritura, sobre esas “palabras de plomo” que aparecen en el proceso de creación, frente a las “palabras de bisutería”, ligeras, que no pesan, y que utilizamos con mucha frecuencia en nuestro día a día.
Se puede escribir, como he dicho al inicio, con la cabeza llena de preguntas o con la cabeza llena de respuestas. Se puede también escribir mostrando el salón de nuestra casa, ese atrezzo en el que proyectamos la imagen que queremos dar de nosotros mismos; o mostrando el desván, ese lugar oscuro en el que no sabemos ni lo que tenemos, donde todo está desordenado y se ocultan algunos de nuestros secretos o sueños inconfesables.
En La casa del padre he intentado mostrar el desván de los personajes, sus sueños ocultos y, sobre todo, sus palabras no dichas. Esas palabras de plomo, que aparecen solo cuando baja la marea, cuando quedan a la vista las rocas escondidas bajo el agua, como dice la propia novela:
“Quizás por eso es peligroso escribir. Es una peligrosa marea baja que deja a la vista las rocas escondidas bajo el agua. Y lo que aparece no siempre nos gusta. Porque con la marea baja desaparecen las palabras que utilizamos cuando estamos a flote, las que sobreviven como una colchoneta sobre la superficie; y aparecen esas otras, las que pesan como el plomo, las que están en el fondo y solo se ven con la marea baja. Y junto a esas palabras aparecen plásticos, tetrabriks, latas de Coca-Cola oxidadas, el cartucho de una escopeta, un salvaslip hinchado como el cuerpo de un ahogado. Lo que aparece cuando escribimos no siempre nos gusta”.
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Autora: Karmele Jaio. Título: La casa del padre. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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