El bombero Guy Montag se dedicaba a quemar libros por orden del Gobierno hasta que, tras conocer a una chica que vivía al lado de su casa, comenzó a preguntarse si era feliz la vida que llevaba hasta ese instante. Confuso e inquieto, tomó la decisión de robar uno de esos ejemplares que debía exterminar por ver si hallaba alguna respuesta entre sus páginas. Lo que descubrió fue que, al intentar que los ciudadanos desistiesen del nefando vicio de la lectura, las autoridades de su país les hurtaban el derecho, o quizá el deber, de pensar por sí mismos. Aquella decisión azarosa de Montag se convirtió en la señal que marcaría su futuro: en vez de continuar cumpliendo órdenes a ciegas, se alistó en una suerte de resistencia intelectual entregada a memorizar el contenido de los libros que merecían un lugar en el futuro para que no se perdieran sus palabras cuando ardieran todos los papeles que las contenían. Una pregunta, tan simple como terrible, resume el oscuro trasfondo que encerraba la cuestión: «¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?»
En Missouri, allá por los Estados Unidos de América, los republicanos han puesto en marcha un proyecto de Ley de Bibliotecas Públicas que plantea formar grupos de padres para que evalúen si los libros que están a disposición de los niños son adecuados o no. Esos padres censores tendrán la potestad de exigir que las bibliotecas eliminen de sus fondos los títulos que ellos consideren. Los bibliotecarios que se nieguen a obedecer su mandato podrán ser encarcelados. En la comunidad autónoma de Murcia, aquí en el Reino de España, tres partidos políticos —la derecha española cada vez está más cerca de ser una y trino, como el misterio aquel— se han puesto de acuerdo para establecer en el sistema público de enseñanza un veto educativo según el cual los progenitores tendrán la potestad de impedir que sus hijos acudan a charlas dedicadas a concienciar contra la violencia de género o impartir nociones básicas de educación sexual.
Parecen dos noticias diferentes, pero en realidad es la misma y viene repitiéndose con insidiosa periodicidad desde el principio de los tiempos. Es la noticia que informa de cómo los prejuicios, o la cerrazón mental, o el temor o el asco —o ambas cosas a la vez— hacia lo que no se comprende, o directamente se preferiría que no existiese, tratan de imponerse frente a la evidencia de que el mundo es como es y no hay pines ni catecismos que lo eviten. Quienes en Estados Unidos tratan de evitar que sus hijos lean libros inapropiados son primos hermanos de los que en España opinan que explicar a los jóvenes por qué no se debe pegar a una mujer, o abrirles vías que les permitan descubrir por sí mismos su propia sexualidad, equivale a adoctrinarlos. Soy consciente de que generalizar no siempre es acertado, pero quienes así razonan suelen ser los mismos que no ven la menor doblez en los sermones que se lanzan desde los púlpitos de las iglesias y andan diciendo por ahí que en las escuelas españolas de la década de 1970 —las de la España de Franco, en suma— había más libertad que en las actuales. Debería bastar esta constatación para, cuando menos, verter sobre sus intenciones una sombra de sospecha.
Yo no sé qué libros puede haber en una biblioteca infantil que no sean aptos para niños, pero me temo que ni la Matilda de Roald Dahl ni la Alice in Wonderland de Carroll serán muy del agrado de esos padres que estarán predispuestos a buscar entre líneas aquello que no hay y terminarán mandando a la hoguera todo cuanto, según su criterio variable, contravenga aquello en lo que ellos no creen. Tampoco entiendo qué hay de malo en que los adolescentes vayan aprendiendo a detectar actitudes machistas o en que los niños sepan que no pasa absolutamente nada si se sienten atraídos por alguien de su mismo sexo. Lo que sí sé es que una cosa conducirá inevitablemente a la otra, y que se empieza por permitir que los padres tengan la potestad de evitar que sus hijos conozcan la vida tal y como es y se termina dictaminando qué libros, qué películas, qué canciones, son buenas para la sociedad y cuáles conviene eliminar por su toxicidad, es decir, por inducir a la gente a razonar por sí misma y no verse sujeta a las cadenas del dogma.
Acabo de decir que no lo entiendo, pero en realidad está todo tan claro que no hay nada que entender. Se trata de la vieja estrategia del avestruz: ocultar la cabeza, cerrar los ojos, para fingir que el peligro no existe. Lo triste es que aquí no hay peligro alguno, sino tan sólo diferencia. Y es la diferencia lo que aterra a estos nuevos macarras de la moral dispuestos a laminar todo lo que no sea de su agrado. No consienten que exista nada que no se parezca a ellos mismos, seguramente porque la diversidad les evidencia su grisura y, como le ocurría a la madrastra de Blancanieves, consideran que es mejor disponer de un espejito mágico que refleje el mundo a nuestro antojo antes que tener cerca a alguien que nos recuerde que no somos los únicos, ni los más guapos, ni los mejores. Y quieren, ante todo, que sus hijos salgan a su imagen y semejanza, igual que le ocurrió a Dios. Quizá convenga recordarles que Dios, al suyo, lo acabó crucificando.
Hace unos cuantos años, los nazis, en Alemania, y los franquistas, en España, gustaban de quemar o expurgar aquellos libros con cuyas tesis no comulgaban. Pusieron todo el empeño que les permitían su cerrilismo y sus abundantes recursos, pero esos libros que ellos pretendían exterminar lograron resistir y acabaron por poner de manifiesto la indigencia intelectual de sus detractores. El Libro de los pasajes de Walter Benjamin prevalece sobre el Mein Kampf de Hitler. La Celestina de Fernando de Rojas hizo valer su fuerza frente a los poemas de Pemán. Por eso a estos nuevos liberales que están a un paso de promulgar que una cosa es la libertad y otra el libertinaje hay que darles una mala noticia: van a fracasar. El mundo seguirá siendo un lugar diverso, complejo, rico, extraño, fascinante, por más que ellos quieran asimilarlo a su planicie ética y estética. Ray Bradbury nos enseñó que el papel arde a 451 grados Fahrenheit, pero la Historia también nos ha enseñado que los tiempos evolucionan, aunque sea a trancas y barrancas y a pesar de quienes querrían verlos estancados en un medievo perpetuo. Y también que, por mucho que les pese a algunos, los libros arden mal.
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