“Hay tantos individuos como encuentros”
—Hofmannsthal, El libro de los amigos
Mientras buscaba acomodo a un libro casi recién publicado, del librero y escritor Javier Lahoz —un libro hecho desde la fascinación y la memoria prodigiosa, que hubiera firmado el propio cine si el cine pudiera hablar de sí mismo—, empecé a darme cuenta de que, entre tantas reseñas como he escrito a lo largo de una vida como lector, pocas veces lo he hecho acerca de los libros que admiro de autores muy cercanos a mí, aquellos que, por amistad y sentimiento, pero sobre todo por su condición única de escritores encantadores y maravillosamente personales, siempre están más bien circulando por mi mesa que detenidos en las estanterías, y a los que acudo una y otra vez entre varias lecturas para asegurarme de que sigo conociendo sus historias, sus poemas, sus palabras más bellas, “de corazón” (como se dice en dos idiomas que, por afinidad y por familia, también son míos).
Muchos de esos libros han sido escritos por poetas, solo algunos por narradores que también podrían ser poetas (o lo son, pero todavía no lo saben), y otros cuantos por esa preciosa familia de centauros de los narradores-poetas. Lo que voy a hacer ahora es detenerme a hablar un poco acerca de los que justo en este instante tengo encima de la mesa, y no por llevar a cabo un ejercicio de crítica —ni siquiera a la manera en que yo entiendo la crítica— sino, simplemente, por el mero placer de hacerlo. Al fin y al cabo, en una noche helada como esta, con el viento aullando en la chimenea, es mi única posibilidad de tenerlos cerca, pues da la casualidad de que todos estos autores tan distintos entre sí padecen un defecto común a todos ellos, y que Byron, también, encontraba en sus amigos: que no estén ahora aquí conmigo.
La noche del eclipse tú. Luis Artigue
Junto a unos cuadernos cuadriculados de 1979, comprados en una papelería que acababa de cerrar, tengo, muy cerca de lápices y plumas, un libro que siempre me gusta releer. Se titula La noche del eclipse tú. Es, al menos para mí, el mejor y el más inmediatamente cercano de los libros de su autor, pues no en vano está escrito por y para una niña, como todos los grandes libros que conozco (¿para qué se escribe, si no es para ataviar de enigmas y paisajes a la niña alma?). Luis es uno de esos (raros) poetas con pantalón de poeta que por el roto de los bolsillos van dejando caer las metáforas, y uno se siente en sus poemas como el chiquillo que está corriendo detrás del sol y de pronto, embobado, se detiene a contemplar una piedra en el suelo, una ramita quebrada, algo conmovedor de tan sencillo pero, al mismo tiempo, prodigiosamente iluminado. Además, es uno de esos (raros) poetas que no le temen ni a los signos de exclamación ni a los puntos suspensivos. Si hay que gritarle al cielo de las cosas, no duda en robarle su antorcha flameante a los poetas románticos y clavarla a ambos lados de su grito; y si de un verso o una estrofa es preciso pasar hacia otro lado, él coloca sin miedo esas tres piedrecitas de río sobre el vacío y, de puntillas, pasa hacia otro lado. Es dueño de inquietantes y hermosas metáforas e imágenes que llenarían de sentido cualquier libro: por ejemplo la imagen de Florencia “como una muchacha que se desnuda en un cursillo de escritura creativa”; o “el verano negligente, hecho de colores derretidos y virutas de luz”; o el mundo de los cuadros de Tamara de Lempicka, como “un hospital en el que los enfermos se besan”. Pero decir que Luis es dueño de algo resulta un contrasentido: es, no lo olvidemos, el poeta vagabundo del bolsillo descosido, y él mismo se siente muy feliz de serlo, y le parecería una terrible afrenta que alguien se ofreciese a coserle esos rotos por donde se le van las piedrecitas que recoge en el camino, y que al camino vuelven tocadas por una nueva luz. Pero Luis posiblemente diría que eso no es ninguna “nueva luz”; que esa es la luz de siempre de las cosas, solo que nadie la había visto aún de esa manera. ¿Qué sentido tendría ver las cosas con una nueva luz, cuando no las hemos visto aún con la vieja luz que les es propia? Quizá por eso me gusta tanto el libro que escribió para una niña. Es el único libro que conozco que, palabra por palabra, describe a alguien no por cómo es —pues aún no era—, sino para que llegue a ser. El poeta llamó quedamente a esa luna en la que se pueden “leer todos los rostros” y escogió uno entre tantos, y lo pintó noche a noche, en largos ramos de versos dilatados por “la forma que desborda el contenido”, y un buen día, desde una gran distancia, ese rostro llegó finalmente hasta sus manos. No miento, lo que digo es rigurosamente cierto. Luis tiene sus dos manos para demostrarlo.
Después, la luna se marchó y quedó el poema, con los versos casi saliendo por los márgenes como una niña desbordada por su alma.
El vigilante de la salamandra. Félix J. Palma
No sé por qué, pero a Félix toda la ropa parece que le viene grande. Siempre he pensado que ese es el motivo por el que se dedicó al relato. Los cuentos de El vigilante de la salamandra están escritos por alguien a quien le sobran mangas, faldones de jersey y cuellos de camisa, y que así se sienta ante el escritorio —con figuritas de plástico pululando entre los montones de hojas mecanografiadas— igual que va por el mundo: como escondido dentro de su ropa. A primera vista, esto puede parecer una enorme desventaja. Al fin y al cabo a uno, sobre todo para según qué cosas, le gusta ser mirado, constatado y hasta —con suerte— tocado, y no ir por el mundo como una colada en fuga o un anuncio de lavanderías. Pero lo cierto es que eso le ha permitido observar las cosas a su gusto, astutamente disfrazado de pantalón o de abrigo, plantado entre la gente como una especie de arrebujado perchero. Sus primeras novias siempre se sintieron enternecidas por aquella cazadora vaquera que las invitaba al cine, y mientras otros se llevaban un estrepitoso guantazo por deslizar una mano temblona sobre una rodilla, ellas se dejaban rodear sin reservas por el fantasmal abrazo de una manga vacía. Los premios que recogió —y fueron muchos— desaparecían de las manos de un desconcertado alcalde o una aterrorizada reina de las fiestas bajo el vuelo de una chaqueta que, con una vocecilla apenas audible, daba humildemente las gracias. Las cenas, en las raras ocasiones en que además del premio se daba también la cena, eran, más bien, espectáculos circenses en los que un montón de gente miraba con la boca abierta aquella comida flotante que entraba por el cuello de una camisa y, como por arte de magia, no caía después a ningún sitio. Habrá quien piense que me estoy inventando todo esto o que, como poco, exagero, pero sé muy bien de lo que hablo: yo mismo he sido testigo de cómo en esos trenes en los que Félix viajaba de camino a algún pueblecito con premio, más de un viajero distraído lo doblaba en cuatro y, sin atender a quejidos, lo prensaba entre las maletas de los compartimentos superiores.
Las cosas, realmente, se ven de otra manera cuando eres camiseta o faldón colgante, cuando eres al mismo tiempo holgado abrigo y perchero. Pero digámoslo de una vez: ¿cuántos observadores perdidos en los arrebujamientos de la ropa puede haber en el mundo? ¿Y cuántos de ellos pueden ser, además, grandes escritores de relatos? Desde que lo leí por primera vez, hace ya veinte años, El vigilante de la salamandra me ha acompañado en viajes, casas, escritorios y mesitas portátiles, y en todos esos lugares, cada uno con su propia luna y con su propio sol, ese libro se me ha antojado siempre tan cercano y eterno como esa misma luna y ese mismo sol. Es posiblemente el mejor libro de uno de los mejores escritores de relatos en lengua española desde los tiempos de Cervantes, y sólo espero que alguna editorial atenta reúna todos sus cuentos —incluso muchos de sus inéditos— en una antología que le haga justicia. Sobre todo en estos días aciagos en que, salvo para algunos editores valientes, el relato ha perdido su lugar frente a lo que sigue haciéndose llamar novela, en tantos casos tan vacuas e hinchadas como camisas al aire, sábanas fantasmales que aúllan por los pasillos de los palacios de los libros sin nadie dentro.
No es el mejor de sus libros —no lo escribió pensando que lo fuera— ni tampoco el que prefiero entre todos los suyos, pero amo las miniaturas como Byron amaba las rarezas, y esta obrita tétrica y encantadora tiene la extrañeza de lo que parece haber nacido por voluntad propia y esa clase de belleza —la tierna y la más indefensa, pero no, desde luego, inofensiva— que cabe en una mano. Es Luis Antonio hablando, verdaderamente, en romano y en griego, encarnado en esas almas tan viejas pero todavía con el corazón de hombre muy de nuestro siglo (hélas, que diría él) latiendo en la pechera de un frac que, seguramente, hubiera sido muy del gusto de Proust. Lo escribió hace más o menos diez años, pero su historia transcurre en nuestros días. Y aquello que no ha sucedido —todo cuanto se divisa, por ejemplo, más allá del pasaje titulado Ciudadano del imperio— no tardará en suceder. En este libro hablan los griegos antiguos que no han perdido el derecho de serlo (de ser griegos y antiguos), los espectros de Roma después de su caída, espectros todavía en togas y sandalias que ven aviones y torres derribadas con la misma naturalidad con la que en otro tiempo veían bosques, silvanos y fuentes, salvo por una diferencia: no saben que están muertos. Andan de una viñeta a otra, de un poema a otro, como perdidos habitantes de Comala. ¿Y no se diría, a veces, que es ese nuestro caso? “Todo señala (aunque muchos aún no se percatan) que este mundo ya ha muerto. Y no hay ningún otro, hoy por hoy, a la vista…”
Los libros de Luis Antonio siempre los tengo al alcance de la mano, en primer lugar, porque soy un rendido devoto de sus (muchas) bellezas, y en segundo lugar porque tocar un libro suyo significa para mí recordar siempre un tiempo infinitamente mejor que el nuestro. No hay en nuestro país otro escritor como él —a excepción, aunque en una dirección distinta, de Rafael Argullol y Luis Alberto de Cuenca—, con una cultura tan inmensa y, a la vez, una vida tan intensamente probada. Nació en un mundo muy viejo, pero siempre ha preferido habitarlo allí donde la memoria de las cosas todavía era joven, abriendo las ventanas a esa luz oriental que recuerda al agua de las fuentes, a dóricos muchachos bañados en ella, a un reverbero de mármoles… Si no tuviéramos razones para despreciar eso que se da en llamar cultura —y no en el sentido de aquello que nos sostiene y nos consuela entre dos misterios, sino como un ordinario ente administrativo—, el hecho de que Luis Antonio no tenga una presencia mayor en la vita publica o un lugar en la Academia (por más que él, con el altivo ademán de un Des Esseintes, ya se habría apresurado a rechazar ambas cosas) debería ser motivo para que la denostásemos y repudiásemos con “la rabia de Calibán al ver su propio rostro en el espejo”; pero este es nuestro siglo y esta es nuestra (inexistente) vita publica, y eso que llamamos cultura, horrible como es, ya lo denostamos y repudiamos con “la rabia de Calibán al no ver su propio rostro en el espejo”.
Yo leo a Luis Antonio como leo a mi inseparable Plinio el Joven: como se escuchan las palabras de un amigo. Es uno de los hombres más generosos y brillantes que he conocido y sólo puedo lamentar —como si fueran propios— sus últimos reveses. De todos ellos ha salido, afortunadamente, con su alma de muchacho que retoza en las fuentes, desbordando una vez más de insólita belleza: léanse El fin de los palacios de invierno, Dorados días de sol y noche, Las caídas de Alejandría, Proyecto para excavar una villa romana en el páramo. Deslumbrado esteta de aristocracia natural, ha construido en torno a sí un vasto y maravilloso reino hecho de libros, y, ciertamente, nadie como él ha sabido brindarle, a cada esplendente caballero de su corte, un gran título.
El informe Stein. José Carlos Llop
Sólo en una ocasión he estado en Mallorca, pero la conozco mejor, posiblemente, que muchos de sus habitantes. Me la mostró José Carlos, en un largo paseo que duró todo un día, y desde entonces siempre que pienso en Mallorca pienso en él y en esa ciudad-misterio que se desvendaba a sí misma, en un laberinto de sendas y callejones, alrededor del viejo navío encallado de la catedral entre palmeras. “Aria de cristal mientras el sol se pone, cuerpo de una mujer a la que se desea, silencio donde la paz se suma a la belleza”. La vi y siempre la veo, en un cielo azul o en una palmera despeinada al viento: la ínsula de Llop, verdeante y mágica. Como se ve, yo no fui inmune a Mallorca.
“Escriba de una ciudad que no existe”: ¿pero por qué este libro, y no cualquiera de sus otros libros que tengo en mi estantería? Qué cosa más extraña. Y extraña porque en él, por ejemplo, no se encuentra ese jilguero en el que “se encierra todo el esplendor de Pompeya”, que anda aleteando, pleno de colores, en una página de La dádiva; tampoco está ese hombre “expulsado de sí mismo” que vivía “en un país inventado, pues su voz es la que nos habla en Oriente; tampoco el poeta que con la bota pisa “nieve virgen en pos del ave albina”, bota y poeta que recorren cada bello poema de La vida distinta; y tampoco están el viento, el torrente, el fango y la tormenta que atraviesan el bosque de Bellver de En la ciudad sumergida. Y, sobre todo, ¿por qué ese libro, si en él no está este tranquilo, taciturno pero secretamente hedonista poema?:
El sueño de la siesta era el señor de la tarde
y por los balcones de la casa, los destellos
de la vegetación. Las libélulas danzaban
junto a la verja cerrada y las luces rojas
de los geranios eran faroles de un teatro chino.
Las verdes columnas de los bambúes
crecían entre la hojarasca de cuchillos fríos,
como el misterio del sexo en las horas calladas.
El tacto de un limón, dos naranjas, la pulpa
de una fruta del trópico. Y el color del sol
entre las manos mientras olías a melón
y manzana, celebrando un rito tan viejo
como la edad de los hombres
y la inutilidad de las palabras.
“Destellos de la vegetación, faroles de un teatro chino”. La isla se iba volviendo íntima y oscura, cerrada ya de noche, con cimeras de largas hojas rasgadas —¡palmeras por todas partes!— cabeceando allá en lo alto, como pequeños a punto de dormirse. Y al final de una calle, la única luz en las sombras de una librería iluminada, ataviada de sus últimos rondadores terrestres. Allí, antes de despedirnos, me hizo entrar José Carlos, y de allí salí con ese libro que día tras día anda de un lado a otro de mi mesa: un libro que no me daba solo un hombre sino —mágica y verdeante— una ciudad entera.
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Autor: Javier Lahoz (ilustraciones de Nacho Rúa). Título: Mis cien del cine español. Editorial: Reino de Cordelia .
Autor: Luis Artigue. Título: La noche del eclipse tú. Editorial: Visor (2010).
Autor: Félix J. Palma. Título: El vigilante de la salamandra. Editorial: Pre-Textos.
Autor: Luis Antonio de Villena. Título: Caída de imperios. Editorial: Renacimiento.
Autor: Luis Antonio de Villena. Título: Las caídas de Alejandría. Editorial: Pre-Textos.
Autor: José Carlos Llop. Título: El informe Stein. Editorial: RBA Libros.
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