Dice el Arcipreste de Hita que debajo de una mala capa puede esconderse un buen bebedor. Me ha venido a la cabeza este verso a propósito del título del libro de Felipe Cabrerizo y Santiago Aguilar La Codorniz: De la revista a la pantalla (y viceversa). Ese extraño circunloquio resulta desorientador, aunque resume bien el contenido del magnífico estudio que analiza las estrechas relaciones entre la famosa publicación humorística y el séptimo arte. Bajo ese título caprichoso se esconde, sin embargo, un trabajo de investigación magnífico que expone con detalle y hasta con inusual desparpajo narrativo los múltiples vínculos que unieron a las gentes de La Codorniz con el cine. Digamos que los “codornicescos” mantuvieron un matrimonio morganático con la pantalla, fueron puros escritores y a la vez guionistas, directores o críticos de cine; por su parte, la revista dedicó de forma permanente buenos espacios a la gran pantalla.
La relación de la llamada “otra generación del 27” con el cine se remonta a antes de la fundación de la revista. Allá por los años veinte sus miembros corrieron la aventura hollywoodiense y aquel grupo de humoristas de vanguardia trabajaron, sobre todo como guionistas y en labores de adaptación, en los estudios californianos. Allí anduvieron José López Rubio —creador de la “otra” etiqueta generacional para reivindicarse contra el monopolio de los poetas reunidos en honor de Góngora—, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Edgar Neville o Antonio de Lara, Tono.
Los “otros” del 27 coincidieron, durante la guerra, en las publicaciones franquistas La Trinchera y La Ametralladora y volvieron a reunirse, acabada la contienda, en su sucesora, La Codorniz, que comenzó sus andanzas en 1941 bajo la dirección del surrealista Mihura, a quien sin mucho tardar sustituyó el infatigable y prolífico Álvaro de la Iglesia hasta después de la muerte del dictador.
Los nombres citados, y varios más en sucesivas etapas, llenaron con humor gráfico y literario las páginas de aquel semanal burlesco y disparatado, evasivo y crítico: Rafael Azcona, Antonio Mingote, Fernando Perdiguero, Enrique Herreros… A la vez, trabajaban para el cine y llevaban a cabo una obra literaria enormemente desigual, desde el suave escapismo de López Rubio en su exitosa comedia Celos del aire hasta el bilioso alegato de Mihura y Tono en su maniquea novelita María de la Hoz. La propia La Codorniz supo del reto de sus autores de hacer sátira en un medio político dictatorial al que eran afines y tuvo que afrontar el dilema de qué humor cultivar —el absurdo, el puro juego de palabras, la cercanía a la realidad— en un tiempo tan ríspido como la alta posguerra.
Surgen de este modo en el libro, y más allá de las relaciones de los “codorniceros” con el cine, un bucle enmarañado de asuntos. De ninguno de ellos se desentienden Aguilar y Cabrerizo. Al revés, entran al trapo de todos ellos. Como si fuera un enredado manojo de cerezas, las van aislando para dar cuenta de ellas una a una. Esto supone una gran flaqueza estructural del libro, reprochable, pero también, por suerte, la causa de su enorme riqueza. Porque todo lo que toca de cerca o de refilón a La Codorniz y sus colaboradores es motivo de comentario o de análisis minucioso, erudito, con trazas de seria y esforzada investigación.
Así, y como quien no quiere la cosa, se rastrea la mencionada experiencia en los grandes estudios norteamericanos de aquel grupo de humoristas españoles, sazonada con curiosas anécdotas. Asimismo se reconstruye a trechos la historia, interna y externa, de la revista: la genealogía del humor codornicesco (Gutiérrez, y una parada en la novela Cinelandia de Gómez de la Serna), sus mentados precedentes, la influencia y plagio de publicaciones similares italianas, su trayectoria editorial, las características de sus populares secciones, los planteamientos de sus dos primeros directores y los motivos del relevo, y la propia personalidad de ambos. Acerca de Mihura hablan de todo él, del humorista, del narrador, del dramaturgo, del cineasta, al igual que hacen a propósito de Álvaro de la Iglesia, a quien tratan sin la menor simpatía, comentan su racanería, su engreimiento, y descalifican, con razón o no, pero sin venir a cuento, sus best sellers.
De tal manera, al hilo de la idea directriz del estudio —el viaje en doble dirección de la publicación semanal al cine—, los autores ofrecen una serie de valiosos análisis de escritores marcados por la impronta del humor. En el libro encontramos una completa aproximación a uno de los nombres más populares de nuestras letras del pasado siglo, el hoy olvidado Wenceslao Fernández Flórez. También tenemos semblanzas de gente que merece mayor conocimiento, no ya como humoristas vinculados con el cine sino por su trabajo literario o periodístico, sea de la dimensión que sea: Rafael Azcona, Noel Clarasó, Evaristo Acevedo, Alfredo Marqueríe o el comentarista mediático de inolvidable voz Alfonso Sánchez. Además, Aguilar y Cabrerizo aportan un panorama de la comedia cinematográfica española y sus subgéneros (el épico-histórico, el melodrama, lo fantástico, el sainete criminal) y asimismo, en alguna medida, de la comedia teatral de posguerra.
Tanta materia vinculada con la definida por sí misma como “la revista más audaz para el lector más inteligente” hace del libro de Aguilar y Cabrerizo una sugestiva incursión en esos dispersos asuntos a partir de una sólida erudición. La obra se acompaña de gratificante ilustración con generoso número de dibujos de la revista y de fotogramas, valiosos documentos que a más de uno trasportarán a la melancolía. Y contiene un DVD que reúne Un bigote para dos (Tono y Mihura, 1940), Don Viudo de Rodríguez (Jerónimo Mihura, 1935), Verbena (Edgar Neville, 1941), El viejecito (Manuel Summers, 1959), Tonto-tour (Víctor Vadorrey, 1965) y El corazón de un bandido (Chumy Chúmez, 1970). La jugosa propina redondea un libro magnífico.
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Autores: Felipe Cabrerizo y Santiago Aguilar. Título: «La Codorniz». De la revista a la pantalla (y viceversa). Editorial: Cátedra / Filmoteca Española. Venta: Amazon
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