Me confesó una vez un veterano del servicio de Inteligencia del Ejército que el trabajo de un novelista se parece mucho al de un analista de Inteligencia. Decía que uno y otro recopilan información, la procesan y finalmente la vierten, el analista en un informe de un par de folios y el novelista en doscientas o trescientas páginas.
La idea de Los peces solo flotan muertos apareció… no sé en qué momento de hace unos años en el Real Club Náutico. Por aquel entonces tenía lugar en Barcelona la prestigiosa Regata Zegna, una competición de vela de alto nivel en la que participaban navegantes y barcos de toda España. Yo aterricé, o mejor dicho atraqué, como periodista cubriendo el acontecimiento para dos medios, la revista Lecturas, para la que trabajaba en aquellos años, y para Cyberland, el servidor de Internet de un amigo, pionero en la retransmisión por ese medio de acontecimientos deportivos. Eso me llevó durante unos años a emplear cinco o seis días de primavera en navegar en rápidas lanchas y yates de motor y en algún velero, amén de recorrer de arriba abajo el Club y de alternar con marineros, patronos, dirigentes y policías, periodistas y camareros. Lo dicho, todos ellos fuentes de información. Pero el detalle que me hizo maquinar una historia fue la presencia de un ilustre patrón de uno de los veleros. Le vi el primer día de regata, el primer año, a la rueda del timón de su velero y aquel mismo día, a la caída del sol, en la sala de prensa, rodeado de guardaespaldas y de aduladores. Era el rey don Juan Carlos y aquel primer día a disposición de los periodistas le vi con cara de agotado, huellas del sol en la cara y esa expresión de buena persona que le caracteriza. Claro que… enseguida empecé a imaginar posibilidades, pues aquello podía dar mucho de sí. Todo novelista sabe que en la cabeza siempre le rondan a uno historias, tramas, posibles personajes y poco a poco se van atando cabos. Yo para entonces ya conocía a un antiguo militar que había estado destacado en la Guinea española, también a un veterano policía de Barcelona. Me conocía bien escenarios como la Plaza Real, el Club Jamboree y de mi paso por un periódico ya desaparecido tenía mi experiencia de la noche barcelonesa acompañando a un ilustre periodista de cuyo nombre no quiero acordarme, hijo del director, por cierto. Y si el Rey había sido mi principal inspiración para crear una trama, una vieja amiga fue el personaje que inspiró a la juez Esteller, sin duda el más destacado de la novela, con permiso del protagonista. Sólo tuve que cambiarle el nombre, por supuesto, y la profesión, pero en la suya, la auténtica, era también una pionera, y su situación personal era muy parecida a la que he utilizado en la novela; incluso físicamente me fue de utilidad.
El conocimiento de Barcelona, necesario por supuesto para desarrollar la historia, es algo que entra dentro de mi profesión, periodística y literaria, pero también por ser un paseante habitual durante años y haber escrito e investigado mucho sobre la ciudad. Viví muy de cerca historias alrededor de la plaza Real y de la calle Joaquín Costa, conocí en profundidad el viejo puerto con el Depósito Franco, los tinglados de mercancías ya desaparecidos, la Aduana, el muelle de la madera e incluso los interiores de la Jefatura de Policía y alguna que otra comisaría. De mi paso por la Infantería de Marina (es necesario decirlo) obtuve en su momento mucha información sobre aquella colonia, Guinea, que aún permanece en un oscuro limbo informativo, aunque ya se sabe, lo dice John le Carré, “un novelista es un mentiroso”. Ese detalle, el origen del protagonista como agente secreto, fue una concesión a mi afición al espionaje, como también el situar la acción en las mismas fechas del triste acontecimiento de Múnich en 1972, cuando don Juan Carlos sólo era príncipe y patrón del yate Fortuna.
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Autor: José Luis Caballero. Título: Los peces solo flotan muertos. Editorial: Roca. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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