A veces la literatura se aproxima a las aristas de nuestro mundo; a veces los escritores deben caminar por el filo para acercarse a la autenticidad de una historia; a veces abordan a personajes acostumbrados a mirar cara a cara al abismo. Hay novelas que son un fiel retrato de la vida en los márgenes; novelas que graban en nuestra memoria luchas que desconocemos; que nos muestran realidades cercanas, pero casi siempre inexistentes.
Estos días llega a las librerías la última novela de Nuria Barrios, Todo arde (Alfaguara, 2020). Una novela que confirma la prosa de Barrios como una de las más elegantes y precisas de nuestra literatura reciente. Una novela que da voz a esas historias que sobreviven en el filo. La autora nos sumerge con esta obra en un poblado gitano sin nombre para contarnos la aventura de una noche de dos jóvenes hermanos.
En un libro de relatos publicado hace un tiempo (Ocho centímetros), Barrios avanzó algunos de los escenarios y personajes sobre los que pivota su nueva novela: la marginalidad de la periferia de las grandes ciudades, la adicción a las drogas entre los más jóvenes. En aquellos relatos, los poblados de la droga eran un personaje más al servicio de la lucha vital de unos personajes que, de primeras, parecían condenados. En esta nueva novela regresamos al poblado de la mano de Lorenzo (Lolo), un menor de edad obcecado en rescatar a su hermana de su adicción.
Todo arde es una novela de aprendizaje, una interesante vuelta de tuerca a la historia de Hansel y Gretel: dos niños que jugaron a ser adultos demasiado pronto y que deben encontrar, en esas horas oscuras, el camino de vuelta a casa. Dos niños que deben caminar sobre sus miedos para salir adelante.
Todo arde es un homenaje a las novelas de aventuras. Lena se ha zambullido en su juventud en el universo de las drogas, y su hermano menor, Lolo —como príncipe azul— decide rescatarla del precipicio hacia el que se dirige. En Todo arde hay personajes que sobreviven al miedo (Lena), personajes que se conforman (Martina) y personajes, como Lolo, que se rebelan contra él.
Todo arde es una novela que aprovecha la plasticidad de la oralidad gitana para ofrecernos un texto vivo. Por medio de una prosa pulcra y refinada, Barrios homenajea los colores de nuestra lengua para ponerlos al servicio de una historia que nos mantiene en vilo. No sabemos si Lolo rescatará a su hermana o si Lena permitirá que su hermano pequeño la rescate de su vida en ese valle de sombras y tiniebla. Caminaremos de la mano de un niño en un mundo de adultos que en ocasiones le atemoriza y en otras le fortalece.
Quien lee Todo arde encuentra entre sus líneas ecos de mitos y grandes obras literarias. Es imposible olvidar que entre las páginas de la novela de Barrios están el ciego del Lazarillo de Tormes, el mito de Orfeo y Eurídice, o incluso la esencia de Don Quijote: la locura, de la mano y frente a, la razón.
Esta novela de Nuria Barrios mantiene al lector aferrado a su lectura, ansioso por conocer el devenir de sus protagonistas, al tiempo que rinde honores y mantiene vivo un lenguaje que se orilla.
Zenda se reúne con Nuria Barrios en la sede de su editorial. Con ella hablamos de cuentos y de mitos, de escritura y traducción y de los libros que nos acompañan cuando todo a nuestro alrededor se quema.
—¿Dónde nació la historia de Todo arde? ¿Qué provocó la chispa de esta historia?
—La historia comienza hace mucho tiempo. La primera vez que entro en un poblado chabolista de venta de drogas, que fue en los años 90. Aquel escenario se me quedó enganchado y supe que lo iba a utilizar, no sabía cómo. Allí se quedó en la cabeza. Hace 4 o 5 años publiqué un libro de relatos, Ocho centímetros. Allí ya había cuatro relatos cuya protagonista era una chica que estaba enganchada y ya aparecía un poblado chabolista. Yo todavía no sabía que había comenzado el camino, pero de alguna forma el poblado ya se vislumbraba. Después de escribir ese libro, dos años después, publiqué uno de poesía, La luz de la dinamo, que tiene tres partes: en la parte de la infancia hay un juego con los paraísos artificiales, las canciones infantiles… Volvía a aparecer el personaje de esta chica, que en este caso se llamaba Grete. De nuevo aparecía ahí como de trasfondo un poblado. Cuando acabé el libro de poemas me di cuenta de que había encontrado una voz, que la voz era en realidad la historia, y que lo que tenía que hacer era seguir esa voz, como si fueran mis piernas, hasta donde me llevaran. Y donde me llevaban era a la novela. Allí fui consciente de que estaba haciendo una cosa muy rara: una trilogía híbrida, con tres partes completamente autónomas, pero que de alguna forma los ecos de una historia, de un libro, resuenan en los otros. Los tres libros tienen como corrientes de aires que los intercomunican.
En realidad llegué a la historia a través de los otros dos libros. Después del libro de relatos y del libro de poesía, ya estaba la novela enfilada.
—Dice Lena en un momento de la novela: “Entre la realidad y la ficción hay una raya muy fina”. Pregunta obligada: ¿cuánto hay de realidad en la novela?
—Digamos que la realidad es la materia y la ficción es lo que la modela. La realidad es lo que tiene de concreto y la ficción es lo que convierte a esta historia en una historia universal, que puede ser de cualquiera.
—¿Está tan lejos de nosotros el Madrid oscuro que retrata en la novela?
—No. Primero que no es un Madrid oscuro. Creo que hay un juego de espejos: es como si hubiera un espejo de frontera, y la parte «normal», entre comillas, está a un lado del espejo y esta parte está al otro lado del espejo. Es como el espejo de Alicia en el País de las Maravillas. Una parte es el reflejo de la otra, pero invertidas, como el mundo al revés. Pero las dos partes funcionan igual: aparentemente son muy distintas pero las dos partes funcionan igual. Hay un capitalismo feroz en las dos partes, hay estructuras de poder clarísimas en las dos partes, hay amor en las dos partes, hay traición, hay crueldad, hay ternura… con lo cual me parece muy cerca. Luego, lo que ya es la cercanía, digamos más concreta, creo que estas historias nos pillan a todos. Es como lo de los apellidos gallegos. Yo tenía un amigo gallego que decía que bastaba con remontar seis niveles de apellidos y encontrabas a un gallego. Esto es igual: basta remontar un poquito y encuentras una historia que está al filo, conocida, de alguien que está justo en la frontera entre la normalidad y el desastre. Además, la novela transcurre en el filo, en la frontera, no transcurre en una parte ni en la otra, está justo en la frontera.
—La novela tiene un ritmo muy ágil. Prácticamente transcurre en una única noche, en la que Lolo baja a los abismos en los que vive su hermana, Lena. ¿Qué ocurre esa noche en el poblado?
—Si lo cuento… ¡destripo la novela! [risas]. Puedo decir que Lolo, efectivamente, baja al poblado y decide quedarse para rescatar a su hermana, para recuperarla, pero aquel objetivo se complica, porque sin comerlo ni beberlo, se va a ver envuelto en el robo de un cachorro que pertenece a uno de los dos clanes que se disputan el poder en el poblado y ¡se va a ver allí metido! Eso le va a dar una urgencia increíble a la historia, porque él, sin saberlo, tiene el cachorro. Sin que él lo sepa, su vida va a estar siempre en el filo del máximo peligro.
—El argot gitano se apodera en muchas ocasiones de los diálogos y embelesa al lector por medio de su lenguaje tan vivo, plástico y directo. ¿Cómo ha construido estos diálogos?
—Con la oreja. Abriendo mucho la oreja. Bueno, primero con mucha fascinación, porque ése es el lenguaje de los gitanos marginales, del gitano chabolero, no del gitano del Rastro. Tiene una viveza, un ingenio, una brutalidad y una rapidez que es fascinante.
—En el poblado, Lolo conoce a un muestrario de personajes muy diferente al que está acostumbrado: gente habituada a vivir al día y al límite. ¿Cómo es Lolo para ser capaz de enfrentarse a ese entorno?
—Un chavalín. Un chavalín de 16 años que tiene toda la inocencia de alguien que está todavía a medio cocer y tiene sin embargo, también, toda la valentía que se supone cuando se tienen 16 años, porque es un inconsciente: no sabe realmente lo que significa, no entiende realmente el peligro al que se enfrenta, donde está metido no lo comprende. Precisamente porque es un inconsciente es un héroe, lo que les pasa a todos.
—Usted ha retratado en la novela el Madrid que huele, la parte tóxica que no queremos ver, el envés, en definitiva, de todos nosotros. ¿Qué atractivo tiene la Cañada Real y sus protagonistas para Nuria Barrios?
—Bueno, no es la Cañada Real. Efectivamente, mi trabajo de campo fue en la Cañada, pero como la novela transcurre por la noche, ya hay ahí una pérdida de referencias absoluta. Todo el trabajo de campo lo que hice fue entrelazarlo, trenzarlo, con las lecturas del Hades griego, del mundo de los muertos en la literatura griega, en la Odisea, en todo el teatro griego clásico, porque en realidad ese poblado chabolista, cualquier poblado chabolista, es una contextualización en el siglo XXI de lo que era el inframundo, el lugar adonde iban las almas de los muertos, para los griegos. Es igual, son dos calcos. Simplemente lo he pasado al siglo XXI. ¿La fascinación? La fascinación de encontrar que el contexto cambia pero el contenido es idéntico. En el siglo XXI el inframundo adonde iban los muertos está en un poblado chabolista. Me parece fascinante.
—Si nuestra sociedad se mirase al espejo, ¿qué reflejo cree que le devolvería?
—Depende de qué espejo. Primero, ya está cuestionado que los espejos reflejen nuestra imagen, porque al final uno ve el espejo con sus ojos, y los ojos tienen una percepción subjetiva del reflejo. Creo que da igual el espejo que uno se ponga delante: al final lo que ve es una proyección de la imagen que ya tiene construida en la cabeza de sí mismo, de su entorno y de la sociedad. No hay espejo que pueda contra eso.
—En esta novela se reflejan algunos de los temas que ya aparecían en su anterior título de relatos, Ocho centímetros: la adicción a las drogas, la soledad, el resquebrajamiento de las relaciones familiares, lo efímero de la existencia… ¿Son los temas que más le inquietan?
—Son los temas que más me inquietaban durante todo este periodo que te contaba que empezó con Ocho centímetros y que ha terminado con Todo arde. Con esta novela cierro el ciclo y cambio, me voy, salgo de allí. Mi siguiente novela va a transcurrir en el monte, con eso te lo digo todo [risas].
—Si tuviéramos que reducir su novela a una única frase o metáfora, diríamos (así aparece en el epígrafe que antecede su obra) el mito de Orfeo y Eurídice. ¿Quiénes cree que son los mitos de hoy en día?
—Todos. Los mitos son muy curiosos. Son relatos muy sencillos pero que cuentan historias poderosísimas y además tienen la capacidad de retratar realmente las cuestiones que nos siguen inquietando, que siguen inquietando al ser humano desde que surgió y probablemente hasta que desaparezca: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, por qué existe el dolor, por qué la crueldad, por qué la vida, por qué la muerte… Todo eso está en los mitos. Me gusta mucho acudir a ellos, porque creo que los mitos actúan como fuentes energéticas del conocimiento. Basta con leerlos despacio para darse cuenta de su hondura y de su capacidad de sugerencia.
—¿Qué valor le damos a los mitos clásicos hoy?
—Oficialmente muy poco. Toda la estructura, con estos palabros que se dicen ahora, esta estructura curricular en colegios e institutos, todo lo que son las Humanidades han sido reducidas, ¡lo han destruido! Lo han convertido en migajas. La Literatura, la Filosofía, han sido despreciadas en favor de la tecnología. Cosa que me resulta incomprensible: no entiendo que unos saberes tengan que eliminar a otros. Creo que el saber es complementario. Mutilar el saber lo que hace es empequeñecerlo, da exactamente igual si estamos hablando de ingeniería o de lo que sea. Creo que se les da muy poca importancia y que, sin embargo, toda la mitología, toda la literatura clásica, sigue teniendo un valor increíble, porque está muy viva. Los mitos son, como ocurre con los cuentos y las canciones populares, son anónimos. En realidad anónimos significa que son de todos, porque han ido pasando de persona a persona, como si tú te metes una piedra en la boca, y esa piedra se la pasas a otro que se la mete en la boca, y cada uno con su lengua le va quitando aristas y la va moldeando. Al final lo que tienes es un producto perfecto, porque cabe en la boca de todos. Porque entre todos la han ido afinando hasta hacerla perfecta, hasta hacer que sea realmente universal. Pero, ¿cómo se puede despreciar eso? ¿En qué cabeza cabe? No lo entiendo.
—¿Qué hace Nuria Barrios cuando piensa que todo a su alrededor arde?
—Si tengo frío me acerco [risas], y cuando estoy muy agobiada intento respirar y no quemarme.
—Si ahora mismo tuviera que elegir tres libros de su biblioteca, tres libros que deben acompañarla siempre. ¿Cuáles serían?
—Cogería La Odisea, Metamorfosis (la Metamorfosis de Ovidio, son doscientas cincuenta narraciones mitológicas, así que tienes para mucho: desde el origen del mundo hasta el momento en que el alma de Julio César se convierte en una estrella. Tienes ahí mucho material), y probablemente cogería una recopilación de cuentos, o de los hermanos Grimm o de los hermanos Andersen, que me parecen también muy misteriosos y muy inspiradores.
—¿Cómo se retroalimentan su trabajo como traductora y su trabajo como escritora?
—No puedes evitar que todo te influya, porque al final la traductora es la escritora y la escritora es la traductora. Creo que la escritora ayuda a la traductora a que ante los miles de momentos de duda, de cómo lo transformo, cómo lo metamorfoseo de inglés a español, me ayuda mucho la escritora, porque la audacia de la escritora se la paso a la traductora. Me da mucha valentía. Me da seguridad. En el caso de la traductora respecto a la escritora: por ejemplo, como mi autor es Banville y en la obra de Banville (como todos los autores anglosajones, en este caso irlandés) se da mucha importancia al paisaje, siempre el paisaje es un personaje de la obra. Creo que eso se ha quedado dentro y por eso, aunque es un paisaje muy peculiar, el poblado dentro de la novela no sólo es un escenario, sino que en cierta forma también es un personaje. Es tan importante como los demás personajes.
—Hace unos meses participó con un relato en la antología Hombres (y algunas mujeres) editada por Zenda. ¿Podría contarnos la génesis de su relato Huevos fritos con patatas?
—Es una historia de mi padre. Mi padre es un narrador frustrado, un narrador oral frustrado. Desde que éramos niños en casa mi padre nos contaba esta historia de que él había estado en la cárcel porque le metieron en la cárcel cuando tenía dos añitos apenas. Una historia muy rocambolesca: unos señores, que eran sus padrinos, se lo llevaron a Barcelona justo antes del estallido de la Guerra Civil y, sin comerlo ni beberlo, mi abuela perdió noticias de su hijo. Estos señores eran un matrimonio que luego se descubrió que eran unos timadores que se dedicaban a robar. Mi abuela no tenía ni idea. No tenían hijos y habían decidido quedarse con mi padre, y a todo esto, a punto de estallar la guerra. Se lo llevaron para llevarlo al mar unas semanas, y al cabo de meses de no saber nada mi abuela se fue a buscarlo. No los encontró. En el piso no los conocía nadie. Fue a la comisaría, donde le dijeron que eran ladrones y, afortunadamente, los habían detenido y el matrimonio estaba en la cárcel: él en la de hombres y ella en la de mujeres con un niño, que ella había registrado como hijo propio. Mi abuela fue a buscarlo y se lo llevó. Toda esta historia, ¡imagínate un niño de dos años que se lo llevan! Él tiene esta amnesia, no recordaba nada: ni el viaje en el tren, ni por supuesto el mar, ni si lo habían utilizado para estafar, ¡nada! Él tenía esta historia como… La verdad es que era tierno. Le decías: “Debió de ser horrible.” Y él respondía: “Bueno, pues jugaría con los demás niños en el patio de la cárcel” [risas]. Luego vi imágenes de esa cárcel, que ya no existe, y era una cárcel horrible. Esa cárcel la tiraron por insalubre. Justo cuando estalla la Guerra Civil el gobierno republicano la destroza y liberan a todos. Unas semanas antes mi abuela ya se había llevado a mi padre. Pero la derribaron por las condiciones de insalubridad. Mi padre todo lo había borrado y lo poco que no podía borrar lo había transformado en otra cosa. Era una historia que, en realidad, cuando le dije que me la contara, porque siempre habían sido retazos, de repente todo era olvido (se había olvidado de todo). Me pareció todavía más tierno, ese proceso de olvido tenaz: “No me acuerdo, ni quiero acordarme, y ya deja de preguntarme porque esto me está molestando”. Ahí nació el relato.
—¿Recuerda cómo comenzó a escribir?
—Me recuerdo básicamente como lectora. Escribir he escrito siempre, pero yo no he escrito ficción. Escribía lo que tenía que escribir: me doctoré, escribí mi tesis, escribía cartas, que en aquella época se escribían cartas incluso en papel, pero poco más. Me gustaba mucho escribir pero no tenía una historia que contar. Y de repente, el día que tuve una historia que contar empecé a escribir, y probablemente ese miedo que tenía a contar… La primera historia destapó, quitó el corcho, y todo comenzó a fluir de una forma mucho más natural. Así que realmente empezar a escribir ficción empecé con 33, fíjate. Fue tarde.
—Usted ha escrito novelas, relatos y poesía; ha traducido obras y escrito reseñas literarias. Ha obtenido el Premio Iberoamericano de poesía Hermanos Machado, el Ateneo de Sevilla… ¿Puede adelantarnos su próximo proyecto literario?
—La novela que te he dicho. Va a ser una novela que transcurre en el monte, va a haber muchos animales. No te voy a contar más porque… realmente ahora mismo tengo cuatro mimbres: sé el nombre, sé las partes, sé lo que quiero contar, pero me tengo que remangar y ponerme. Solamente sé que va a haber mucho aire, mucho pino… ¡Lo que necesito!
—¿Para qué sirve la literatura?
—Para mí es mi forma de relacionarme conmigo, con los demás y básicamente con el mundo. Mi forma de relacionarme. Es para lo que me sirve. Probablemente, si no escribiese estaría tarumba. Me sirve para no volverme loca, para ser menos infeliz.
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Concluye la conversación y Nuria Barrios confiesa que debe enfangarse de nuevo en una próxima obra literaria. Bajará estos meses próximos, como Eurídice, a ese inframundo donde deambulan historias sin nombre, sin apenas dueño, historias que esperan ser salvadas.
La literatura, su particular Orfeo, le ayudará a apaciguar esas historias y darles un orden, y una vez arriba, a este lado del espejo, se sumergirá con tiento y profesionalidad en esas marismas —donde aún nada está escrito pero todo está contado— para dar el mejor ropaje a esas historias; para aportarles una luz que permita que el lector vea claro; para aportarles una estructura y un significado que las convierta en memorables para el lector.
Ardua es la tarea que le espera a Nuria Barrios. Arduo ese momento de enfangarse entre las historias que la llaman con la moneda preparada; sabemos que el barquero desgreñado, su Caronte, tiene ya listas, y bien pagadas, esas historias al otro lado de la ribera de la Estigia.
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