En la plaza que llaman Fernández de Madrid hay un pequeño parque donde los vecinos suelen sentarse a conversar a partir de media tarde. Las casas que lo rodean lucen en sus fachadas balcones salpimentados de flores. Dicen que en una de ellas vivió Fermina Daza, la protagonista de El amor en los tiempos del cólera, y que desde su ventana podía contemplar cada mañana la iglesia de Santo Toribio, cuyo espléndido claustro acoge hoy algo parecido a unas galerías comerciales. Frente al templo, un bar decora su frontispicio con un gran dibujo de Lenin. Sólo hay que caminar unos pocos pasos para verse ante las puertas de lo que fue el convento de Santa Clara, reconvertido en hotel de cinco estrellas. Si tiene suerte, el recién llegado encontrará abiertas las puertas de lo que una vez fue su iglesia y ahora acoge un salón de convenciones. Allí asistió, el 26 de octubre de 1949, un joven Gabriel García Márquez a la exhumación de un cadáver de melena eterna. Pertenecía a una joven llamada Sierva María de Todos los Ángeles, cuyo tránsito por el mundo forjó una leyenda magistral acerca del amor y otros demonios. Que tras el cenobio se encuentre la casa que unas cuantas décadas más tarde ocuparía, convertido ya en escritor de prestigio y fama mundiales, el mismo reportero que asistió a aquel desentierro, demuestra que nada es casual en el lugar donde nos encontramos, y que la ficción termina muchas veces por perfilar a su antojo los contornos de eso que llamamos realidad.
Lo más certero que se puede decir sobre Cartagena de Indias es que la ciudad parece un sueño que cincelaron a medias piratas y conquistadores en uno de los costados menos evidentes del Caribe colombiano. Se llega a ella en plena noche —tras una espera excesiva en Barajas, un interminable vuelo trasatlántico y un enlace apresurado en Bogotá— y no hay cansancio que pueda contener la tentación de abandonar el hotel, una vez depositado el equipaje, e incurrir en el primer extravío por unas calles que huelen a salitre, fruta y pergamino y cuyo adormecimiento al filo de la medianoche apenas permite presagiar el bullicio que comenzará a habitarlas cuando el sol irrumpa por el este anunciando el nuevo día. En estas horas nocturnas, mientras titilan en el cielo las estrellas y a los oídos sólo llega el rumor lejano de conversaciones sofocadas, la vieja ciudad parece un remanso concebido para otorgar una bienhumorada tregua al viajero que pone por primera vez los pies en ella y, mientras se deja fascinar por lo que aún son más intuiciones que certezas, se pregunta si se sorprendería embargado por un ensueño parecido el descubridor Rodrigo de Bastidas cuando allá por 1502, dibujando el perfil del nuevo mundo, se encontró por casualidad esta bahía.
Algo sí debió de sospechar Pedro de Heredia al fundar la ciudad que ha sobrevivido al paso implacable de los siglos con tal frescura que, por mucho que presuma en cada rincón de tener a sus espaldas una historia venerable, parece ir naciendo a medida que el visitante la descubre. Lo hizo con la ayuda de la India Catalina, figura crucial para la consolidación de un mestizaje que fundió la sangre de los viejos pobladores amerindios con las de los colonos llegados desde el otro lado de los mares y los africanos que vinieron para ser vendidos como esclavos. Los españoles se hicieron fuertes en este cantón que pronto rodearon de murallas para defenderse de las potencias enemigas y de los filibusteros al mismo tiempo que aplacaban la lógica hostilidad de los nativos. A la India Catalina, que traducía los vocablos indígenas al idioma de los conquistadores, la recuerda una estatua que se erige justamente ante el flanco más septentrional del baluarte, no muy lejos del castillo de San Felipe de Barajas, majestuosa fortificación encaramada sobre un cerro desde el que Blas de Lezo plantó cara en 1741 a la brutal acometida del oficial Vernon.
A Pedro de Heredia, en su calidad de padre fundador, también lo inmortaliza una estatua, pero la suya se encuentra a espaldas de la Torre del Reloj, entrada principal al recinto amurallado e icono por excelencia de una ciudad cargada de símbolos que el viajero, a menudo de forma inconsciente, va clavando en su retina. En tiempos coloniales, un puente levadizo la separaba del vecino barrio de Getsemaní, entonces hogar de esclavos y menesterosos y hoy objeto de deseo de bohemios y noctámbulos. Era aquí mismo donde se comerciaba con los hombres y mujeres que, traídos directamente del continente africano, entraban a servir en las casas de las familias pudientes, y es éste el punto del que parten todos los caminos que, pese a su apariencia rectilínea, se enredan y entrecruzan sin que el viajero se percate para conformar una maraña en la que perderse resulta tan inevitable como estimulante. Hay dos faros, sin embargo, que orientan mínimamente el rumbo que siguen nuestros pasos, y ambos tienen que ver con la evangelización que la llegada del imperio español trajo a estas tierras. Uno es el rotundo mástil que preside la fachada de la catedral de Santa Catalina de Alejandría, advocación bien exótica que no desmerece en absoluto la colorida verticalidad con la que pugna por ascender al infinito, y el otro las torres y la cúpula del santuario de San Pedro Claver, que marca el límite con el camino que se aleja de los predios donde Cartagena adquirió sus credenciales para alejarse en busca de los arrogantes rascacielos que dibujan el perfil de Bocagrande.
No conviene hacerles mucho caso, porque lo divertido es vagar sin rumbo y dejarse invadir por el íntimo regocijo que se reserva a quien camina sin mochilas y con la disposición de dejarse sorprender por cualquier hallazgo inesperado. Cartagena es un filón porque pasearla es experimentar un continuo asalto a los sentidos, empezando por el contraste entre la estatua de Botero que adorna la plaza de Santo Domingo y el portentoso convento que se yergue frente a ella, siguiendo por un trazado laberíntico plagado de nombres sugestivos —la calle del Colegio entronca con la del Porvenir, en lo que es una atinada metáfora urbanística, y la calle Tumbamuertos evoca la irregularidad de unos adoquines que propiciaban la caída de los ataúdes cuando los cortejos fúnebres se encaminaban al cementerio— y terminando por un delirante paisaje humano en el que se hacinan y confunden europeos en plena ruta cultural, ingleses al borde del desenfreno etílico y oriundos que, en la mejor tradición picaresca, tratan de ganarse el pan encandilando a unos y otros con tanto tesón y tanta gracia que el viajero lamenta no llevar en los bolsillos pesos suficientes para dejarse engañar tantas veces como sea necesario. Hay que tener el corazón de hierro para resistirse al encanto de los adolescentes que improvisan ante los viandantes unas rimas vertiginosas y endiabladas, al donaire de los vendedores que comienzan ofreciendo unas maracas y acaban garantizando cocaína de primera, a las dotes interpretativas de los mendigos supuestamente inválidos que solicitan one money pa comé junto a ancianos que despachan sombreros panameños con la destreza de tahúres aleccionados a la sombra de tapetes clandestinos. Hay que andar muy desnortado para no dedicar unos minutos a las mulatas que venden fruta envueltas en los colores de la enseña nacional y son capaces de paralizar el tráfico para que el forastero las retrate con la grandeza que merecen; hay que tener muy poco cuajo para no prestar atención a los músicos que, a cambio de unos pocos billetes, arropan el simple acto de cruzar una calle con una banda sonora digna de la mejor epopeya homérica; y hay que ir por la vida muy pagado de uno mismo para no apreciar en lo que valen las historias que desgranan los cocheros que al atardecer sacan a pasear sus carruajes de caballos y redondean así la fábula de unas latitudes en los que todo parece aquilatar aquella máxima que acuñó Alejo Carpentier y según la cual en América Latina el surrealismo es algo tan natural como la lluvia.
La historia de Sierva María de Todos los Ángeles, aquella muchacha cuyo cadáver entrevió un bisoño Gabriel García Márquez cuando acudió a cubrir las exhumaciones en el viejo convento de Santa Clara, fue una historia triste que terminó mal. Nunca volvió a ver a su amado y murió pensando que éste se había olvidado de ella porque nadie le dijo que le habían mandado a un hospital de leprosos en castigo por su conducta intempestiva y pecaminosa. Junto a un costado del monasterio donde la joven halló su última morada, el baluarte ofrece un pedestal privilegiado desde el que contemplar la morosidad con que el sol se va ocultando al otro lado del Caribe. Alguien dijo que aquí las cosas siempre tienen su edad original y que son los siglos los que envejecen. «Eres casi de piedra en el vaivén del tiempo», le escribió a esta ciudad Raúl Gómez Jattín, un poeta indigente y suicida que se enamoró de ella con la lucidez que caracteriza a las pasiones desbocadas. Es fácil que ese verso anide en la memoria a la hora del crepúsculo, cuando el cielo se tiñe de violeta y las olas mueren dulcemente al pie de las murallas y la eternidad parece un sueño al alcance de la mano. El mismo sueño que engendró a la propia Cartagena y la mantiene fresca y joven frente a los embates de la historia, como si entre sus fortificaciones dejasen de tener sentido los relojes y todo se conjugara en un presente perpetuo en el que tienen cabida los vivos y los muertos, la realidad y las leyendas, las voces y sus ecos. Como si fuera éste el lugar donde el mundo consigue olvidarse de sí mismo y las estirpes condenadas atisban, al fin, una segunda oportunidad sobre la tierra.
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