Prólogo de Besos a la luz de la lona, obra que recoge historias de boxeo de autores como Aldecoa, Onetti, Fontanarrosa, Piglia, Ayala, Loriga, Alcántara o Jacinto Antón. Enrique Turpin es el coordinador de este libro editado por Demipage.
El boxeo es como la música: cada día se aprende algo. Boxeo porque me da fuerza. Miles Davis
La primera advertencia útil que se le acostumbra a dar a un boxeador es la misma que debiera recibir cualquiera que desee iniciarse en la lectura: no cerrar nunca los ojos. Como ocurre en el arte del pugilato, también el acto de la lectura propicia en los practicantes que el mundo entero entre por la vista. El mundo entero. El que se contiene entre las tapas de un libro, el que acierta a convocarse entre las cuerdas de un cuadrilátero. No existe nada más cuando se está dentro de la ficción o cuando se está subido al ring. De esa conexión vendrá la acertada proclama cortazariana sobre las dos distancias del relato, aquella que asevera que la novela vence por puntos mientras que el cuento siempre debe ganar por KO. El deber del cuento. Esta es, pues, una antología repleta de knockouts, ninguno de ellos técnico, como manda la tradición de un deporte repleto de claroscuros y potentes dosis de misticismo que ahonda sus raíces en la infancia animal de lo humano.
La infancia. Un jovencísimo Muhammad Ali ingresó en el boxeo porque un matón de barrio le robó su bicicleta y pensó que si se preparaba le daría al ladrón una paliza; el pequeño y pusilánime Mike Tyson le lanzó un juego de puños casi mortal a un bravucón porque mató una de sus palomas favoritas. El lector no habrá de forzar la memoria para reconocerse en algún episodio en el que se encontrara mano a mano con un rival de infancia: una pelea por un palmo de más o de menos en el juego de las canicas, alguna trampa mal disimulada durante una apuesta de cromos, la defensa de un hermano menor, la disputa por una novia afrentada… La dinámica de la reyerta consistía entonces en ser, más que en decir. Avanzar y sacudir como mejor se pudiera, con las armas más antiguas del ser humano: los puños. La cosa se zanjaba a puñetazo limpio, claro. Y si el asunto se ponía feo, venía aquello de pies para qué os quiero que otorgaba automáticamente pasaporte a una gloria de extrarradio al púgil ocasional que ya no hacía nada por perseguir a su adversario y en su soledad saboreaba los honores de la victoria. Era también aquel un tiempo en el que fuimos reyes, cada cual a su manera, en la verdad o en la mentira, pero de algún modo todos llegamos a mover los puños con cierto ritmo, y la cadencia de nuestro juego de piernas no pretendía imitar a boxeador alguno, tan solo invocaba un espíritu ancestral en el que el golpe anárquico valía tanto como la valentía de continuar en la pelea a pesar del peligro que conllevaba insistir en nuestra osadía. En el fondo, aquel boxeo improvisado de calentón sanguíneo sintetizaba lo que supone el ejercicio de vivir, en palabras de un espectador de lujo en peleas de demonios propios y ajenos, el habilidoso peso pluma Martin Scorsese: «Te dedicas a golpear y a que te golpeen, que es lo que haces cuando sales de casa. Es el primitivismo en un mundo supuestamente civilizado». El boxeo tornea el cuerpo, fibra los corazones, labra el destino y, como ocurre en esta selección de piezas narrativas, convoca a las musas.
Aunque está claro que el mejor golpe es el que no se da, nunca viene mal un poco de técnica para favorecer que el adversario quede entre las cuerdas a merced del punch ganador. Es lo que en jerga pugilística se conoce como cutting off the ring. Todos los antologados que aquí bailan sombras y realizan juegos de manos —más que de
pies— son consumados prestidigitadores de la palabra. Certeros embaucadores de sueños que saben asimismo volar como mariposas y picar como avispas. Para ellos, la página en blanco es el cuadrilátero iluminado desde arriba por la luz de la invención que luego se emborrona y, con la suerte que socorre a los audaces, se convierte en
el arte contenido en las páginas que el lector tiene entre sus manos. Aquí la pelea es con el lenguaje, con la palabra esquiva. Sabido es que la violencia del verbo causa dolores más profundos y persistentes que las luchas cuerpo a cuerpo, bien sean las de estirpe homérica, que poseen un ritmo más pausado, bien las virgilianas, que se deciden por un golpe seco y decisivo tras el veloz estudio del rival. A pesar de todo, es el mensaje sublimado en arte lo que se privilegia, como ya aventuraba Píndaro en la Grecia antigua con aquel adagio que rezaba: «Son raros los que logran triunfos sin trabajo». Lo confirmaba el maestro Jaime Sabines en un encuentro fugaz con una boxeadora mexicana que aspiraba a convertirse en poeta: «Para llegar a ser buen poeta se necesita trabajo, oficio, disciplina. Así como aprendiste a boxear, así hay que aprender a escribir». Sangre, sudor, lágrimas (cuerpo y alma) y algún quiebro favorable de la fortuna. De ahí, a la gloria cum spe nec metu. Con esperanza, sin miedo, y —no lo olviden nunca— con los ojos siempre bien abiertos.
Una anónima narradora quechua solía decir que los cuentos se explican para dormir el miedo. Un boxeador, en cambio, diría que se pelea para conjurar ese mismo miedo, para que sea el miedo el que acabe besando la lona envuelto en el cuerpo del adversario. Quien está encima del cuadrilátero, si ha podido llegar a cierto grado de sabiduría pugilística, lo que desea no es noquear a su rival. Quiere pegarle, alejarse y mirar cómo le duele el golpe. Quiere su corazón, el envoltorio musculoso y rítmico donde reside el miedo. Ese era el deseo de Joe Frazier; esa es la imagen ralentizada de Muhammad Ali cuando, en la madrugada del 4 de octubre de 1974 en Kinsasa, renunció a asestar un último golpe a George Foreman por el secreto placer de mirar cómo este se tambaleaba y se acercaba milímetro a milímetro a la lona que iba a arrebatarle el título de los pesos pesados como vigente campeón y a traspasarlo al más elocuente de los boxeadores que ha dado el noble arte de los puños.
Con miedo o sin él, alguien debía contar las hazañas de quienes han convertido al boxeo en un modo de vida, en una pasión que les devuelve la sombra de lo que podrían llegar a ser o, simplemente, la única forma de redención social que se toleraba en tiempos de ignominia. Entre los convocados a esta antología, injusta como toda selección, se encuentran narradores que han entendido lo que hay bajo los guantes y lo que depara la mente de un boxeador antes, durante y después de la pelea. Se trata de narradores de ficción y cronistas de ambos lados del Atlántico, emparentados por un idioma que desde muy pronto se convirtió en eco ilustre de las victorias y derrotas de los púgiles. Algunos quedaron a las puertas del volumen, como Julio Cortázar o Luis Sepúlveda, pero puede afirmarse que el espíritu de sus historias ronda entre estas páginas, de igual modo que lo hacen otros tantos escritores universales que han puesto voz a los entrenamientos, combates y retransmisiones de estos duelos sudorosos entre caballeros y, con el devenir de los tiempos, también entre damas.
Desde su primer latido, esta antología se entendió como un modo de homenajear al boxeo, de restituir cierto orgullo y honor a un deporte visto, por una parte, como enseñanza de vida y, por otra, como lucha contra el destino. De ahí que la estructura que presenta sea la de un combate, con su parlamento inicial, sus rounds o asaltos y sus crónicas de sucesos. Para afianzar la sensación de que el lector asiste a una velada pugilística —en la que la palabra le gana la partida al puño, en una nueva vuelta de tuerca al tópico de las armas y las letras—, se ha optado por emparejar a los escritores por categorías. Pero como en ningún momento se pensó en confeccionar un canon de excelencia literaria, dado que la calidad de los seleccionados ya está suficientemente contrastada, se jugó con la idea de enfrentarlos por el peso de sus relatos: el número de páginas iba a ser la báscula mágica que hiciera de juez y asignara los emparejamientos. De ese modo, la antología cubre todas las categorías normativas del boxeo, y se pasea por un espectro que va del peso pesado al peso paja; esto es, del cuento largo al microrrelato, pasando por todos los pesos y distancias intermedios.
Pero el lector avezado notará, más allá de algunas agradables sorpresas, una presencia extraña, un aire clásico que envuelve toda la velada y hace que este cruce de combates literarios conecte con la estirpe los grandes narradores de aventuras. El padrino del conjunto a punto estuvo de serlo Arthur Conan Doyle, pero su elegante novela Rodney Stone (1896), en la que se ensalza el boxeo a puño descubierto, traspasa la frontera de las brevedades. El honor recae en el gran Jack London, que, además de vendedor de periódicos, ladrón de ostras, peón en fábricas de yute, orador callejero o buscador de oro, también fue cronista de boxeo (recuérdense sus crónicas de 1910 para el New York Herald, desplazado a Nevada —el único estado americano en el que el boxeo no estaba vetado— para cubrir el combate en el que Jack Johnson noqueaba al hasta entonces invicto Jim Jeffries). Un año antes, en 1909, Jack London daba a la imprenta Por un bistec, quizá el mejor relato que se haya escrito sobre boxeo. Ahí estaba ya la épica, el coraje, el sacrificio y el miedo que acompañarán por siempre jamás a estas historias envueltas en glorioso blanco y negro, llenas de claroscuros de alegrías, infamias y miserias. Relatos todos ellos que se viven como retazos palpitantes de sueños en los que un golpe puede alzarte a la inmortalidad o, tras tirar la toalla, sumergirte en un infierno de por vida.
Lo demás es silencio, escribió el bardo inglés. Pero en el cuadrilátero al que da forma el volumen que ahora el lector sostiene en sus manos se oye a alguien contando hasta diez, mientras una minúscula campana se prepara para tañer a victoria. El mundo que se contenía entre las cuerdas del ring se va a desbordar y ya no habrá sino gloria o frustración. Un combate. Una lucha. La vida. Pasen, lean y, por lo que más quieran, no se les ocurra bajar la guardia.
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Sinopsis de Besos a la luz de la lona: Ignacio Aldecoa, Juan Carlos Onetti, Roberto Fontanarrosa, Juan Villoro, Ricardo Piglia, Eduardo Berti, Gonzalo Suárez, Eduardo Halfon, Pedro Juan Gutiérrez, Abelardo Castillo, Liliana Heker, Francisco Ayala, Fernando León de Aranoa, Ray Loriga, Antonio Martínez Menchén, Armando López Salinas, Ana María Shua, Eduardo Arroyo, Manuel Alcántara, Joan de Sagarra, Jacinto Antón. Las mejores plumas de nuestra literatura se enfundaron en alguna ocasión los guantes de cuero rojo para acercarse al mundo de narices rotas, toallas a punto de caer, orgullos fracturados, amaños a deshora, y besos a la única que se deja querer: la lona. Los hemos reunido para así trazar un recorrido necesario por el subgénero más sudoroso, el de la literatura de boxeo.
Título: Besos a la luz de la lona. Autor: Varios autores. Editorial: Demipage. Coordinador de la edición: Enrique Turpin. Edición: Papel
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