César Aira. Cartagena de Indias. Febrero de 2017. Foto: Daniel Mordzinski.
El escritor César Aira publica Fulgentius (Mondadori), una brillante fábula sobre la escritura, la vanidad y el transcurrir del tiempo ambientada en la Roma imperial.
El nuevo personaje de César Aira suma sesenta y seis años, luce méritos de guerra y por su memoria todavía ronda un lejano recuerdo de juventud: una vez padeció de veleidades literarias. Su nombre, si creemos al novelista, es Fabius Excelsus Fulgentius, gasta las ínfulas que se presume en cualquier general romano y esgrime una veteranía que no es honor vencido ni tampoco el recuerdo de viejos días periclitados. Es una destreza viva, que aún pule y da brillo al frente de sus seis mil soldados en marchas, asedios y batallas. Junto a su legión, con sus pendones, con sus siglas (SPQR), con su cultura mezcla de barbarie y civilización, dirige una campaña por ese horizonte de insurgencias tribales que es la Panonia. Con estos mimbres podría alimentarse la idea errónea de que el escritor ha abdicado a la antigua tentación del género, pero enseguida acude él a desmentirlo con su habitual elegancia. «No creo que sea una novela histórica propiamente dicha. No hay personajes ni hechos reales de la Historia. Es una fábula, que lo mismo podría haber sucedido en la China o en Polonia. La ambienté en Roma sólo por tener algunos adarmes de Astérix, y porque cuanto más personal es lo que escribo más lejos en el tiempo y el espacio lo llevo. Las reflexiones están de relleno».
César Aira es un autor inteligente, de amable y cuidada ironía, que escribe para jugar y que juega escribiendo. Es una imagen adecuada de aquel Homo Ludens al que se refirió una vez Johan Huizinga. El hombre que aprende jugando y que nunca dejar de jugar, porque así sigue aprendiendo. Un creador capaz de enmendar y de enmendarse, incluso de lo que escribe. Cuando se le pregunta por una reflexión de su libro —«El contraste entre lo que había sido y lo que pudo ser le hizo sentir que todo había sido tiempo perdido. Un tiempo artificial, como el del teatro»— y cuál es el peso de este pensamiento en la vida de un escritor, no duda en contestar con sinceridad, agudeza y un poso de simpatía: «No recordaba haber escrito eso, y no le encuentro mucho sentido. Siempre estoy intercalando frases como ésa, que suenan enigmáticas y profundas, pero son meras transiciones. Purple patches intelectuales».
Pero detrás de estas páginas de indudable ambiente castrense, más allá de las espadas, las grebas y la túnica, lo que late es un bello relato de un hombre que aprovecha una parada de aprovisionamiento en Vindobona para acudir a la representación de la obra de teatro que escribió en sus años de educación. Una narración que, detrás de esas páginas de lluvia, sangre y crueldad, esconde una delicada reflexión sobre la creación, el paso del tiempo, la vanidad y el sentido del arte en una época marcada por el salvajismo.
—¿Comparte algo con Fulgentius?
—La edad, nada más. Y con eso lo comparto todo.
—¿Fulgentius le ayudó a conocer algo sobre usted, si lo hizo?
—No, aunque ¿para qué querría conocerme a mí mismo habiendo tanto que descubrir y explorar y disfrutar en el mundo? Sería perder el tiempo. Creo que si me hice escritor fue para poder tomarme vacaciones de mí. Y escribí mucho, así que no vale la pena buscar, porque debajo de un disfraz siempre hay otro disfraz.
—Aquí hay civilización, barbarie y cultura.
—En realidad esta novela es un baile de disfraces. Soy yo, y si me puse la lorica segmentata y empuñé el gladium de bronce fue para que no me reconozcan mientras juego a la guerra, de modo que la única cultura que se pone en escena aquí es la de un lector de Lautréamont y los surrealistas.
—¿Por qué ha elegido la época romana y no el presente? ¿Qué aporta situar este libro en el pasado?
—Cuando me siento en vena confesional ubico la acción en épocas y lugares remotos para poder contar más descubriéndome menos. Pero también he encontrado ahí una dificultad que enriquece el texto: al cuidarse de los anacronismos flagrantes hay que mantener una vigilancia constante, y uno no se deja llevar por la facilidad de la charla.
—Escribe una frase que, a riesgo de errar, suena irónica: «Había un poco de vanidad en el deseo de volverse un héroe cultural».
—«Héroe cultural» no me parece una expresión feliz. El heroísmo es para la batalla, mientras que la cultura (me refiero a la alta cultura) es la ocupación optativa de una ínfima minoría de gente inofensiva que no le hace bien ni mal a nadie.
—¿Cómo observa la literatura después de una vida dedicada a ella?
—Tardé mucho en convencerme de que la literatura es la reina de las artes, la más completa, la más rica, la que más lejos llega. Y la que más malentendidos suscita. La literatura como arte ya no la practica casi nadie.
—¿Un escritor es «un explorador de saberes», como asegura en su libro?
—La erudición, el enciclopedismo, son fantasías recurrentes de los que vivimos entre libros. Me temo que si se hicieran realidad no servirían para otra cosa que para resolver más rápido los crucigramas.
—En este libro alude a los escritores que dedican toda su obra a la literatura y nunca superan su primer trabajo de juventud. ¿Hay algo de sus inicios que echa de menos?
—Echo de menos la energía, la ambición, la esperanza, y todo lo que me movía en mis verdes años. Pero me las he arreglado para seguir escribiendo, a fuerza de inercia y oficio, porque la índole de mi escritura hizo necesario que siguiera aprendiendo.
—El protagonista de Fulgentius se deja arrastrar en ocasiones por la vanidad de su obra. ¿La vanidad de un autor es más grande en los escritores jóvenes, en los adultos, o en los mejores, o en los peores…?
—La vanidad y la modestia son descartables: la modestia siempre es falsa modestia, y la vanidad es un epifenómeno de la estupidez. Creo que la contradicción principal es la de satisfacción-insatisfacción con lo que se ha escrito. Yo he alimentado tenazmente mi insatisfacción, con la ayuda de mis detractores. Lo difícil es mantenerla en un nivel operativo, sin que llegue al desaliento.
—¿Cuál es el mayor desencanto que deja la creación?
—Si la creación tiene dos pasos, la idea y la realización, es casi inevitable que lo hecho no quede a la altura de lo pensado. De ahí una permanente nostalgia de lo que podría haber sido. Se lo podría evitar con la escritura automática, lanzarse a escribir sin haber pensado nada antes. He probado de hacerlo alguna vez, radicalizar la improvisación, pero no salió nada bueno. No sirvo para experimentos.
—¿Cómo ve hoy la creación de la literatura? ¿Ha cambiado su visión de ella o, como dice en su libro, el hombre siente la necesidad de alimentar la imaginación con historia?
—No leo suficientes novedades para hacer un diagnóstico. Y si no las leo es porque me aburren y deprimen por anticipado esas ficciones convencionales y solipsistas que ya no tienen casi nada de ficción. Menos que ficción, son documentos para enterarnos de los mezquinos conflictos amorosos y familiares y laborales de la clase media urbana uniformada de todo el mundo.
—¿Necesitamos más fábulas en la literatura?
—No sólo no las necesitamos, sino que no le recomendaría a ningún escritor que fuera en esa dirección, si no quiere morirse de hambre. El gusto por la narración que es sólo narración se ha marchitado hasta una virtual extinción. Hoy tiene que haber incluido un sermón político o moral (o ecologista o feminista o lo que sea) para que los lectores y los críticos sientan que no están perdiendo el tiempo. Es cierto que aun cuando es pura fábula, los críticos se las arreglan para encontrar el sermón. Eso es lo que me ha permitido seguir a flote.
—¿Más imaginación, entonces?
—La imaginación está sobrevalorada. Con todo su prestigio, es redundante, porque no se puede imaginar más que con los pensamientos e imágenes que uno ya tiene, en todo caso mezclándolos y recombinándolos. Nunca hay nada realmente nuevo. Además, la imaginación es una construcción cultural europea. Las lenguas orientales, y otras, no tienen la palabra, ni el concepto de nada que se parezca a nuestra «imaginación». Lo que necesitaríamos serían construcciones nuevas, no seguir reciclando las viejas, tan gastadas que ya se ve a través.
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