Foto: Daniel Mordzninski
Entre los relatos de la epidemia de gripe española de hace un siglo y de la del coronavirus de hoy hay muchas y grandes diferencias, pero tienen protagonistas comunes: los héroes que nos atienden, nos curan y nos cuidan. La autora de Mariela (ediciones B) reflexiona sobre todo ello.
En tiempos de bacterias o virus, como en los del cólera o los del COVID-19, todo sigue igual: el amor, los libros, la comida, las necesidades. Y, sin embargo, todo es distinto.
Hace ahora más de dos años que me sumergí y aprendí a bucear voluntariamente en una pandemia: la del virus de la gripe española de comienzos del siglo XX, de la que leí (y con la que soñé) noche y día, sin tregua mental ni emocional, hasta el punto de llegar a enfermar, posiblemente adrede, para poder escribir dominada por la fiebre e invadida por el virus. Ingenua y afortunada de mí, claro está, porque ni mi virus fue el de la influenza de 1918 ni mis fiebres las que se llevaron la vida de entre 50 y 100 millones de personas (nunca se conoció la cifra real). Lo mío fue una simple gripe común, pero de los días de aquel virus y de aquellas fiebres proviene una novela, Mariela, protagonizada por una enfermera aragonesa que luchó contra la epidemia en los años duros.
Y aquí estamos todos ahora, un siglo después. De nuevo frente a un virus.
Me escriben lectores amigos que dicen estar leyendo o releyendo la novela para entender mejor lo que nos ocurre. Les agradezco infinitamente la confianza, aun cuando jamás imaginé que alguien se acercaría a Mariela por motivos tan amargos e indeseados. Ni lo imaginé ni lo quise. Ningún escritor lo querría. Triste honor el mío, aunque insisto en el agradecimiento.
No, no lo imaginé mientras escribía, francamente, pero ahora que el nuevo virus está aquí, resulta difícil resistirse a recordar la última gran pandemia planetaria, la de la gripe que nos asaltó en varias oleadas entre 1918 y 1920. La comparación es inevitable y muy literaria: imágenes de millones de personas confinadas, mascarillas, lazaretos, sanitarios vestidos de blanco erguidos a duras penas entre hileras interminables de camastros…
Y a los seres humanos, tan proclives al apocalipsis, nos fascina ver todo eso redivivo en tertulias y mesas de presuntos eruditos que pontifican (a veces a base de disparates) sobre las semejanzas con lo ocurrido hace un siglo.
No voy a unirme a los pontificadores ni voy a osar, como ellos, entrar en los aspectos científicos ni médicos de la pandemia. Pero, con la investigación para Mariela aún fresca en mi memoria y con la humildad de una escritora que siente curiosidad por todo pero es experta en casi nada, sí me permito hablar de las diferencias y los parecidos sociológicos, según los descubrí mientras escribía.
En cuanto a las primeras, me atrevo a asegurar que, ateniéndome al relato de ambos acontecimientos, la pandemia del coronavirus del año 2020 no es igual a la pandemia del virus de la gripe española de 1918. Ni mucho menos.
Primera diferencia: el escenario
El mundo de la gripe española también estaba globalizado, pero a causa de una de las peores guerras que ha conocido la Historia, la Primera Mundial. Había investigación tecnológica, sí, aunque solo para encontrar y fabricar nuevas armas químicas (como el gas mostaza), cada una de ellas más mortífera, más dañina, más infernal. Entre la nebulosa de cifras inciertas de aquellos años, se supone que la guerra se llevó la vida de entre 10 y 30 millones de personas, muchas de ellas quizás víctimas del virus que serpenteaba a sus anchas por las trincheras.
El mundo de 1918 se desangraba de violencia, odio e incomprensión. Europa estaba desmembrada. El germen de la revolución, inevitable rebelión contra una sociedad de cimientos hundidos en el barro del campo de batalla, triunfaba en algunos lugares (e incubaba así la división posterior del planeta en bloques de guerra fría) y en otros se ahogaba en sangre y represión.
El mundo de 1918 era, en fin, un mundo que se asomaba al abismo (y 20 años después, saltó).
Segunda diferencia: la información
La primera víctima de una guerra es la verdad, eso lo saben bien los corresponsales bélicos. En la Gran Guerra estaban prohibidos los reporteros. Un ejército paralelo de censores tenía como única misión revisar una a una las cartas que llegaban al frente para neutralizar aquellas de contenido que no fuera de exaltación patriótica o que llevara a los soldados a preguntarse por qué morían y mataban. La censura impedía a los periódicos usar ningún tipo de lenguaje que no sonara a épica. Pero la gripe fue lo que hoy llamamos un cisne negro, una calamidad aún mayor que la calamidad de la guerra, con la que nadie contaba. Y como no era heroico imaginar a un soldado muriendo entre toses y estornudos, se decidió mirar hacia otro lado: se prohibió hablar del virus. En Europa, por decreto militar, no existía la gripe.
España, en cambio, era un país neutral que no quiso participar en la contienda ni apoyar a ningún bando. Por eso, aquí los medios de comunicación opinaban libremente sobre un mal muy contagioso apodado la “enfermedad de moda”, entre otros nombres ingeniosos. Un corresponsal extranjero de lo que entonces empezaba a conocerse como agencia de noticias escribió para Reuters que en España había una extraña epidemia de gripe. Las potencias en guerra se hicieron las sorprendidas: ¿epidemia? No, aquí, en el interior de nuestras fronteras, no hay nada de eso, debe de tratarse de una enfermedad que solo afecta a la nación del sur, mintieron. Así que como «gripe española» quedó bautizada. Pese a los intentos del Gobierno de Maura de conseguir que se la llamase «gripe francesa» o «portuguesa», ninguno de los países de la contienda (por cierto, enfadados con España por permanecer neutral) hicieron nada para desmentir el infundio.
Tercera diferencia: la conciencia cívica
Si cierto es que la gripe no fue española de nacimiento (parece que lo fue estadounidense, concretamente de un puñado de granjas de Kansas en las que los animales convivían con los humanos), también lo es que mató a mucha gente en España, probablemente más que en otros países. Dos fueron las causas: una, la ausencia de higiene y la pobreza, concentradas en ciudades que recibían centenares de migrantes del campo, hambrientos y hacinados en edificios insalubres y aún sin sistema de alcantarillado ni de gestión de residuos. Dos, la superstición religiosa. A falta de WhatsApp o redes sociales, los prelados difundieron un bulo que corrió como la pólvora: la rara enfermedad era un castigo divino por el pecado y la lascivia de la población. Solución: misas multitudinarias, rezos masivos, actos de contrición tumultuaria… y, por tanto, propagación exponencial del virus.
Hoy el mundo es otro, hoy lo sabemos todo sobre el nuevo invasor contagioso y hoy ya hemos asumido que el aislamiento es la medida preventiva más eficaz. En suma, que las diferencias entre entonces y hoy son palmarias y evidencian lo ya dicho: la gripe española y el coronavirus no son lo mismo.
Pero este artículo sería injusto e incompleto si no hablase también de los parecidos, que los hay. Sigo refiriéndome al relato, porque todo tiene su relato. Y, como relato que se precie, las similitudes son básicamente dos: sus villanos y sus héroes.
El villano de ambas pandemias fue un agente infeccioso, que en 1918 no pudo detectarse porque aún no había microscopios lo suficientemente potentes como para observar algo tan minúsculo. Entonces no lo sabían, pero el villano se llamaba virus. Aquel, el H1N1, mató a entre el 10% y el 20% de los infectados, casi todos personas jóvenes y sanas. Del COVID-19 aún hay datos confusos de morbilidad y también de mortalidad, de modo que es mejor no adentrarse en terrenos que solo deben pisar los científicos. Lo real es que ambos, el de hace un siglo y el de hoy, son primos hermanos: asesinos silenciosos y diminutos, villanos enmascarados para no ser descubiertos, a los que debemos el mayor de los respetos.
El segundo paralelismo es el esencial en ambas historias, aunque haya preferido dejarlo para el final de este artículo. Hablo de los verdaderos protagonistas de hace cien años y también de esta mañana, los héroes del relato: los sanitarios.
En la España de Mariela no había ni siquiera un Ministerio de Sanidad. La lucha contra la gripe fue liderada por el de Gobernación. Durante la primera oleada, en la primavera de 1918, algunas voces comenzaron a pedir una “dictadura sanitaria”, algo que estamos conociendo tan bien en estos días. Sin embargo, entonces no entró en vigor hasta octubre, cuando ya la extensión del virus era imparable.
Pero allí estaban ellos y, como gran novedad, ellas: la profesión médica al completo.
Hubo grandes científicos, como el olvidado doctor Joan Baptista Peset Aleixandre, director del Instituto Provincial de Higiene de Valencia que él creó y sufragó. Peset llegó a inyectarse a sí mismo fluidos de enfermos de gripe española que vivían su últimas horas para comprender mejor al supuesto neumococo y encontrar una vacuna, algo que no consiguió, a pesar de su enorme sacrificio (fue fusilado por el franquismo junto a la tapia del cementerio de Paterna en 1941, sin haber cometido más delito que el de intentar salvar el mundo).
Y también una legión de aquellas a quienes muchos llamaron «ángeles blancos»: enfermeras, miles de enfermeras, las primeras enfermeras no religiosas, profesionales y científicas, que lo dejaron todo para atender a los soldados en el frente de batalla y a los enfermos de la pandemia. Ellas curaban pero, además, hacían algo tal vez más importante en tiempos extremos: cuidaban en la recta final, aun a costa de descuidarse a sí mismas. Es decir, ayudaban al buen morir.
Las heroínas y los héroes del COVID-19 de 2020 están mucho mejor preparados que los de 1918, saben más, tienen más medios y lo hacen mejor que sus colegas de la gripe española. Pero son los mismos. Seres humanos extenuados, sin miedo al contagio y siempre con una mano tendida.
A mí se me ocurrió darles las gracias en forma de novela, aunque, lamentablemente, en estos días oscuros estamos teniendo infinidad de ocasiones de hacerlo de una forma mucho más prosaica, directa y cotidiana. Entre ellas, la mejor manera de agradecerles el esfuerzo es lograr que no sea en balde.
Recordemos que cuando Epicuro dijo aquello de que “frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas”, no tuvo en cuenta el trabajo de quienes luchan y vencen a la muerte cada día y, para conseguirlo, nos piden que respetemos las murallas para evitar así el contagio. Que seamos conscientes. Que seamos solidarios. Que seamos responsables. Que colaboremos. Que ellos solos no pueden. Que no son Atlas y que el peso del mundo sobre sus hombros amenaza con terminar tumbándolos.
Yo escribo encerrada en una casa de paredes y en una ciudad amurallada. Ustedes me leen confinados dentro de sus propios muros y murallas. Y, ya sea por los efectos de la reclusión responsable o por el eco de las lecturas recientes que necesité para crear el personaje de una enfermera de ficción, he sentido la necesidad de volver a recordar a los héroes de épocas lejanas pero no pasadas para dar a los de la actualidad el lugar central que merecen.
Del relato de nuestras vidas en tiempos de virus todos somos lectores y a la vez redactores. Pero los que nos cuidan y cuidan de nuestros seres queridos son protagonistas imprescindibles y, por tanto, nuestro tesoro más valioso.
Hace un siglo y en 2020. Ayer y hoy, mañana y pasado mañana. Siempre.
Gracias.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: