Un mechón de pelo y nueve palabras: «Esta era ella. Este, su pelo. Yo, su asesino». Ten cuidado con lo que ocultas.
La aparición de un mechón de pelo junto a un inquietante anónimo provoca la reapertura del «caso Alicia», la joven asesinada hace quince años en un monte de Cantabria; el hecho podría confirmar una terrible sospecha: ¿y si el autor del crimen no fuera el hombre encarcelado por ello hace más de una década?
La eficiente y metódica inspectora Herreros se verá obligada a liderar la investigación entre un Bilbao opresivo y un Madrid frenético mientras seguimos los pasos en primera persona del inspector Brul, su jefe y mentor, el hombre que mantuvo una relación con la víctima meses antes del suceso.
Zenda reproduce para sus lectores las primeras páginas de El cielo de tus días, de Greta Alonso.
1
ÁLEX
Bilbao, 8 de abril, viernes
Uno sabe cuándo va a tener un día de mierda. Lo intuye al despertar, sin salir de la cama; lo siente a oscuras, tras los párpados cerrados, al tomar conciencia de sí mismo envuelto entre las sábanas.
Aquel iba a ser un día de mierda.
El resquicio del tragaluz ya filtraba claridad, la habitación estaba en penumbra, y a mi lado percibía la respiración suave de María, aún dormida. Algo me incomodaba en el estómago, una especie de cosquilleo ridículo que me hizo tumbarme de costado. Mentalmente, repasé la agenda de la jornada, suspiré, volví a cambiar de postura y decidí levantarme. Abandoné la habitación, sigiloso, y me lavé la cara con agua fría, salpicando el suelo. Al verlo, María murmuraría que estaba cansada y aburrida. Se podría haber realizado una autopsia en aquel cuarto de baño sin temor a contaminar las pruebas. Todo lucía brillante, inmaculadamente limpio.
Suspiré de nuevo, frente al espejo, mirándome a los ojos; cerré el grifo y me senté en el borde de la bañera.
Sin siquiera ver la calle, sin abrir una ventana, supe que soplaba el sur, porque los ojos ya me ardían, algo me taladraba por dentro, y di a tope la ducha mientras me quitaba la camiseta, el calzoncillo, y los apartaba de una patada. Me recorrió un escalofrío bajo el chorro gélido. Cerré los ojos con fuerza. Ese viernes el viento sur me acecharía implacable.
Olvidé mi ropa sobre las baldosas. No recuerdo haber borrado las salpicaduras de la mampara. Tenía prisa por desayunar, me preparé una tortilla de claras y un café de cápsula con regusto a plástico, como cada mañana. El matiz estaba en que aquel día no era como cada día; esas cosas se huelen, y todo olía distinto.
Divisé la acera desde el ventanal, no había peatones, pero el tráfico era intenso. Una luz obscena azotaba las fachadas, el pavimento grisáceo. Todos sabemos que ese es el mejor momento del día, las siete de la mañana; difícilmente superable a lo largo de la jornada. A esas horas, la probabilidad de que venga alguien a tocarte los huevos es mínima, así que disfrutas del café a tu aire aunque sepa a rayos, en Babia, sin pensar en nada.
Camiseta, vaquero, botas y moto. Me largué como quien huye de un incendio, por si a María se le ocurría madrugar y empezaba a machacar con si la quería o no. No puede ser normal esto de evitar un encuentro, acudir al trabajo temprano para escapar de la persona con quien se supone que debes compartirlo todo. Todo. La mera pretensión era absurda. Los semáforos funcionaban a destajo, y me detuve siete veces antes de llegar. Tardé veinte minutos en atravesar la ciudad, en traspasar las puertas de comisaría, pero puede decirse que, pese a la sensación de desastre, tuve suerte en el trayecto porque no pensé en Alicia más que una vez.
Alicia. Llegué a abominar su nombre, me negué a pronunciarlo, pero no era fácil. Basta que pretendas evitar lo que sea para que ese algo te mortifique. A veces era un camión, de esos de gran tonelaje: los dueños rotulan un nombre, lo serigrafían en los laterales o encima de la cabina. El número de vehículos en que se lee «Alicia» es superior al resto. En otras ocasiones era una película: la actriz se llamaba Alicia, o la protagonista. Cruzaba frente al escaparate de una librería y mis ojos se detenían en ese título, el de Lewis Carroll. Hacía años de aquello, pero no podía olvidarla. Unos ojos como los suyos, ese modo de caminar, una frase que pronunció. Alicia surgía en todas partes, pero no era tangible en ninguna, y en las últimas horas su imagen me asediaba. Estaba a punto de estallar.
Aparqué la moto en mi plaza, dando gracias por que aún no se hubiera inventado una máquina para leer mentes ajenas; al menos, que se supiera. Nadie habría sospechado lo que me bullía en la cabeza, la idea que orbitaba frenética como una peonza desbocada. Sonreí. Si existiera ese artilugio, ese escáner cerebral, María lo emplearía conmigo —quienes se aman lo comparten todo— y temblaría impactada. Qué ironía, que uno viva una vida sin vivirla en realidad…
Muchas mañanas me asaltaba un impulso, la tentación obscena de no detener la moto, de continuar sin parar. El setenta por ciento de mis pensamientos eran negativos, pero sabía enmascararlos, por eso entré en el edificio y saludé a todo el mundo; di los buenos días con el casco bajo el brazo y paso firme. Los rostros de cada jornada. Un comentario, unos documentos, esa inspectora que reclama tu atención y te acompaña al despacho. «Aquí lo tenemos —pensé—. Lo que me estaba oliendo desde antes de amanecer.» Ocurrió aquel viernes, Natalia Herreros tenía algo que anunciarme, y yo nunca le digo no a Natalia. Porque aprovecha el tiempo, porque es competente, porque me vuelve loco, en el sentido figurado. Y me estaría colgando de ella de no ser por el berenjenal en que había convertido mi vida. Natalia me gustaba, me ponía nervioso, pero lo disimulaba; como todo lo demás. La trataba con tanta indiferencia como era capaz de fingir. La invitaba a sentarse frente a mí, la escuchaba, asentía. Me preguntaba, una vez más, por qué María no era así; por qué no llevaba la cara lavada, ni iba al grano cuando hablaba. Belleza natural sin atrezo. Su mirada me atravesaba, y de no estar tan perdido me habría percatado de que también yo la alteraba a ella; conectar a su cráneo esa máquina que nadie ha inventado habría arrojado un resultado tan asombroso como el mío. El aire acondicionado silbaba furioso cuando desplegó unos planos e inspiró hondo.
—Me duele mucho la cabeza. Sería mejor que lo leyeras todo.
Abrí un cajón del escritorio y le tendí un sobrecito de Espidifen. Lo rasgó mientras me daba las gracias y sonreí cuando se lo volcó en la boca. Bebió del botellín de agua.
—Normalmente se disuelve y luego se toma.
—Yo no soy normal —zanjó.
Mantuvo la vista clavada en los papeles. No solía ser tan tajante, la migraña tenía que ser fuerte. Le temblaron las manos cuando enroscó el tapón de la botella. Se colocó el pelo detrás de las orejas, carraspeó con suavidad y soltó la bomba:
—Fue ayer por la tarde, tú ya te habías ido y…
—Me convocaron en el juzgado, me reuní con el juez por lo de la redada de Salas.
—Bien —cortó Natalia impaciente—. A eso de las cinco llegué a casa. —Sostuvo el botellín, casi se aferró a él, pero esta vez no lo abrió. Me miró fijamente y suspiró—. Alguien dejó esto en mi buzón.
Un sobre grande, en papel manila. Su nombre y el mío, en letras mayúsculas, con rotulador negro.
—Te llamé por teléfono. No respondías, así que lo abrí.
Me invitó a comprobar el contenido. Me puse en pie, tenso, y sostuve el sobre mientras ella bebía sin ganas.
El envío era anónimo. Ni siquiera se había sellado, y dentro había una bolsa de pruebas, transparente, de las nuestras. En su interior, la foto de una chica, con nueve palabras en el reverso: «Esta era ella. Este, su pelo. Yo, su asesino». No necesitaba más explicaciones.
—Es demasiado cabello —continuó Natalia observándome—. Diría que se trata de una coleta entera. De alguien con el pelo bastante largo.
Tragué saliva. Una coleta entera. Sentí un latigazo, presión en el pecho. Estaba apretando los puños y tuve ganas de gritar.
—¿Lo sabe alguien más? —logré murmurar.
—Quería que fueras el primero. Va dirigido a nosotros. Su pelo, su cabello, en la bolsa de plástico. Lo había acariciado tantas veces… Alejé la vista, clavé la mirada en los ojos de Natalia y volví a sentarme, esta vez junto a ella.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Es de Alicia —concluí.
En realidad, no tenía por qué serlo. La chica de la foto era Alicia, cierto; tal y como yo la había conocido. Sus ojos, sus labios, la piel de porcelana de los diecisiete años. Pero aquello no implicaba que el cabello fuera suyo…
Natalia tardó un segundo en reaccionar, y cuando lo hizo, replicó exactamente lo que cabría esperar de una investigadora curtida.
—Puede que no lo sea. Es cabello cortado. No se pueden realizar pruebas de ADN. Necesitaríamos filos con bulbo piloso.
—Cuando la mataron tenía la melena larga. Es su cabello, no cabe duda.
—Pero…
—Se lo debieron de cortar esa noche. Quizá aún estuviera viva. Y ahora… aparece en tu buzón, ¿quince años después?
Natalia se encogió de hombros. Sí, era irracional, me oía a mí mismo y sonaba disparatado. Aquel sobre podía ser fruto de una broma macabra, del intento burdo de jugar con la Policía. Pero en aquel momento yo no atendía a razones. Mi certeza era visceral, fruto del sentir funesto que me agitaba hacía horas. Y justo por eso, era aún más fuerte; aquello alimentaba la sospecha que me había acechado desde el año 2001: en lo que respectaba a la muerte de Alicia, quedaban cabos sueltos.
Yo había estado loco, loco de atar por ella. Los medios de comunicación se hicieron eco del caso. La chica de Bilbao, la muchacha asesinada. Fue un crimen vergonzante, pero un tipo acabó en prisión.
Mis manos, curiosas, recorrían la bolsa. Me moría de ganas de abrirla, de deslizar las hebras radiantes entre los dedos; olerlas, saber si quedaba algo suyo. Pero no debía contaminar pruebas. En eso se había convertido su cabello, en una prueba pericial. ¿Una prueba de qué? Eso aún no lo sabía.
—Rossi cumple condena, él no pudo dejar el sobre —apuntó Natalia.
Ennio Rossi. Hasta para ser asesino se requiere un nombre atractivo…
Asentí. Ese imbécil no habría sido capaz de acabar con ella del modo en que se hizo. Tenía que haber alguien más.
Natalia recorrió mi despacho, reflexiva.
Yo no pude resistirme. Abrí la bolsa, introduje los dedos y extraje el mechón. Acaricié con deleite los filos ambarinos. Cabello muerto, brillante.
Natalia se detuvo, se apoyó en la pared y me observó sin pronunciar palabra. Acerqué el mechón y aspiré su aroma. Cabello inerte. Cerré los ojos. Cabello de Alicia, que ya no olía a nada.
La mañana fue un calvario; me sumí en recuerdos lejanos, crudos y dolorosos. A las dos salí a comer con Natalia, que me esperaba junto a los árboles del aparcamiento. El sol era abrasador, ella tenía a tope el aire acondicionado, y puso música suave: Smooth operator, de Sade. Seguía con migraña y estaba cansada, pero poseía un don, una extraña cualidad que admiro: saber cuándo hay que hablar y cuándo no.
Arrancó mientras me abrochaba el cinturón de seguridad. Conducía bien, asía el volante desde arriba, con una sola mano; tenía muñecas finas, brazos frágiles, pero proyectaba una fuerza insospechada. Los acordes musicales fluían, recosté la cabeza. Ninguno de los dos articuló palabra mientras atravesamos el desierto de asfalto. Cuatro peatones perdidos, calor sofocante. Mi teléfono vibró y eché un ojo a la pantalla: «María». La llamaría más tarde.
Natalia ni siquiera me consultó dónde quería comer, porque sabía que me daba igual, que ninguno de los dos teníamos hambre. Éramos especialistas en comportarnos con normalidad en situaciones extraordinarias.
El restaurante estaba abarrotado, esperamos en la barra, pedimos dos cañas y Natalia se dejó caer en un taburete mientras yo ojeaba el Marca, desganado.
—¿Cómo va tu cabeza?
—Mejor. Cualquiera lo diría… Las yemas de sus dedos recorrían la superficie del vaso dibujando surcos sobre gotas minúsculas.
—¿Es por el calor? ¿Por el viento sur? —pregunté sin levantar la mirada.
—Es por todo. Asentí. La observé. Tenía ojeras, había dormido mal, quizá ni siquiera lo había hecho. Desvió la vista, volvió a trazar figuras sobre el vaho.
—Y yo que pensé que estaba jodido. Sonrió.
—¿Me vas a explicar qué te ocurre? —zanjé. Se encogió de hombros y doblé el periódico.
—Nada, Álex, en realidad nada. Será el calor. El calor, el frío, la lluvia; siempre hallamos la disculpa. Natalia era una persona excepcional atrapada en una vida mediocre.
—¿Es por el ascenso? No sé, Natalia… ¿Qué dice Tomás? Rio sin ganas.
—Tomás no dice nada —replicó—. Tomás ve partidos de fútbol y se rasca los huevos agotado mientras yo barajo la idea de hacer cursos en el extranjero, de retomar la tesis. Eso es lo que hace Tomás; desgastar el sofá después de matarse trabajando. Ahora fui yo quien rio. También sin ganas.
—Qué dura eres… —¿Qué harías tú en mi lugar?
Volví a mirarla; nunca podía hacerlo durante demasiado tiempo.
—Lárgate, Natalia. Vete. No sé lo que tienes que hacer con Tomás, ahí no voy a entrar… Pero aquí no pintas nada, tu talento está desaprovechado. Tomó un sorbo de cerveza.
—Y como no vas a hacerme ni caso, cambiaremos de tema. Hablemos de cosas normales, como hace la gente corriente…
—Hablemos del anónimo. Del mechón de pelo y la foto. Sé que te está atormentando.
Iba a responder cuando el teléfono volvió a sonar: «María». Le hice un gesto a Natalia y salí a la calle.
María y yo nos casábamos en verano y hacía unos meses que la boda monopolizaba cada minuto de su existencia. Había mucho que organizar: invitaciones, fotos, el viaje de los cojones. Al final sí iba a ser un día memorable, marcaría un antes y un después. Tras el evento ya no tendría que elegir entre papel rosado o envejecido, ni me vería obligado a elaborar una estúpida lista de asistentes. Con suerte, María volvería a ser la de antes; la mujer razonable y pragmática que me hizo aferrar la realidad después de lo de Alicia…
Demasiados años juntos. Llegó el momento de dar el paso, su momento, protagonista por un día ante trescientos invitados. Sugerí algo sencillo, una ceremonia civil, pero María soñaba con vestir de blanco y quiso formalizar el trámite como Dios manda; porque no merecía menos. Cierto, merecía aquello y más; le debía parte de mi cordura, de mi presente. Yo había transigido, y ahora tenía la oreja pegada al auricular.
Mientras escuchaba a María, observaba a Natalia a través de la cristalera. Sentada en la barra, sostenía el botellín en la mano y hacía gala de esa elegancia natural que despliegan ciertas personas. Pensativa, con la cabeza ladeada, imaginando con toda probabilidad al parásito de Tomás.
—Total, que las invitaciones no son rosa palo sino color crema.
—Ya —respondí—. ¿Y hay mucha diferencia? María resopló al otro lado de la línea.
—¿Que si hay mucha diferencia? No son como las elegimos. Se trata de nuestra boda, pero eso a ti te da igual…
Sabía lo que debía replicar: «A mí me importas tú». Era la respuesta correcta, la salida de emergencia útil para todo. Pero aquel era un día de mierda que ya no tenía remedio, así que me dejé arrastrar por mi temperamento.
—Mira, María… Hoy no estoy para chorradas, tengo mucho trabajo. Ningún invitado va a hacerle una colorimetría a la cartulina.
Colgó. Lo de la colorimetría había rozado la burla. Yo me sentí culpable y volví a entrar al bar.
Manteles de hilo blanco, ventiladores de aspas y buena comida casera. El dueño del local supo preservarlo de decoradores con ínfulas; los platos se servían sin alharacas, menú de quince euros con postre casero.
Natalia eligió la sopa de pescado, y me pareció un disparate con el sur que hacía. No recuerdo qué pedí, pero me sentí medianamente bien por primera vez aquel día. Puede que estuviéramos pensando lo mismo, que nuestras miradas mantuvieran, furtivas, una charla paralela; la verdaderamente importante.
—Las invitaciones de boda son color crema en vez de rosa palo.
Me observó con el cuchillo en la mano sin hacer comentarios.
—Mañana iré a probarme el traje —seguí.
—¿Y el traje es crema o rosa palo? Sonreí.
—Te hace mucha gracia el tema de mi boda, ¿no? Negó apuntándome con el cuchillo.
—Yo no organizaría semejante circo para celebrar algo tan personal, pero respeto a quienes lo hacéis. Es fascinante lo respetuosos y tolerantes que somos todos hoy en día.
—Además, en el fondo te da igual. Es otro asunto el que te inquieta. Es Alicia.
Al pronunciar su nombre desvió la mirada. Yo no respondí.
—Nunca me has contado su historia —continuó Natalia—. Solo conozco retazos.
La historia de Alicia yacía oculta bajo siete llaves. Pero la irrupción del sobre en la rutina de abril me volvió a enfrentar al abismo. Natalia posó su mirada en la mía, y comencé a revivir su relato, a desgranar una porción de lo ocurrido quince años antes, cuando despertar cada mañana aún merecía la pena.
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Autor: Greta Alonso. Título: El cielo de tus días. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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