(Il Gatopardo, novela de 1958, film de 1963)
Noi fummo i Gattopardi, i Leoni; quelli che ci sostituiranno saranno gli sciacalletti, le iene; e tutti quanti Gattopardi, sciacalli e pecore, continueremo a crederci il sale della terra.
En este encierro forzado por la pandemia del coronavirus son muchos los ciudadanos que están ocupando su tiempo libre —el poco disponible que deja el teletrabajo (quien puede) y las tareas domésticas y familiares— a tres de las artes que se pueden consumir en nuestros domicilios, de manera solitaria, individual o, en dos casos, colectiva. Me refiero a:
- El cine en casa (VoD, DVD o Blu-ray Disc)
- Los libros (en mi caso, siempre en papel)
- La música de calidad
Jung decía que la vida no está llena de casualidades sino de sincronicidades. Una de estas sincronicidades me embargó ayer, pensando en que la célebre frase de Lampedusa, “es necesario que todo cambie para que todo siga como está” (Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi), tan usada como latiguillo durante la segunda mitad del siglo XX, ha caído en desuso con esto del coronavirus.
Algo está cambiando, cierto, pero no todo va a seguir como estaba.
El caso es que mientras revisaba mails de trabajo, me puse a escuchar la banda sonora que Nino Rota compuso para El gatopardo (puedes escuchar la suite aquí) y justo esa noche vi en la programación de TCM (Turner Classic Movies) que se emitía de nuevo la película en su versión más larga. Como no podía verla la he grabado. Es de esas películas que se pueden volver a ver varias noches. La vi en televisión, en la Cinemateca Portuguesa de Lisboa (en una buena copia, algo raro), en la edición que impulsé en DVD de Los Imprescindibles, de Espacio de Cine (El Corte Inglés) y en Filmin (donde aún está disponible en alquiler por lo que vale un café). Evidentemente, mi mente anoche me volvió a llevar al libro, una joya que leí subyugado en el verano de 1995, hace casi un cuarto de siglo. Tempus fugit!
Hay escenas de la novela, no párrafos, sino escenas enteras, que nuestra mente ha reconstruido con esmero, gracias al genio lampedusiano. Otras no, otras han sido invadidas por los fotogramas de celuloide. Pienso, por ejemplo, en la imborrable y elegantísima escena del vals entre Burt Lancaster y Claudia Cardinale, que se puede ver en versión original en italiano en buena calidad en YouTube.
Los letraheridos me dirán que la novela es superior. Los cinéfilos que la película. Pero comparar artes distintos es una necedad (el cine, además, está más cerca de la música y de la fotografía o la pintura que de la literatura, incluso el narrativo, algo que ya sabemos desde que Griffith creó el modelo hace más de un siglo). Y en este caso, las dos obras maestras dialogan entre sí y con todos nosotros. Basta dedicarles la atención debida y desprejuiciada.
Qué duda cabe de que hay párrafos evocadores que, como ocurre con la deficiente traslación que Schlöndorff hizo de En busca del tiempo perdido de Proust, son imposibles de trasladar al cine, como el que sigue:
“Las rosas Paul Neyron, cuyos planteles él mismo había extraído en París, habían degenerado. Excitadas primero y extenuadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemada por los julios apocalípticos, se habían convertido en una especie de coles de color carne, obscenas, pero que destilaban un aroma denso casi soez, que ningún cultivador francés se hubiese atrevido a esperar. El príncipe se llevó una a la nariz y le pareció oler el muslo de una bailarina de la Ópera.”
Incluyo uno de mis pasajes literarios favoritos, pues es uno de los momentos más intensos que puede experimentar un lector, fundiéndose dentro de los personajes y los ambientes de la novela El gatopardo, del príncipe siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Palermo, 1896 – Roma, 1957), un Stendhal del siglo XX. La decadencia de las rosas de las que habla Lampedusa son la metáfora de la decadencia y degeneración de los Salina, los que ya no caben en el nuevo estado italiano garibaldino.
Desde el momento de su publicación (póstuma, en 1958, por mediación de Giorgio Bassani) Visconti, aristócrata como Lampedusa, se obsesiona con adaptarla al cine. El resultado es elegante, conmovedor, magistral… pese a las críticas de algunos estudiosos sesudos que se empecinan en comparar novela y film; las obras de arte, como los artistas, llegados a un grado tal de genialidad, no necesitan ser comparadas. ¿Cómo no conmoverse ante la historia de don Fabrizio, Príncipe de Salina (Burt Lancaster) intentando mediar a favor de su sobrino Tancredi Falconeri (Alain Delon) para que contraiga matrimonio con la bella y rica heredera Angelica Sedara (Claudia Cardinale)? El tableau vivant de esa Sicilia inmovilista (desde 1860 con la invasión de Garibaldi en el nombre de Vittorio Emmanuelle II para acabar con los borbones, —es significativo que los Salina feliciten a Pallavicino por su victoria sobre Garibaldi en Aspromonte—) descrita por Visconti es uno de los frescos más importantes que ha legado el cine al arte moderno. La cantidad de secuencias indescriptibles tocadas por el don de la belleza es tal que uno podría escribir un libro entero registrando los sentimientos y sensaciones que se interiorizan en cada minuto de proyección. No obstante, de elegir una, hago mío el vals de don Fabrizio y Angelica al son de Verdi o, por qué no, los amorosos paseos por las estancias abandonadas del palacio de Donnafugata.
Es imposible contemplar esas imágenes en Technicolor de Giuseppe Rotunno y no extasiarse ante su belleza, lo mismo que ante esos “ojos de gata irremisiblemente perdidos en la tragedia”, en expresión de Pasolini referida a esa musa sensual llamada Claudia Cardinale. Desde entonces hasta su muerte Visconti no volvería a lograr el grado de genialidad estilístico-narrativo aquí alcanzado, si exceptuamos, eso sí, otros dos monumentos a la belleza decadente: Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), a partir de Thomas Mann, y su última obra El inocente (L’ Innocente, 1976), por la que tengo auténtica devoción, sobre Gabriele D’Annunzio.
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Notas:
Durante este encierro forzoso, para leer El gatopardo recomiendo la última edición castellana, en Anagrama, (Madrid, 2019), en traducción de Ricardo Pochtar, edición de Gioacchino Lanza Tomasi y posfacio de Carlo Feltrinelli.
Para ver el film en DVD, la edición italiana más reciente, en una buena copia de transfer, y en su duración de 185 minutos (la versión italiana original, de 205 minutos, no existe en formato doméstico, o al menos no me consta), se puede adquirir aquí.
Dirección: Luchino Visconti (Milán, 1906 – Roma, 1976). Guión: Suso Cecchi d’Amico, Pasquale Festa Campanile, Enrico Medioli, Massimo Franciosa y Luchino Visconti, basado en la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Fotografía: Giuseppe Rotunno. Música: Nino Rota, Giuseppe Verdi (ópera La Traviata y un vals inédito), Vincenzo Bellini (ópera La sonámbula). Dirección Artística: Mario Garbuglia. Decorados: Laudomia Hercolani, Giorgio Pes. Montaje: Mario Serandrei. Producción: Goffredo Lombardo y Pietro Notarianni (productor ejecutivo). Intérpretes: Burt Lancaster, Claudia Cardinale, Alain Delon, Paolo Stoppa, Rina Morelli, Romolo Valli, Terence Hill, Pierre Clémenti, Lucilla Morlacchi, Giuliano Gemma, Ida Galli, Ottavia Piccolo, Carlo Valenzano, Brook Fuller, Anna Maria Bottini, Lola Braccini, Marino Masé, Howard Nelson Rubien, Tina Lattanzi, Marcella Rovena, Rina De Liguoro, Valerio Ruggeri, Giovanni Melisenda, Giancarlo Lolli, Vanni Materassi, Giuseppe Stagnitti, Carmelo Artale, Olimpia Cavalli, Anna Maria Surdo, Halina Zalewska, Winni Riva, Stelvio Rosi. Nacionalidad: Italia, Francia. Duración: 205 min (versión italiana estreno marzo, 1963), 195 min (versión estrenada en Cannes, mayo 1963), 185 min (versión original), 153 min (versión española). Color.
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