Empecé a escribir esta segunda novela como homenaje a Irlanda, un país en el que viví tres años en la década de los noventa del siglo pasado y en el que lo pasé divinamente, gracias, sobre todo, a la maravillosa gente que allí conocí. A la mejor que alegró mi estancia está dedicado el libro; especialmente a Michéal Tierney y a Deirdre Learmont, a los que luego he seguido viendo, para mi disfrute. Sin ellos nada habría sido tan intenso, emocionante y variopinto. Por eso el libro nació como un recorrido sentimental por los lugares que más me impresionaron o en los que fui más feliz. Llegué precisamente en un momento de cambio de la sociedad irlandesa en la que el proceso de paz estaba en una etapa decisiva que culminaría en 1996 con el abandono de las armas por parte del IRA y los llamados «acuerdos de Stormont o de Viernes Santo» para intentar poner fin al eterno conflicto entre Irlanda del Norte y la república de Irlanda. Desgraciadamente, el Brexit amenaza con reabrir las heridas. Recuerdo con nitidez virulenta la sensación de respirar una atmósfera que me era muy familiar al pisar por vez primera suelo dublinés. De inmediato me sentí como en casa: había algo indeleble en el ambiente que me recordaba a mi Bilbo natal, aunque se trate de dos ciudades físicamente muy diferentes. La curiosidad y simpatía de aquella gente, su hospitalidad generosa, su accesibilidad inmediata, sus ganas de compartir y su profundo anhelo de disfrutar del instante, de mirar cara al futuro con optimismo, también me transportaron al Madrid de la movida al que llegué a estudiar arte dramático en 1980. «Soy muy afortunado —recuerdo que me dije—, se me concede una segunda oportunidad de integrarme en una sociedad en proceso de cambio hacia lo laico y lo creativo, en proceso de consolidación de nuevos derechos individuales y colectivos. Gracias a los dioses y por un mundo sin dioses. “Que el tiempo no lo malogre”, pensé como en arcana plegaria. No en vano llegaba algo decepcionado de la deriva que iba adquiriendo la sociedad madrileña postmovida de los primeros noventa.
Por eso, decía, la primera redacción tenía mucho de libro de viajes, de guía sentimental de la Irlanda que amo; especialmente de Dublín y de la costa oeste, del mágico enclave de la ciudad de Galway —hoy flamante Capital Europea de la Cultura 2020— y del misterioso y entonces poco poblado condado de Donegal, tan rico en leyendas celtas y de pasado económicamente tan pobre. Pero no me satisfizo porque tenía mucho de guía turística contada en la primera persona de un viajero extranjero que, sin duda, era yo, con cierto gusto literario y algún desbarre lírico. Me faltaba otra dimensión para captar la saludable falta de engolamiento y protocolo, del «todo es posible y siempre para bien», que parecía orientar la maravillosa energía imprevisible de mi entorno humano en aquella época. Yo había llegado a Irlanda para estudiar el teatro irlandés contemporáneo, muy fascinado por el Movimiento Dramático Irlandés de principios del siglo XX, capitaneado por el joven William Butler Yeats, Lady Augusta Gregory y John Millington Synge, que desembocaría en la fundación del Abbey Theatre de Dublín y, a través de enciclopedias y traducciones inglesas, había entrado en contacto con la antigua civilización celta y su literatura clásica escrita en gaélico irlandés. Leí algunas narraciones épicas del Ciclo del Ulster, especialmente Loinges Mac n-Uisliu (El exilio de los hijos de Uisliu), que narra los malogrados amores entre Deirdre y Naoise, o Táin Bó Cuailnge o El robo del ganado de Cooley. También de los ciclos Mitológico y del Histórico o llamado de los Reyes, entre los que Tochmare Etáine (Cortejando a Etáine) y, sobre todo, Oidheadh Chlainne Lir (El trágico destino de los hijos de Lir) que me habían conmovido profundamente por la belleza y los sortilegios que encerraban. Me dije entonces que tenían que estar imbricados de alguna manera en una nueva versión de mi «lo que fuera», en la que también debía haber lugar privilegiado para la poesía y la música de todo tipo, tan esenciales en la idiosincrasia irlandesa. Máxime porque acababa de leer en una exhalación Abhráin Ghrádh Chúige Connacht (Canciones de amor de Connacht) de Douglas Hyde, primer presidente de Irlanda, que recorrió el país recopilando estas viejas canciones gaélicas de dicha y pena amorosas, oídas a los campesinos de su tiempo, confeccionando un libro bilingüe muy influyente con espléndidas traducciones suyas al inglés. Esas composiciones irrumpen en boca de mi Fidelis, la protagonista de mi historia, como trampolines que la trasladan en el tiempo para revivir su primera juventud, cuando fue reina de la belleza de Dungloe, con la potencia sensorial y emocional que solo la música proporciona.
Y he aquí el tercer ingrediente clave: descubrir agazapado en un lugar recóndito de mi libro de viajes en primera persona el nombre de Fidelis, tan católicamente inesperado, que sin duda pertenecía a la dueña del piso que yo compartí en Galway con dos buenos amigos: el actor Francis MacCafferty y el músico Joe Wall. La Fidelis real vivía en la planta baja de aquella casita de Nun’s Island Street en cuya primera planta vivía yo con mis dos colegas. Era una mujerona de grandes ojos azules y cuarentaytantos a quien le guardaba charlar conmigo cuando andaba un tanto achispada. Hace poco tiempo mi amigo Franky me dijo que la Fidelis real había fallecido. Pero mi Fidelis de ficción solo se parecía a ella en el nombre. Solo tuve que apellidarla Mundy, Fidelis Mundy para que concluyera en ella otro universo. Mundy, como el apellido de la saga familiar que habita el universo de Ballybeg, una especie de Macondo irlandés creado por el dramaturgo Brian Friel, cuyas piezas teatrales amo sin reservas. Comprendí de inmediato que debía inventar una historia de ficción en la que ella fuera la protagonista absoluta. Más bien, comprendí que me pedía la palabra con insistencia, que quería contar su historia y desgranar su complejo universo de apariencia sencilla a través de mí. Yo me resistí al principio, empezando por otros personajes, intentando incluso el diálogo de una obra teatral. Pero enseguida llegaba a un punto muerto sin salida. Porque la vida auténtica de mi «lo que fuera» era la voz de Fidelis en primera, en segunda o en tercera persona, según el grado de distancia emocional y ganas de involucrarme en la narración —a mí y al futuro lector— que a ella se le antojara. Mi «lo que fuera» era justo una narración con combinación de puntos de vista, y Fidelis era la dueña y señora del viaje y quien decidía cómo y por dónde había que ir: solo tenía que escucharla. Así que la visualicé pasados los cuarenta como propietaria del Harp Green Hostel de Falcarragh, su pequeña población natal del condado de Donegal, enamorándose de un huésped extranjero que le despierta sensaciones dormidas. Acciones, objetos, ropas e incluso expresiones orales parecen estar habitadas por fragmentos de vida pasada que Fidelis se esfuerza por arrinconar para vivir el presente con intensidad. Pero viejas canciones acuden a sus labios sin querer y la sumergen en un aluvión de recuerdos e imágenes que le alumbran enseñanzas insospechadas sobre el fallecimiento de su madre, el rechazo repentino de su padre, la personalidad de su hermana Márie y su peculiar relación con la comunidad de la isla de Tory, o la misteriosa vida de su hermano Séan, «el muchacho oscuro», que jamás pudo reconstruir. Una historia sobre el peso del pasado y la imposibilidad de vivir el presente sin su mediación, en la que Fidelis me ha enseñado la senda de mis obras futuras.
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Autor: Daniel Sarasola. Título: La reina de Falcarragh. Editorial: Huerga & Fierro Editores. Venta: Amazon
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